Hay individuos en los que la vida adopta formas de una pureza, de una nitidez difíciles de imaginar para quienes son víctimas de las contradicciones y del caos. Padecer conflictos interiores, consumirse en un drama íntimo, soportar un destino dominado por lo irremediable equivale a vivir una vida de la que toda claridad se halla proscrita. Los seres cuya existencia se desarrolla sin dificultades ni obstáculos alcanzan un estado de paz y de satisfacción en el que el mundo parece luminoso, cautivador. ¿No son ésos los efectos del entusiasmo, ese estado que inunda el mundo con un resplandor lleno de alegrías y de encantos? El entusiasmo hace descubrir una forma particular del amor, y revela una manera nueva de entregarse al mundo. El amor posee tantos semblantes, tantas desviaciones, tantos aspectos diferentes que resulta difícil aislar su núcleo o su forma esencial.
Es capital para toda erótica identificar la manifestación original del amor, la manera primordial que tiene de realizarse. Se habla de amor entre los sexos, de amor a la divinidad, al arte o a la naturaleza, se habla también del entusiasmo como forma de amor, etc. Pero, ¿cuál es su manifestación característica, aquella de la que las demás dependen, por no decir, se derivan? Los teólogos sostienen que la forma primordial del amor es el amor dei: los demás no serían más que sus pálidos reflejos. Algunos panteístas de tendencias estetizantes optan por la naturaleza, y los estetas puros por el arte. Para los adeptos a la biología es la sexualidad como tal, sin afectividad; para algunos metafísicos, por último, es el sentimiento de la identidad universal. Sin embargo, nadie probará que la forma de amor que defiende es realmente constitutiva del ser humano, pues en el ámbito de la historia esa forma ha variado tanto que nadie puede determinar su carácter específico. Por lo que a mí respecta, pienso que su forma esencial es el amor entre el hombre y la mujer, el cual, lejos de reducirse a la sexualidad pura, implica todo un conjunto de estados afectivos cuya riqueza es fácilmente comprensible. ¿Quién se ha suicidado a causa de dios, de la naturaleza o del arte —realidades demasiado abstractas para que puedan ser amadas con intensidad? El amor es tanto más intenso cuanto que se halla vinculado a lo individual, a lo concreto, a lo único; se ama a una mujer por lo que la diferencia en el mundo, por su singularidad: en los instantes de amor supremo nada podría reemplazarla. Todas las demás formas de amor, a pesar de que tienden a ser autónomas, participan de ese amor central. De ahí que el entusiasmo sea considerado como independiente de la esfera del Eros, cuando en realidad sus raíces se hunden en la sustancia misma del amor, y ello a pesar de su poder de liberación. Toda persona entusiasta posee una receptividad cósmica, universal, una capacidad de asimilarlo todo, de orientarse en todas las direcciones y de participar en todo con una vitalidad desbordante, y ello únicamente por la mera voluptuosidad de la realización y la pasión de actuar. El entusiasta ignora los criterios, las perspectivas, el cálculo; sólo conoce el abandono, el suplicio y la abnegación. La alegría de la realización, la ebriedad de la eficacia son las características esenciales de ese tipo humano, para el que la vida es un impulso que eleva a una altura en la que las fuerzas de destrucción pierden vigor. Todos tenemos momentos de entusiasmo, pero demasiado raramente para que puedan definirnos. Hablo de un entusiasmo a prueba de todo: el entusiasmo que no conoce en absoluto la derrota, pues no hace ningún caso del objeto y goza de la iniciativa y de la actividad como tal, el entusiasmo que se lanza a una acción no por haber meditado su sentido o su utilidad, sino porque no puede dejar de hacerlo. Sin serle obligatoriamente indiferentes, el éxito o el fracaso no estimulan ni disuaden nunca al entusiasta: él es la última persona del mundo que fracasa. La vida es mucho menos mediocre y fragmentaria en su esencia de lo que suele pensarse: ¿no es esa la razón por la que no hacemos más que venir a menos, perder la vivacidad de nuestros impulsos e imponernos formas, esclerosándonos en detrimento de la productividad, del dinamismo interior? La pérdida