La nulidad de las interpretaciones filosóficas e históricas en materia de religión se manifiesta en su total incomprensión de lo que significa el dualismo de la luz y de las tinieblas en las religiones orientales y en la mística en general. La alternancia regular del día y la noche —aquél, principio de vida, ésta de misterio y de muerte— ha inspirado al parecer la traducción de la luz y de las tinieblas en principios metafísicos. Nada más evidente a primera vista: sin embargo, para quien busca razones profundas, esas interpretaciones resultan insuficientes. La cuestión de la luz y de las tinieblas se halla de hecho asociada con la de los estados extáticos. Ese dualismo sólo adquiere valor explicativo para quien ha conocido la obsesión y la cautividad, para quien ha estado sometido, simultánea o sucesivamente, a las fuerzas de la luz y de las tinieblas. Los estados extáticos hacen bailar en la oscuridad, insólitamente, las sombras con los destellos; mezclan, en una visión dramática, relámpagos con sombras fugitivas y misteriosas, haciendo variar los matices de la luz hasta en las tinieblas. Sin embargo, no es ese despliegue lo que impresiona, sino el hecho de que seamos dominados, invadidos y obsesionados por él. Se alcanza el culmen del éxtasis en la sensación final, cuando creemos morir a causa de la luz y de las tinieblas. Curiosamente la visión extática hace desaparecer todos los objetos que nos rodean, todas las formas corrientes de individualización; no queda entonces más que una proyección de sombras y de luces. Resulta difícil explicar cómo se llevan a cabo esa selección y esa purificación, y de qué manera son compatibles su poder de fascinación y su inmaterialidad. La exaltación extática implica un elemento demoníaco. Y, cuando del éxtasis de este mundo no quedan más que la luz y las tinieblas, ¿cómo evitar el hecho de atribuirles un carácter absoluto? La frecuencia de los estados extáticos en Oriente, y la mística de todas las épocas, pueden probar nuestra hipótesis. Resulta imposible hallar lo absoluto fuera de uno mismo; sin embargo, el éxtasis, ese paroxismo de la interioridad, sólo revela destellos y sombras internas. En comparación con ellos, el día y la noche parecen más que pálidos. Los estados extáticos adoptan un aspecto tan esencial que hacen surgir, cuando alcanzan las regiones profundas de la existencia, una cegadora alucinación metafísica. El éxtasis no afecta más que a las esencias puras y, por ello, inmateriales. Pero esa inmaterialidad produce vértigos y obsesiones, de los cuales sólo se libra uno convirtiéndolos en principios metafísicos.