Lo irracional desempeña un papel capital en el nacimiento del amor, al igual que la impresión de fundirse, de disolverse, en la sensación del amor.
El amor es una forma de comunión y de intimidad: nada podría expresarlo mejor que el fenómeno subjetivo de la disolución, del derrumbamiento de todas las barreras de la individualización. ¿Acaso el amor no es a la vez, paradójicamente, lo universal y lo singular por excelencia? La verdadera comunión sólo puede realizarse a través de lo individual. Amo a un ser, pero como éste es el símbolo del todo, participo de la esencia del todo de manera ingenua e inconsciente. Esta participación universal supone la especificación del objeto, pues no puede existir un acceso a lo total sin el acceso absoluto a un ser individual. La vaguedad y la exaltación del amor surgen de un presentimiento, de la presencia irracional en el alma del amor en general, que alcanza entonces su paroxismo. El amor verdadero es una cumbre que la sexualidad no menoscaba. ¿Acaso la sexualidad no alcanza también cimas? ¿No permite paroxismos únicos? Sin embargo, ese curioso fenómeno que es el amor expulsa la sexualidad del centro de la conciencia, a pesar de que no se pueda concebir un amor sin sexualidad. El ser amado crece entonces en nosotros, purificado y obsesionante, aureolado de trascendencia y de intimidad, las cuales convierten la sexualidad en algo marginal, si no de hecho al menos subjetivamente. Entre los sexos no hay amor espiritual, sino una transfiguración carnal en la que la persona amada se identifica con nosotros hasta producirnos la ilusión de la espiritualidad.
Entonces únicamente surge la sensación de disolución, en la que la carne tiembla con un estremecimiento total y deja de ser resistencia y obstáculo para abstraerse gracias a un fuego interior, para fundirse y perderse.