Para lograr experimentar la sensación de la inmaterialidad, existen tantos caminos que toda tentativa de establecer una jerarquía sería extremadamente arriesgada, por no decir inútil. Cada uno toma una vía diferente según su temperamento. Por lo que a mí respecta, pienso que el baño de fuego constituye la tentativa más fecunda. Sentir en todo nuestro ser un incendio, un calor absoluto, notar que brotan en nuestro interior llamas voraces, no ser más que relámpago y resplandor: eso es un baño de fuego. Se realiza entonces una purificación capaz de anunciar a la propia existencia. ¿Acaso las olas de calor y las llamas no devastan hasta su núcleo, no consumen la vida, no reducen su fuerza quitándole todo carácter agresivo, a una simple aspiración? Experimentar un baño de fuego, soportar los caprichos de un violento calor interior, ¿no es alcanzar una pureza inmaterial semejante a una danza de llamas? La liberación de la gravedad gracias a ese baño de fuego, ¿no convierte la vida en una ilusión o en un sueño? Y ello no es apenas nada comparado con la sensación final —tan paradójica— en la que el sentimiento de esa irrealidad onírica es sustituido por la sensación de ser reducido a cenizas —sensación que corona inevitablemente todo baño de fuego interior. Se puede hablar con razón, a partir de ese momento, de inmaterialidad. Quemados hasta el último grado por nuestras propias llamas, privados de toda existencia individual, transformados en un montón de cenizas, ¿cómo podríamos experimentar aún la sensación de vivir? Una loca voluptuosidad de una ironía infinita se apodera de mí cuando imagino mis cenizas desperdigadas por todo el planeta, frenéticamente agitadas por el viento, diseminándose en el espacio como un eterno reproche contra este mundo.