Cuando lo hemos negado todo frenéticamente y hemos aniquilado radicalmente las formas de existencia, cuando un exceso de negatividad ha acabado por liquidarlo todo, ¿a quien atacar, sino a nosotros mismos? ¿De quien reírse y a quién compadecer? Cuando el mundo entero se ha derrumbado ante nosotros, nosotros también nos derrumbamos irremediablemente. La infinitud de la ironía anula todos los contenidos de la vida. No la ironía elegante, inteligente y sutil que procede de un sentimiento de superioridad o de orgullo fácil —esa ironía que algunos utilizan para manifestar ostensiblemente la distancia que les separa del mundo—, sino la ironía amarga de la desesperación. Pues la única ironía digna de ese nombre es la que sustituye a una lágrima o a un espasmo, por no decir a una risa sarcástica y criminal. La ironía de quienes han sufrido no tiene nada en común con la ironía fácil de los diletantes. La primera demuestra una incapacidad para participar inocentemente en la existencia debida a una pérdida definitiva de los valores vitales; los diletantes, por su parte, no padecen esa imposibilidad, dado que ignoran el sentimiento que produce semejante pérdida. La ironía refleja una crispación interior, una carencia de amor, una ausencia de comunión y de comprensión humanas; equivale a un desprecio disimulado. La ironía desdeña el gesto ingenuo y espontáneo, puesto que se sitúa más allá de la inocencia y de lo irracional. Contiene sin embargo una fuerte dosis de envidia por los ingenuos. Incapaz de manifestar su admiración por la sencillez a causa de un orgullo desmesurado, la ironía desprecia, envidia y envenena. De ahí que la ironía trágica de la agonía me parezca mucho más auténtica que una ironía escéptica. Resulta significativo que la ironía practicada con uno mismo sólo adopte la forma trágica de la ironía. Esa es una clase de ironía que no se logra mediante sonrisas: únicamente con suspiros, aunque sean totalmente reprimidos. La auto-ironía es, en efecto, una expresión de la desesperación: habiendo perdido este mundo, nos perdemos a nosotros mismos. Una carcajada siniestra acompaña entonces cada uno de nuestros gestos; sobre las ruinas de las sonrisas de la agonía, más crispada que la de las máscaras primitivas y más solemne que la de los rostros egipcios.