La soledad verdadera nos aísla totalmente entre el cielo y la tierra, pues es ahí donde aparece todo el drama de la finitud. Los paseos solitarios —extraordinariamente fecundos y peligrosos a la vez para la vida interior— deben realizarse sin que nada turbe el aislamiento del ser humano en este mundo, es decir, por la noche, a la hora en que ninguna de las distracciones habituales puede ya interesarnos, cuando nuestra visión del mundo emana de la región más profunda del espíritu, de la zona que nos separa de la vida y de su herida. ¡Cuánta soledad necesitamos para poder tener acceso al espíritu! ¡Cuánta muerte necesitamos en la vida, y cuanto fuego interior! Hasta tal punto la soledad niega la vida que el desarrollo del espíritu, producido por desgarramientos íntimos, se vuelve casi insoportable. ¿No es significativo que los seres que se sublevan contra él sean precisamente quienes poseen demasiado espíritu, quienes conocen la gravedad de la enfermedad que afectó a la vida para engendrarlo? Sólo los seres sanos hacen apología del espíritu, quienes no han experimentado nunca los tormentos de la vida ni las antinomias sobre las cuales se basa la existencia. Quienes sienten realmente el peso de su propio espíritu lo toleran con orgullo, o lo presentan como si fuera una calamidad. Nadie, sin embargo, está contento en el fondo de sí mismo de semejante adquisición catastrófica para la vida.¿Cómo, en efecto, se podría estar encantado de esta vida privada de atractivos, de ingenuidad y de espontaneidad? La presencia del espíritu indica siempre una carencia de vida, mucha soledad y un sufrimiento prolongado. ¿Quién hablaba, pues, de la salvación obtenida gracias al espíritu? Es falso pensar que el vivir inmanente sea un vivir ansioso del que el hombre se ha liberado mediante el espíritu. Es mucho más exacto, por el contrario, afirmar que el espíritu ha producido en nosotros desequilibrios y ansiedades, pero también nos ha hecho alcanzar cierta dimensión. Hacer la apología del espíritu es una prueba de inconsciencia, de la misma manera que hacer la apología de la vida es una prueba de desequilibrio. Para una persona normal, la vida es una evidencia; sólo el enfermo se complace en ella glorificándola para evitar hundirse.
Pero ¿qué será de quien no puede ya glorificar ni la vida ni el espíritu?