Si la melancolía es un estado de ensueño difuso que no conduce nunca a una profundidad ni a una concentración intensas, la tristeza, por el contrario, es un grave repliegue sobre nosotros mismos y una interiorización dolorosa. Se puede estar triste en cualquier lugar; pero, mientras que los espacios abiertos privilegian la melancolía, los espacios cerrados aumentan la tristeza. La concentración procede en ella del hecho de que tiene casi siempre un razón precisa, mientras que en la melancolía no se pude señalar ninguna causa exterior a la conciencia. Yo sé por qué estoy triste, pero no podría decir por qué estoy melancólico. Los estados melancólicos se extienden en el tiempo sin alcanzar nunca una intensidad particular. Ni la tristeza ni la melancolía estallan nunca, ninguna de las dos afecta al individuo hasta el punto de hacer vacilar los cimientos de su ser.
Se habla con frecuencia de suspiros, pero nunca de gritos de tristeza. La tristeza no es un desbordamiento, sino un estado que se agota y muere. Lo que la singulariza de manera extraordinariamente significativa es su aparición, con gran frecuencia, tras ciertos paroxismos. ¿Por qué tras el acto sexual suele producirse un abatimiento, por qué se está triste tras una formidable borrachera o un desenfreno dionisiaco? Porque la fuerza derrochada en esos excesos no deja tras ella más que el sentimiento de lo irreparable y una sensación de pérdida y de abandono, caracterizados por una fuerte intensidad negativa. Estamos tristes tras ciertas proezas porque, en lugar del sentimiento de una ganancia, experimentamos el de una pérdida. La tristeza surge cada vez que la vida se disgrega; su intensidad equivale a la importancia de las pérdidas sufridas; de ahí que sea el sentimiento de la muerte el que provoque la mayor tristeza. Elemento revelador de lo que distingue la melancolía de la tristeza: nunca se dirá de un entierro que es melancólico. La tristeza no posee ningún carácter estético —el cual raramente se halla ausente de la melancolía. Resulta interesante observar cómo el terreno de la estética se estrecha a medida que nos acercamos a las experiencias y a las realidades capitales. La muerte niega la estética, de la misma manera que el sufrimiento o la tristeza. La muerte y la belleza son dos nociones que se excluyen mutuamente... nada es más grave ni más siniestro para mí que la muerte. ¿Cómo es posible que haya habido poetas a los que les haya parecido bella y que la hayan celebrado? La muerte representa el valor absoluto de lo negativo. Resulta irónico que sea temida al mismo tiempo que idolatrada. Su negatividad me inspira, lo confieso, admiración; es sin embargo la única cosa que puedo admirar sin amarla. La grandeza y la infinitud de la muerte me impresionan, pero mi desesperación es tan vasta que me prohíbe hasta la esperanza que ella representa. ¿Cómo amar la muerte? Sólo se puede escribir sobre ella exagerando su paradoja. Quien pretende tener una idea precisa de la muerte prueba que carece de una sensibilidad profunda a ella, a pesar de que la lleve en sí mismo. Porque todo ser humano lleva en su interior no sólo su propia vida sino asimismo su propia muerte .
En el rostro de quien sufre una intensa tristeza se leen tanta soledad y abandono que nos preguntamos si la fisonomía de la tristeza no representa la forma a través de la cual la muerte se objetiva. La tristeza abre una puerta al misterio; éste es, no obstante, tan abundante que la tristeza no deja nunca de ser enigmática. Si se estableciera una clasificación de los misterios, la tristeza pertenecería a la categoría de los misterios sin límites, inagotables.
Una constatación que puedo, muy a mi pesar, hacer a cada instante: solamente son felices quienes no piensan nunca, es decir, quienes no piensan más que lo estrictamente necesario para sobrevivir. El pensamiento verdadero se parece a un demonio que perturba los orígenes de la vida, o a una enfermedad que ataca sus raíces mismas. Pensar continuamente, plantearnos problemas capitales a cada momento y experimentar una duda permanente respecto a nuestro destino; estar cansado de vivir, agotado hasta lo inimaginable a causa de nuestros propios pensamientos y de nuestra propia existencia; dejar tras de sí una estela de sangre y de humo como símbolo del drama y de la muerte de nuestro ser —equivale a ser desgraciado hasta el punto de que el problema del pensamiento nos da ganas de vomitar y la reflexión nos parece una condena. Hay demasiadas cosas que añorar en un mundo en el que nada debería ser añorado. De ahí que yo me pregunte si este mundo merece realmente mi nostalgia.