La espada de Terasaka
David regresó al monasterio.
El templo. David entró en la sala principal del templo. Unos cirios titilaban con tenue luz. El lugar era impresionante. Una gran sala de madera oscura con el suelo mil veces pulido y un elevado techo sostenido por pilares tallados.
Todos los samuráis, sentados, alineados a lo largo de la pared, aguardaban en silencio. Iban vestidos con sus trajes de combate. Llevaban un yelmo para proteger la cabeza y salvaguardas para la barbilla, el torso, los hombros y las piernas, la espada asegurada en el costado izquierdo con una correa rodeando la cintura y, sujeta por delante, la espada corta al otro costado.
Los samuráis de Ako estaban listos para la batalla.
En el centro estaban Oishi y Hara. Un gesto. David se acercó. En un soporte había una espada. La espada que nadie tocaba jamás, la espada del ronin número cuarenta y siete: Terasaka Kichiemon.
—Morimos a cada momento, a cada instante. De la misma forma vivimos cada momento, cada instante. Hemos vivido mucho tiempo esperando volver a reunirnos todos. Ahora lo estamos. Es el momento de luchar y partir definitivamente.
Hara cogió la espada y se la ofreció al maestro con un gesto reverente.
Oishi miró a David, con su mirada experimentada, y se la dio.
Era una espada antigua, una perfecta espada de samurái. David la tomó con ambas manos y la sacó de la vaina. Cogió la espada por el mango de madera y observó su hoja curvada. En un lado había una inscripción en japonés antiguo.
—Mi nombre es Lealtad —leyó Oishi—. Pertenezco a Terasaka Kichiemon. Solo él puede empuñarme con honor.
En ese momento, David supo quién era. No solo supo que en una vida anterior había sido el propietario de aquella espada y que la había usado para matar en más de una ocasión, sino que supo quién era realmente y cuál era su camino. Y en ese momento, como si leyese su pensamiento, Oishi dijo:
—Nuestro camino es el camino de la muerte.
Con el pelo recogido en un espeso nudo en la coronilla, Oishi se paró en el centro de la sala y su voz se elevó por encima de todo el recinto.
—Hemos vencido abismos de tiempo para volver a reunirnos. Ha llegado el día que esperábamos. —Cogió una máscara de aspecto terrorífico, y dijo—: Nuestras máscaras no son para asustar al enemigo sino para rechazar al mal. Pero ahora no queremos rechazarlo sino destruirlo. Hoy no las usaremos para que así nadie se lleve a engaño sobre quién lucha, ni nuestros enemigos ni los kami ni la muerte.
Como si lo hubiese hecho mil veces anteriormente, David se vistió con la armadura de Terasaka, su armadura, que se acopló a él como una segunda piel.
La armadura negra de Terasaka. Las protecciones para las piernas, los guantes y mangas para resguardar manos y brazos, el peto y el cinturón, que mantenía unido todo el conjunto de ropa y armadura.
Una armadura sobria sobre un kimono bien ajustado. Finalmente, el casco.
Mientras, los ronin recitaban:
Oh, Izanami, madre del viento, el fuego, el mar y las montañas, de la creación y de la muerte, envíanos la fuerza de tus hijos.
Oh, Izanagi, padre del viento, el fuego, el mar y las montañas, de la creación y de la vida, envíanos la fuerza de tus hijos.
Oishi se puso su casco astado y emergió por la puerta del templo.
Bajó por los escalones, caminando con calma, escrutando el horizonte con una serenidad infinita.
En ese momento sonó el tambor.
—Quizá mañana, cuando amanezca, el sol nos busque en vano, pero lo que sí verá serán nuestras espadas ensangrentadas.
El ataque de las fuerzas oscuras comandadas por Kira era inminente.
Los samuráis colocaron antorchas para iluminar el campo de batalla.
Oishi desenvainó su espada y la mostró al aire de la noche.
—¡Invitemos a la muerte!
Todos los samuráis prorrumpieron en un grito de combate.
En lo alto de la montaña, se recortó la oscura silueta de Kira, una mezcla de hombre, goryo y ashikikami. Un monstruo perverso.
Invocó a los yurei, a los fantasmas de los samuráis que murieron luchando en su castillo y habían permanecido atrapados a la espera de que los cuarenta y siete samuráis de Ako se reuniesen de nuevo.
Levantó los brazos al cielo e invocó la energía de la tempestad y el terremoto, y a Taizan Fukunsai, el señor del infierno, el que decide el momento de la muerte, para que le fuese propicio.
Los últimos yamabushi del olvidado monasterio de las montañas de Hiroshima se desplegaron en el gran patio.
—¡Necesito más poder! —gritó Kira al kami perverso al que servía y al que tantas vidas de personas y animales había sacrificado—. Dime qué quieres a cambio.
Una voz grave y sobrecogedora dijo:
—Lo quiero todo.
—Pues todo tendrás. Todo lo que yo pueda darte aunque para ti sea nada.
—Lo que para unos es nada, para otros lo es todo.
Una fuerte tempestad de lluvia y viento se abatió sobre las hogueras.
Un ejército de fantasmagóricos goryo surgió de la tempestad. Y entre ellos, comandando la tropa, el nieto de Kira, Sahoe.
Aparecieron los shikigami, los espíritus invocados por un onmyoji, por un hechicero, por Kira. Una súbita tormenta eléctrica cayó sobre ellos insuflándoles una poderosa energía vital.
Proteger y servir a su amo. Esa era su consigna.
Debido a la gran facultad y energía necesarias para invocar a un shikigami, los hechiceros no solían invocar a más de uno, pero Kira poseía un alto poder y tenía un ejército bajo su control.