de la fluidez vital destruye nuestra receptividad y nuestra capacidad de adherirnos generosamente a la vida. Sólo el entusiasta permanece vivo hasta la vejez: los demás, cuando no han nacido mortinatos —como la mayoría de la gente— mueren prematuramente. Nada más raro que un verdadero entusiasta... ¿Podríamos imaginar un mundo en el que todos los seres humanos estuviesen enamorados de todo? Sería un mundo más atractivo que la imagen misma del paraíso, puesto que el exceso de lo sublime y de la generosidad supera toda visión edénica. Las capacidades del entusiasta para renacer constantemente le sitúan más allá de las tentaciones demoníacas, del miedo a la nada y del martirio de la agonía. Su vida ignora lo trágico, pues el entusiasmo constituye la única forma de existencia que es enteramente opaca al sentimiento de la muerte. Incluso en la gracia —esa forma tan cercana al entusiasmo—, el desconocimiento, la indiferencia orgánica y la ignorancia irracional de la muerte tienen menos fuerza. Hay en la gracia mucho encanto melancólico, mientras que el entusiasmo carece totalmente de él. Mi admiración sin límites por los entusiastas proviene de mi incapacidad para comprender su existencia en un mundo donde la muerte, la nada, la tristeza y la desesperación componen un séquito siniestro. Que existan personas incapacitadas para la desesperación es algo que turba e impresiona. ¿Cómo es posible que el entusiasta sea tan indiferente al objeto? ¿Cómo puede ser movido únicamente por la plenitud y el exceso? Y ¿en qué consiste esa extraña y paradójica realización que el amor alcanza mediante el entusiasmo? Pues el amor, cuanta más intensidad posee, más individual es. Quienes viven una gran pasión no pueden amar a varias mujeres a la vez: cuanta más fuerza tiene la pasión, más se impone su objeto. Intentemos imaginar una pasión desprovista de objeto, un hombre sin una mujer en la que concentrar su amor, por ejemplo: ¿qué quedaría, sino una plenitud de amor? ¿Acaso no hay hombres dotados de grandes potencialidades amorosas pero que no han amado nunca con ese amor primordial, original? El entusiasmo es un amor sin objeto individualizado.
En lugar de dirigirse hacia los demás, en él las virtualidades amorosas se difunden en manifestaciones generosas en una especie de receptividad universal.
El entusiasmo es, en efecto, un producto superior del Eros en el que el amor no se consume en el culto recíproco de los sexos, sino que convierte al entusiasta en un ser desinteresado, puro e inaccesible. De todas las formas del amor, el entusiasmo es la más exenta de sexualidad, más aún que el amor místico, el cual no puede liberarse del simbolismo sexual. Por ello el entusiasmo protege de la inquietud y de la vaguedad que transforman la sexualidad en una característica de lo trágico del ser humano. El entusiasta es una persona particularmente insensible a los problemas. Puede comprender muchas cosas, pero no las incertidumbres dolorosas ni la sensibilidad caótica del ser torturado. Los seres problemáticos no pueden resolver nada, puesto que no aman nada. Imposible, pues, encontrar en ellos esa capacidad de abandono, esa paradoja del amor como estado puro, esa actualidad permanente y total que en cada instante abre a todo, esa irracionalidad ingenua. El mito bíblico sobre el pecado del conocimiento es el más profundo que la humanidad haya imaginado nunca. La euforia de los entusiastas se debe, precisamente, a que ignoran la tragedia del conocimiento. ¿Por qué no decirlo? El conocimiento se confunde con las tinieblas. Yo renunciaría de buen grado a todos los problemas sin solución a cambio de una dulce e inconsciente ingenuidad. El espíritu no eleva: desgarra. En el entusiasmo —al igual que en la gracia o en la magia— el espíritu no se opone antinómicamente a la vida. El secreto de la felicidad reside en esa indivisión inicial que mantiene una unidad inatacable, una convergencia orgánica. El entusiasta ignora la dualidad —ese veneno.
Ordinariamente la vida permanece fecunda únicamente a costa de tensiones y de antinomias, de todo lo que tiene algo que ver con el combate. El entusiasmo, por su parte, supera ese combate para elevarse por encima de lo trágico, para realizar un amor exento de sexualidad.