La prueba
Onodera estaba practicando con la espada y, como siempre, David se fijaba en todos los detalles de lo que hacía. Después, cuando pensaba que nadie le observaba, trataba de reproducir con exactitud lo que había visto.
Hara se acercó a él sigilosamente y le dio un golpe con su vara en el hombro. Cuando el joven esperaba una reprimenda por practicar sin permiso, le dijo:
—Baja los hombros, pon la espalda erguida, las piernas firmes y afiánzate con los pies en el suelo, expande los pulmones, concentra toda tu fuerza y tu energía en la parte baja del abdomen. Ahora coge la espada y repite el movimiento circular que has visto hacer a Onodera con cada uno de los brazos trescientas veces al día.
—Para dominar el arte de la espada hay que ser experto en más de trescientas técnicas diferentes —dijo Onodera—. Repetir la misma técnica trescientas veces al día durante trescientos días. Así hasta completar las trescientas técnicas.
—Pero eso supone…
—A poco que te descuides, unos trescientos años.
—Es imposible.
—No si en tus anteriores vidas has estado practicando.
David fue aprendiendo los diferentes grupos de movimientos para atacar, defender y contraatacar: golpe de dragón, golpe de trueno, golpe de rueda, barrido de bufanda, corte en cuatro, y muchos otros que lograban la unión del espíritu con el cuerpo y la mente.
Hara cogió una espada que descansaba en un soporte y se la dio. Una espada auténtica.
Era la primera vez que David cogía una espada de verdad entre sus manos. Había practicado durante mucho tiempo con el sable de madera, que pesaba y tenía el mismo tamaño que una espada real, pero aquello era diferente. Aun así, en cuanto la tuvo en su mano, notó que se fundía con él como si fuese una prolongación de sí mismo, como si hubiese practicado con ella toda su vida.
—Se empuña con ambas manos, y te colocas en ángulo recto con respecto a tu contrincante.
Sintió su fuerza, y cómo esa fuerza se concentraba en su curvatura. Un golpe podía partir cualquier hueso del contrincante.
—¿Un escudo no sería de utilidad en el combate?
—La espada tiene más resistencia que el escudo. Ella es el escudo. Sirve para atacar y para defenderse, para desviar un ataque y para asestar el golpe mortal.
En dos golpes, con un bastón de madera, el samurái le demostró lo que quería decir y le hizo perder el arma. Cuando iba a recuperarla, Hara le cerró el camino con su estaca.
—¿Crees que tu enemigo te dejará que la recojas?
—¿Cómo voy a combatir sin espada?
—Todo tu cuerpo es tu espada —señaló antes de atacarle de nuevo.
David retrocedió como pudo hasta que cayó al suelo, dolorido por los golpes recibidos.
—Tus brazos y piernas son espadas; tu mente, la flecha.
—Si se quiere vencer, no se puede luchar sin armas.
—El alma del samurái es su espada, pero el arma del samurái es su valor, y este no está en la espada, solo puede nacer y arraigar en el corazón. Si perdemos la espada o si se rompe, luchamos con lo que tenemos a nuestro alcance. Si no tenemos nada más que el cuerpo, esta es nuestra arma: los brazos, las piernas, los dientes… cualquier parte de nosotros se convierte en un instrumento para seguir combatiendo.
—Nuestro joven invitado —intervino Oishi al entrar en la sala viéndole en el suelo—. ¿Has aprendido mucho?
—Creo que sí, bastante.
—Vencer al cuerpo, someter al espíritu, entonces puedes vencer al adversario, puedes vencerte a ti mismo.
—Los fracasos nos ayudan a mejorar —dijo David—. Si caemos nos levantamos y…
—¡Calla! —gritó Oishi—. ¡Cesa el parloteo vacío!
David se quedó aturdido ante la respuesta del monje.
—No sabes de lo que hablas. Escucha. Quien cree que tras un fracaso tiene otra oportunidad, está perdido. Si crees que vas a tener otra oportunidad no pondrás toda tu alma en lo que haces. Si pisas en falso mientras vas al lago por el sendero del precipicio, caerás y te matarás. No tendrás otra oportunidad. Si en tu golpe no pones todo tu espíritu, tu contrincante acabará contigo y morirás. Y aun en las cosas en las que tu vida no está amenazada, mal llegarás a lograr algo de valor si crees que vas a tener otra oportunidad. Es esta y ahora la oportunidad, aprovéchala o muere.
El maestro salió de la estancia.
De pronto, David intuyó que aquel hombre le estaba mostrando algo sumamente valioso, y en vez de molestarse con él, puso toda su atención en lo que acababa de suceder.
Ceremonialmente recogió la espada del suelo y la dejó en el soporte, en su lugar. Se sentó a meditar, y comprendió.
No puede haber triunfo sin esfuerzo. Cuando uno empieza la práctica las dificultades aparecen constantemente y los obstáculos parecen infranqueables. Entonces surgen dos caminos. Uno, es el de las justificaciones: el esfuerzo es demasiado grande para la recompensa; ya tendré otra oportunidad; no puedo seguir luchando, he perdido la espada; si otros viven felices sin hacer esto por qué no voy a serlo yo. Pero hay otro camino. En ese camino se va viendo cómo la voluntad se fortalece conforme se avanza y el carácter se robustece; se adquiere confianza en uno mismo al comprobar cómo uno era antes y cómo es ahora. El examen del pasado da la exacta magnitud del avance conseguido, y lejos de vanagloriarse piensa que aún le queda mucho por lograr y que si se hubiese esforzado más, más habría logrado.
Aptitud, actitud, compasión y valor son las virtudes que unidas en una misma persona forman el camino del samurái. Puede parecer muy difícil que estas virtudes se puedan dar en una misma persona, pero mucho más difícil es ser inepto, perezoso, ruin y cobarde.
La aptitud es saber que se es capaz de hacer algo.
La actitud es saber usar la palabra y el silencio cuando es preciso, la acción y la no acción cuando se requiere.
La compasión reside en actuar en favor de todo ser.
El valor es no excusarse ante las dificultades.
Aptitud, actitud, compasión y valor nos llevan a aprovechar la única oportunidad de salvar nuestra vida, de salvar la vida de esa persona que en algún lugar del mundo espera ser salvada.
Al amanecer, el sol apuntó su luz entre las telas de papel de arroz.