20

Un lento silencio

Los días transcurrían de la misma forma, pero David sentía una especie de vértigo interior, como si se estuviese aproximando a un precipicio que aún no podía ver, pero que intuía estaba a punto de dejarle ante un vacío insondable.

Yoshida se sentó frente a él en la orilla del lago.

—No puedes ocultarte de tu destino, no puedes esconderte de ti mismo.

—¿Cómo saber cuál es mi destino? ¿Cómo encontrarlo?

—No te preocupes, el destino te busca incesantemente. Antes o después, tendrás que enfrentarte a la verdad.

David llevó su mirada hacia el agua ondulante.

—Todo esto es absurdo, un cuento para niños. He de reconocer que es realmente extraño, pero yo sé bien quién soy y de dónde vengo… —Hizo una pausa, y concluyó—: Y a dónde voy.

—¿A dónde vas?

—A morir.

—Todos nos dirigimos a la muerte. Escucha, el samurái no busca lo que desea ni lo que ama, tampoco huye de lo que odia o desprecia.

—Es difícil no querer tener lo que se ama o no tratar de evitar lo que no queremos.

—Hay dos caminos para alcanzar ese estado interior de conciencia y desprendimiento. El primero es largo y arduo, el segundo es corto y brutal. El primero depende de la voluntad, el segundo del destino. Ambos conducen al mismo lugar.

—¿Y qué lugar es ese?

—El lugar donde podamos comprender.

—¿Comprender? ¿Comprender el qué?

—Que el tiempo es la ilusión del ignorante.

—Pero yo estoy aquí, ahora.

—Estamos más aquí y ahora, pero no solo aquí y ahora.

El templo parecía inmerso en un lento silencio. David se detuvo en los escalones de la entrada a la galería que daba acceso al templo. Dentro no había puertas. Espacios abiertos, sin puertas ni barreras. Espacios, sin embargo, claramente definidos.

El templo de madera. La galería con columnas de cedro. David subió lentamente los escalones que daban acceso al templo. Un paso hacia fuera, el mundo exterior; un paso hacia dentro, el mundo interior.

Oishi estaba sentado en la sala de meditación. Se levantó y David lo siguió al rincón más apartado.

La sala del altar.

La fragancia suave del humo de incienso.

—¡Siéntate ahí hasta que recuerdes!

—¿Y si no logro recordar?

—Entonces, quédate hasta que mueras.

—¿Y qué hago mientras tanto?

—Solo siéntate. Nada más que sentarte.

David no sabía qué tenía que recordar, ni cómo, ni por qué. Si creían que así iba a recordar que él era Terasaka, le pareció un tiempo perdido, pero lo que sí le gustó fue la idea de quedarse allí hasta morir.

Morir, solo, en silencio, en la oscuridad de un lugar recóndito.

Recordar. Ah, si hubiese algo que recordar, quizá la vida tendría un sentido, un sentido que a él no se le mostraba ni siquiera un ápice.

Decidió sentarse y no levantarse hasta lograr una de las dos cosas.

Oishi dejó a solas a David sentado en la posición del guerrero.

Entrecerrar los ojos. La estatua de Buda.

El humo. La penumbra.

El silencio.

Primer día.

La mirada centrada en la llamita temblorosa, efímera, insignificante, perdida en un mar de oscuridad, tratando de sobrevivir, de dar luz a las sombras.

Respirar como había aprendido. Lenta, profundamente.

La luna iluminaba el monasterio.

Luz de luna llena. Fantasmagórica, irreal.

El roce de unos pies descalzos. El seco aroma de un cacillo con arroz.

Segundo día.

Respiración consciente. Fuego que quema las degeneraciones internas.

La voz lejana de los monjes:

«No hay milagros, la acción correcta es el milagro».

La presencia del guardián de la luna iluminada.

Tercer día.

Respiración consciente. Agua que purifica el alma.

Luna menguante. Suave, transitoria.

Un kimono hiende el aire. La vela renovada.

La voz opacada de los monjes:

«No tengo poderes divinos, la honestidad es mi poder divino».

Cuarto día.

Apenas luz en la sala. La lamparilla lanza pequeños destellos.

El roce de los pies de Yoshida. El cacillo de arroz.

Dejar los pensamientos partir. La mente en reposo.

La voz de los monjes:

«No tengo hogar, el tan tien es mi hogar».

Quinto día.

Silencio. Las voces de los monjes dejan de oírse.

Impregnarse de silencio. Inalterable.

La vela consumida. Morir.

Una tenue luz llega del mundo exterior.

Sexto día.

Todo es pura ilusión. Lo que creemos real y lo que creemos no real.

La mente no puede dirigirse en una u otra dirección, sino volverse hacia sí misma.

Los pensamientos son puros espejismos, mundos vacíos carentes de esencia propia y contenido real.

Séptimo día.

Estado profundo de concentración. La verbosidad ininterrumpida de los pensamientos cesó.

Por primera vez la mente escucha en su propio silencio.

Unas pequeñas campanitas de metal tintinean, tenues, en la suave brisa nocturna.

Octavo día.

Sintió la presencia del velo enmascarador de la realidad.

La mente en estado de concentración dejó de dirigirse a objeto alguno, libre de juicios y cavilaciones.

Cuando la mente no permanece sobre nada, aparece la verdadera mente.

La presencia de una conciencia intuitiva y absoluta impregnaba todo su ser.

Noveno día.

David sintió el eco de la simplicidad en su mente.

Todo le sonaba nuevo y a la vez cercano y conocido. El tenue sonido de los pies al deslizarse por la tarima de madera, el rumor seco de los kimonos, el tintineo de las campanillas, el incienso al quemarse, el humo hendiendo el aire. No eran sonidos, eran sensaciones, eran… recuerdos.

Décimo día.

Un ave entró en el templo. Revoloteó, curiosa, y buscó de nuevo la luz del sol.

David sintió la levedad de una pluma cayendo lenta, eterna, desde lo alto.

Separó la mano. Una mano libre de cicatrices. La pluma se posó levemente en su palma.

Entonces abrió con lentitud los ojos y se desprendió del velo que cubría su mirada.

Escuchó tras de sí la voz de Oishi.

—Sabemos muchas cosas, muchas más de las que sabe el común de los hombres. Tenemos por ello una gran responsabilidad hacia nosotros y hacia ellos. El uso correcto de lo que sabemos ampara, el uso erróneo destruye.

Al levantarse, David percibió que todo su cuerpo se movía alrededor de su centro vital, el hara. Sintió que no solo andaba sino que formaba parte de la misma tierra que pisaba, del aire que respiraba.