Me cuesta imaginar la alegría de quienes poseen una sensibilidad mágica —esos individuos que sienten que lo pueden todo y para quienes ninguna resistencia es irreductible ni ningún obstáculo insuperable. La magia supone una comunión tan estrecha con la existencia que toda manifestación subjetiva se reduce a una pulsación de la vida. La magia posee la plenitud de una integración en el flujo vital. La sensibilidad mágica no puede desembocar sino en la alegría, dado que lo fatal no forma parte de la estructura interna de la existencia. Sentirse capaz de todo, dominar lo absoluto, ver la apropia exuberancia confundirse con la del mundo, sentir palpitar en sí mismo frenéticamente el ritmo universal, y que ese está unido al todo, concebir la existencia sólo en la medida en que ella estimula, ver el sentido de este mundo actualizarse en cada instante con su expresión más perfecta —en todo ello se realiza una forma de alegría difícilmente imaginable de la que sólo gozan los seres que poseen una sensibilidad mágica. Las enfermedades no existen para la magia —o si existen son consideradas como curables, nunca invencibles. El optimismo mágico lo considera todo desde el punto de vista de la equivalencia: de ahí que sea ilusorio intentar individualizar la enfermedad para aplicarle un tratamiento específico. La magia impugna y refuta todo lo negativo, todo lo que posea una esencia demoníaca en la dialéctica de la vida. Quien goza de ese tipo de sensibilidad no comprende en absoluto las grandes realizaciones dolorosas, no entiende la miseria, el destino y la muerte. Las ilusiones de la magia niegan lo irreparable del mundo, rechazan la muerte como realidad fatal e universal. Subjetivamente, este fenómeno sume al ser humano en un estado de beatitud y de exaltación eufórica: pues vive a partir de ese momento como si no fuera a morir nunca. Ahora bien, todo el problema de la muerte reside en la conciencia que de ella tenga el sujeto: para quien carece de dicha conciencia, entrar en la nada no tiene la mínima importancia. Por el contrario, el paroxismo de la conciencia se alcanza mediante el sentimiento constante de la muerte.
Infinitamente complejos son los seres que poseen la conciencia de la fatalidad, esos seres para quienes lo insoluble y lo irreparable existen, que comprenden que lo irremediable representa un aspecto esencial del mundo.
Pues todas las realidades capitales se hallan bajo la influencia de la fatalidad, la cual proviene de la incapacidad de la vida de superar sus condiciones y límites inmanentes. La magia es ciertamente útil para las cosas poco importantes, no esenciales; pero carece de valor alguno ante las realidades de orden metafísico, las cuales exigen con mucha frecuencia el silencio —condición que la sensibilidad mágica es incapaz de satisfacer.
Vivir con la conciencia aguda de la fatalidad, de nuestra propia impotencia ante los grandes problemas que no podemos plantearnos sin implicarnos en ellos trágicamente, equivale a enfrentarse directamente con la interrogación capital que se erige ante este mundo.