Nadie ha podido decir hasta hoy qué son el bien y el mal. Y lo mismo seguirá sucediendo seguramente en el futuro. Poco importa la relatividad: sólo cuenta la imposibilidad de no utilizar esas expresiones. Sin saber lo que está bien ni lo que está mal, yo califico sin embargo las acciones de buenas y malas. Si se me preguntara en virtud de qué me pronuncio de semejante manera, no sabría qué responder. Un proceso instintivo me hace apreciar las cosas según ciertos criterios morales; cuando pienso después en ellos, no les encuentro la mínima justificación. Si la moral se ha vuelto tan compleja, y tan contradictoria, es porque los valores morales han dejado de constituirse en el terreno de la vida para cristalizarse en una región trascendente, no conservando más que débiles contactos con las tendencias vitales e irracionales. ¿Cómo podría fundarse una moral? La palabra bien es tan insulsa e inexpresiva que me produce ganas de vomitar. La moral nos prescribe obrar por el triunfo del bien. ¿De qué manera? Mediante la realización del deber, el respeto, el sacrificio, la modestia, etc... Yo no veo en ello más que vocablos vagos y vacíos de sentido: ante los hechos brutos, los principios morales resultan tan vanos que uno se pregunta si no valdría más, en resumidas cuantas, vivir sin criterios. Me gustaría que nuestro mundo fuese un mundo en el que no existiese ninguno, un mundo sin forma ni principio —un mundo de la indeterminación absoluta. Pues en el nuestro todos los criterios, fórmulas o principios son tan insulsos que su semipresencia es más exasperante que el absolutismo normativo más terrible.
Imagino un mundo de fantasía y de sueño en el que discutir sobre la legitimidad de las normas no tendría ya el mínimo sentido. Puesto que, de todas maneras, la realidad es irracional en su esencia, ¿para qué separar el bien y el mal —para qué diferenciar cualquier cosa? Quienes sostienen que se puede, a pesar de todo, salvar la moral ante la eternidad se confunden totalmente. Afirman que, a pesar del triunfo del placer, de las satisfacciones menores y del pecado, subsisten únicamente, ante la eternidad, las buenas acciones y la realización moral. Tras las miserias y los placeres efímeros, se asiste —dicen— al triunfo final del bien, a la victoria definitiva de la virtud.
Pero no se han dado cuenta de que, si la eternidad liquida las satisfacciones y los placeres superficiales, liquida también las virtudes, las buenas acciones y los actos morales. La eternidad no conduce ni al triunfo del bien ni al del mal: lo anula todo. Condenar el epicureismo en nombre de la eternidad es una actitud absurda. ¿Por qué mi sufrimiento me haría durar más tiempo a mí que el placer a un vividor? Objetivamente hablando, ¿qué puede significar el hecho de que un individuo se crispe en la agonía mientras que otro se repantigue en la voluptuosidad? Se sufra o no, la nada nos devorará indiferente e irremediablemente, y para siempre. No se puede hablar de un acceso objetivo a la eternidad, sino sólo de un sentimiento subjetivo, producto de discontinuidades en la experiencia del tiempo. Nada de lo que crea el ser humano puede conducir a una victoria definitiva. ¿Por qué embriagarse de ilusiones morales cuando existen ilusiones más bellas aún? Quienes hablan de la salvación moral ante la eternidad evocan el eco indefinido que en la historia produce el acto moral, su resonancia ilimitada.
Nada es menos cierto, dado que los supuestos virtuosos —en realidad simples cobardes— desaparecen mucho más rápidamente de la conciencia del mundo que los adeptos al placer. De todas formas, incluso en el caso contrario, ¿qué significarían algunas decenas de años suplementarios? Todo placer insatisfecho es una ocasión desperdiciada para siempre. No seré yo quien se ponga a esgrimir el sufrimiento para prohibir las orgías y los excesos. Dejemos hablar a los mediocres de las consecuencias de los placeres: ¿acaso las del dolor no son mucho más graves aún? Sólo un mediocre deseará, para morir, alcanzar el estadio de la vejez. Sufrid, pues, embriagaos, bebed la copa del placer hasta el final, llorad o reíd, gritad de alegría o de desesperación —de todas maneras nada quedará de todo ello.
Toda la moral no tiene más objetivo que transformar esta vida en una suma de ocasiones desperdiciadas.