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La flecha del destino

David entró en el jardín de Oishi. El maestro estaba pintando sobre un abanico un ave.

—Ah, nuestro invitado.

Oishi le invitó a sentarse.

Junto al dibujo del ave volando gozosa, escribió:

Todo es mente.

La cárcel es la propia mente.

La libertad es la propia mente.

Lo existente es parte de la naturaleza de la mente.

Todo es en esencia no existente.

Sentados el uno frente al otro.

—Estamos en una jaula, y la puerta está abierta, pero muchas veces no sabemos verlo.

Conversando y en silencio, en meditación, en contemplación, el tiempo se deslizó suavemente.

—Has de encontrar a tu propio maestro: tú mismo.

Tras convertirse en su propio maestro, el samurái entra en la vía de la imperturbabilidad. Ni su cuerpo, ni su rostro, ni sus gestos o expresiones revelan lo que sucede en su interior. Nunca se vanagloria de lo que ha obtenido, y respeta el camino de los demás, sus aptitudes y esfuerzo; es más, no se ejercita mostrando todas sus capacidades ante los que no las poseen, incluso puede parecer simple y torpe ante los ojos de los que no están a su altura.

El samurái trata de hallar la paz dentro de sí mismo a través de la meditación y la contemplación. La técnica más elevada consiste en lograr la más profunda de las contemplaciones, la comprensión que nos lleva a nuestra más elevada esencia.

Atardecía. Oishi se levantó. Salieron del monasterio por la puerta principal. Al otro lado del puente, la extraña bruma blanca seguía cubriéndolo todo. Junto al árbol en el que se había refugiado David cuando llegó desfallecido al monasterio, estaba Hara con dos arcos.

Oishi dijo:

—Voy a disparar una flecha hacia lo alto; cuando baje a tierra, en cuanto se clave, habrá llegado a su destino. En el momento en que la flecha salga del arco tú deberás dirigirte lo más rápido que puedas al centro del puente y disparar a tu vez una flecha a ese tronco —dijo Oishi señalando un tronco seco que se veía a lo lejos—. Si para cuando mi flecha haya caído tú no has acertado en la diana, deberás acabar de cruzar el puente e irte. Si logras acertar podrás volver al monasterio.

David enseguida entendió que lo primero era una imposición, lo segundo una opción. Pero no tuvo tiempo de más, en el momento en que el monje acabó de decir sus últimas palabras, sin más ceremonia, tensó su arco y lanzó la flecha hacia lo alto.

Corrió hacia el puente. En cuanto puso un pie en las deterioradas maderas de la estructura tuvo que ir con sumo cuidado para que no se fuese abajo. El día era especialmente ventoso y los quebradizos maderos crujían y se movían peligrosamente.

Llegó al centro del frágil puente colgante y en ese instante David tuvo miedo de caer al abismo. De pronto, un rayo cruzó su mente: cómo podía tener miedo a caerse y matarse, si lo que en verdad había querido hasta ese momento era, precisamente, morir. Como un fogonazo llegaron a su mente las emociones vividas tras la muerte de su padre, de su madre, de su mujer y de su hija. Sumido en ese pensamiento destructivo y contradictorio, David dudó entre dejarse caer y morir, o disparar la flecha y vivir.

Esos brevísimos e intensos momentos produjeron una sacudida en su mente. La flecha de Oishi ya bajaba en busca de su destino, en busca del destino de David.

Hizo lo que había aprendido en ese tiempo en el monasterio, hizo lo que tenía que hacer en ese momento. Su flecha salió del arco entre el vaivén del puente, el acoso del viento y sus dudas internas. Actuar, era el momento de la acción, luego ya decidiría si se marchaba, si se quedaba, si vivía o si moría.

Mientras la flecha salía de entre sus dedos, David decidió vivir.

Un momento después, la flecha de Oishi se clavó en el suelo al mismo tiempo que la suya impactaba en el tronco.

Cuando David miró hacia donde debían estar Hara y Oishi, no había nadie. Comprendió que era el momento de elegir. Las dos flechas habían llegado a su objetivo al mismo tiempo. La decisión dependía de él, no del destino. Era él quien tenía la responsabilidad de irse o quedarse, y lo más importante: de morir o de vivir.

David, mientras luchaba por no caer al abismo, había decidido vivir. Había decidido el camino de la responsabilidad. Había elegido ser él mismo, su presente y su pasado, su yo actual y sus yoes de todas sus vidas anteriores, unas más sutiles, otras más intensas. Y surgiendo entre todas ellas, una, la de Terasaka.