¿Hay algo aún sobre esta tierra que escape a la duda, aparte de la muerte —la única cosa segura en este mundo? Continuar viviendo dudando de todo es una paradoja no demasiado trágica, dado que la duda es mucho menos intensa, mucho más soportable que la desesperación. La duda más frecuente es la abstracta, en la cual no se implica más que una parte del ser, contrariamente a la desesperación, en la que la participación es visceral y total. Comparado con la desesperación —fenómeno tan extraño y tan complejo—, el escepticismo se caracteriza por una especie de diletantismo, de superficialidad. Por mucho que yo dude de todo y oponga al mundo una sonrisa de desprecio, seguiré comiendo, durmiendo tranquilamente o amando. En la desesperación, cuya profundidad sólo se comprende experimentándola, esos actos son únicamente posibles mediante grandes esfuerzos y sufrimientos. En las cimas de la desesperación nadie tiene ya derecho a dormir. De ahí que un auténtico desesperado no olvide jamás nada de su tragedia: su conciencia preserva la dolorosa actualidad de su miseria subjetiva. La duda es una inquietud vinculada a los problemas y a las cosas, y procede del carácter insoluble de toda gran interrogación. Si los problemas esenciales pudieran ser resueltos, el escéptico volvería a su estado normal. ¡Qué diferente la situación del desesperado, al que la resolución de todos los problemas no volvería menos inquieto, pues su inquietud brota de la estructura misma de su ser! En la desesperación, la ansiedad es inmanente a la existencia; no se trata en ella en absoluto de problemas, sino de convulsiones y de llamas interiores que torturan. Se puede lamentar que nada sea resuelto en este mundo; nadie, sin embargo, se ha suicidado nunca por ello; la inquietud filosófica influye poco en la inquietud total de nuestro ser. Prefiero mil veces más una existencia dramática, atormentada por el destino y sometida al suplicio de las llamas más ardientes, que la existencia de un hombre abstracto, obsesionado por interrogantes no menos abstractas que sólo le afectan superficialmente.
Desprecio la ausencia de riesgo, de locura y de pasión en la vida. ¡Qué fecundo, por el contrario, es un pensamiento vivo y apasionado, irrigado por el lirismo! ¡Qué dramático e interesante resulta el proceso mediante el cual espíritus atormentados en un primer momento por problemas puramente intelectuales e impersonales, espíritus objetivos hasta el olvido de sí mismos, habiendo sido sorprendidos por la enfermedad y el sufrimiento, son fatalmente obligados a reflexionar sobre su subjetividad y sobre las experiencias que deben afrontar! Los seres objetivos y activos no hallan en sí mismos suficientes recursos para convertir su destino en un problema. Para que éste se vuelva subjetivo y universal a la vez, hay que descender uno a uno todos los peldaños de un infierno interior. Mientras no nos hallemos reducidos a cenizas, podremos hacer filosofía lírica —una filosofía en la que la idea tiene raíces tan profundas como la poesía.
Tenemos acceso entonces a una forma superior de existencia, en la que el mundo y sus problemas inextricables ni siquiera merecen ya el desprecio.
No se trata en absoluto de una cuestión de excelencia o de valor particular del individuo; sucede, simplemente, que nada, excepto nuestra agonía personal, nos interesa ya a partir de ese momento.