De la misma manera que el éxtasis nos purga de lo individual y de lo contingente no salvando más que la luz y las tinieblas, las noches de insomnio destruyen la multiplicidad y la diversidad del mundo para dejarnos a solas con nuestras obsesiones. ¡Qué extraño hechizo del de esas melodías que brotan de nosotros mismos durante las noches que pasamos en vela! El ritmo y la evolución sinuosa de un canto interior se apoderan de nosotros en una especie de encanto que no puede alcanzar el éxtasis, dado que hay en ese desencadenamiento melancólico demasiada nostalgia. Pero ¿nostalgia de qué? Resulta difícil decirlo, pues los insomnios son demasiado complicados para que podamos darnos cuenta de lo que hemos perdido. Quizás ello sea debido a que la pérdida es infinita...
Durante las vigilias, la presencia de un pensamiento o de un sentimiento se impone de manera exclusiva. Todo sucede entonces en un registro melódico. El ser amado se inmaterializa —¿es un sueño o es real? Lo que esa conversión melódica toma prestado de la realidad suscita en el alma una confusión que —siendo demasiado poco intensa para conducir a una ansiedad universal— conserva la huella de la música.
Incluso la muerte, sin dejar de ser odiosa, se manifiesta en esa inmensidad nocturna, cuya transparencia evanescente, a pesar de ser ilusoria, no por ello es meno musical. Sin embargo, la tristeza de esa noche universal es exactamente igual que la tristeza de la música oriental, en la cual el misterio de la muerte predomina en detrimento del misterio del amor.