—Los monstruos crean monstruos en un mundo oscuro sin fin —dijo Oishi—. Nosotros somos los guerreros de la última muerte, de la que no se regresa.
La luna negra inundaba la tierra de sombras.
David miró a Oishi. Su figura erguida en el centro del patio era la imagen perfecta del guerrero listo para combatir. Su mirada firme y concentrada, en perfecto estado de calma y de lúcida presencia.
Los guerreros de Kira llegaban por todas partes. Atravesaban en tropel el puente y se descolgaban por las paredes de las escarpadas montañas.
Desde lo alto, Kira usaba un abanico de guerra para hacer señales y dirigir a sus demoníacas tropas.
Oishi iba el primero. Tras él, el resto de los samuráis de Ako.
En pie, sin retroceder ante la carga del enemigo, Oishi hizo un solo movimiento con su espada, sin variaciones, deslizándose por el aire sin cambios de cadencia. Describió dos curvas perfectas que dejaron dos contendientes muertos en el suelo.
En ese momento las dos alas que formaban sus hombres a su derecha e izquierda se desplegaron con la intención de rodear a los guerreros oscuros de Kira. Pero eran demasiados y formaron como un arco de luna incipiente ante un sol abrasador.
David percibió el silbido de las hojas de las espadas hendiendo el aire. Sí, era similar al del suspiro de un junco tembloroso, pero ahora un aleteo de muerte rompía la tenuidad del aire.
—¡Matadlos a todos! ¡Que no quede ninguno con vida! —se oyó la voz de Kira que descendía al terreno donde se dirimía la batalla, seguido de sus shikigami.
La tempestad de viento y agua, la tormenta eléctrica y la luna negra eran los aliados de Kira y sus fuerzas oscuras.
Los samuráis luchaban rodeados de una fuerza superior. Por cada uno de ellos, varios seres demoníacos trataban de acabar con ellos.
Kira, aparentemente ajeno a la presencia de David, combatía a corta distancia, pero al finalizar uno de sus giros de ataque, modificó el movimiento y descargó un tajo hacia él, que evitó a duras penas ser abatido.
Miró por un breve instante a los ojos de Kira. Ojos demoníacos, perversos, no como cuando fue humano, sino con la mirada del odio ancestral. Y sintió lástima de aquel ser atrapado en el rencor y la crueldad.
Kira y David quedaron frente a frente.
Había estado a punto de morir, la hoja de la espada había pasado muy cerca de su estómago. Un milímetro más cerca y la herida hubiese semejado el primer corte de un samurái haciendo seppuku. Pero David no quería morir así, en manos de aquel monstruo que representaba la ignominia y la falsedad.
—Tú te libraste de la muerte, pero ahora morirás —dijo Kira con sus labios carnosos y crueles—. Maté a tu familia, a tu mujer y a tu hija.
David no replicó. Sabía que aquel monstruo trataba de lograr que sus propias emociones le debilitasen. Kira hablaba a los dos, a Terasaka y a David, y ellos dos, fundidos en un solo guerrero, se prepararon para el ataque. Pero fue Sahoe, el nieto de Kira, el que le acometió por un costado. Dio un par de pasos hacia atrás y giró sobre sí mismo, como le había enseñado Hara.
De pronto, David se dio cuenta de que no miraba los movimientos de su oponente, sino que los escuchaba. Oyó el rumor de los pies al deslizarse por la arena que tanto tiempo había limpiado y rastrillado. La conocía a la perfección y hasta con los ojos cerrados podía identificar cualquier leve movimiento sobre ella, su dirección, su intensidad, incluso su intención. Aquella tierra le hablaba con un lento silencio.
David cayó al suelo, y cuando Sahoe iba a rematarle surgió su espada, Lealtad, y acabó con su vida.
Kira, rodeado de los shikigami, parecía inaccesible. Los goryo y los yurei hacían retroceder a los samuráis hacia el abismo.
Antes de llegar al borde del precipicio, Oishi dirigió un poderoso «grito del espíritu» hacia Kira. La onda expansiva hizo retroceder a su enemigo y le arrancó la espada. Antes de quedar sin aliento, Oishi encadenó nueve movimientos hacia el corazón de Kira, que cayó derribado.
Aquello hizo que Kira tuviese que emplear toda su energía en contrarrestar a la de Oishi y se vio obligado a descuidar el control sobre los shikigami.
El grito de Oishi y sus movimientos sagrados hicieron que Kira perdiese el dominio sobre su ejército de demonios. Los shikigami, sin la energía que Kira emanaba hacia ellos para mantenerlos bajo su control, adquirieron voluntad y conciencia propia. Atacaron a Kira por haberles invocado.
Entre una nube de espectros, Kira fue abatido.
Era el final. Su cuerpo monstruoso cayó. Pero David supo que si Kira era derrotado así, sin más, volvería una y otra vez de entre las tinieblas.
David se lanzó sobre aquellos engendros. Secundado por Kataoka, Yato y Chikara derribaron a todos los engendros que se interpusieron en su camino hacia Kira. David se abrió paso hasta llegar a Kira, que le miró con ojos enloquecidos, y le dijo:
—Somos los guerreros de la última muerte, de la que nunca regresarás.
Su espada, Lealtad, brilló un instante en el fulgor tenue de un anaranjado amanecer. La cabeza de Kira cayó por última vez.
David había destruido la forma demoníaca de Kira y eximido a sus compañeros y a sí mismo de su maléfico influjo. Incluso fue un acto compasivo hacia el mismo Kira, que ahora, libre de su forma demoníaca, podría seguir su camino de reencarnaciones como humano en busca de la redención de su espíritu atormentado.
Todos los espectros de Kira, liberados, se desvanecieron.