No todo el mundo ha perdido su ingenuidad; de ahí que no todo el mundo sea desgraciado. Quienes han vivido y continúan viviendo pegados a la existencia, no por imbecilidad sino por un amor instintivo al mundo, logran alcanzar la armonía, una integración en la vida que no pueden sino envidiar aquellos que frecuentan los extremos de la desesperación. La desintegración, por su parte, corresponde a una pérdida total de la ingenuidad, ese don maravilloso destruido por el conocimiento —enemigo declarado de la vida. El hechizo que se siente ante el encanto espontáneo del ser, la experiencia inconsciente de las contradicciones, las cuales pierden implícitamente su carácter trágico, son expresiones de la ingenuidad, terreno fértil para el amor y el entusiasmo. No experimentar las contradicciones de manera dolorosa es alcanzar la alegría virginal de la inocencia, permanecer cerrado a la tragedia y al sentimiento de la muerte.
La ingenuidad es opaca a lo trágico, pero se halla abierta al amor, pues el ingenuo —ser que no se halla consumido por contradicciones internas-posee los recursos necesarios para consagrarse a él. Para el desintegrado, por el contrario, lo trágico posee una intensidad extremadamente penosa, pues las contradicciones no surgen únicamente en él mismo, sino también entre él y el mundo. Sólo existen dos actitudes fundamentales: la ingenua y la heroica; todas las demás no hacen más que diversificar los matices de ambas. Esa es la única alternativa posible si no se quiere sucumbir a la imbecilidad. Ahora bien, dado que para el ser humano confrontado a dicha disyuntiva la ingenuidad es un bien perdido, imposible de recuperar, no queda más que el heroísmo. La actitud heroica es el privilegio y la condena de los desintegrados, de los fracasados. Ser un héroe —en el sentido más universal de la palabra— significa desear un triunfo absoluto, triunfo que sólo puede obtenerse mediante la muerte. Todo heroísmo transciende la vida, implicando fatalmente un salto en la nada, y eso incluso en el caso de que el héroe no sea consciente de ello y no se dé cuenta de que su fuerza interior procede de una vida carente de su dinamismo habitual. Todo lo que no nace de la ingenuidad y no conduce a ella pertenece a la nada. ¿Ejercería ésta, pues, una atracción real? En ese caso, se trata de una atracción demasiado misteriosa para que podamos ser conscientes de ella.