Lo simple
David descendió por el costado de la montaña hasta llegar a un claro donde el cielo se abrió. Bajó los doscientos metros que separaban el monasterio del lago. En la orilla, sentado en la helada piedra arenisca, de espaldas, se encontraba Yoshida.
Al viejo monje le gustaba ir a pescar al lago, aunque estuviese helado. Luego preparaba a sus compañeros un manjar de arroz y pescado cocido.
El cuerpo de Yoshida era seco y duro como la piedra, pero lo que más llamaba la atención eran sus manos. Aquellas manos no parecían encajar en un cuerpo de un hombre de su edad, eran fuertes y grandes, las manos de un guerrero. Viendo la delicadeza con que cogía el hilo de pescar era sorprendente que pudiese cortar un grueso tronco de un golpe seco o que usase una espada como si fuese un juguete.
David se sentó junto a él y dijo:
—Oishi me ha hecho venir con la excusa de que te ayudase, pero en realidad supongo que es para que aprendiese algo.
—¿Crees que tengo algo que enseñarte?
—Seguro —dudó David.
—Adelante, pregunta algo.
—¿Cómo puedo alcanzar la serenidad cuando las circunstancias superan mi capacidad de conseguirlo?
—Mira el agua del lago, quiere mantenerse quieta y clara, pero el viento la agita y enturbia.
—Yo no soy el lago, y todo me agita y enturbia, no solo el viento. Incluso cuando me siento erguido a meditar, mi mente acaba vagando alocada y la respiración es aún más difícil.
—Ser consciente de tu caos interno te ayudará a regular tu mundo interior —dijo Yoshida—. Quien no traspasa ese umbral no puede llegar más allá. De todos modos, te diré uno de los procedimientos reservados a los samuráis —añadió—. Cuando uno no es capaz, a pesar de todo lo aprendido en el entrenamiento, de mantener la calma, puede humedecerse con saliva los dedos índice y corazón de cada mano y aplicarlos discretamente sobre los lóbulos de las orejas. Pero si tiene una de sus manos ocupada empuñando su espada, basta hacerlo con una, preferentemente la mano diestra. Esto tiene un efecto inmediato sobre su espíritu.
—Es algo muy simple, no parece que pueda ser tan efectivo como afirmas.
—El engreído desprecia lo simple y se pierde en lo confuso —dijo Yoshida—. Cuando escuches hablar a alguien que sabe más que tú de lo que estáis tratando, debes hacerlo con respeto y estar agradecido de tener la oportunidad de oírle. ¿Piensas que porque soy viejo no te interesa lo que digo y no debes tratarme con respeto?
A David le incomodó el que Yoshida hubiese podido pensar que no apreciaba lo que le decía.
—¡No! Te respeto, pero no creo que sea como dices.
—Crees que no crees. Escucha, cuando habla alguien de honda experiencia, el sentido de sus palabras no es el mismo que el de las de otro que no haya acumulado esa experiencia. ¿Cuántas veces oímos lo mismo una y otra vez, y un buen día de pronto esas mismas palabras resuenan con fuerza en nuestro interior como si fuese la primera vez que las oímos y nos impactan de tal forma que son capaces de transformar nuestra vida? De modo que escucha, escucha atentamente todo lo que digan los ancianos sobre lo que es correcto o lo que no lo es, aunque te parezcan obviedades; tu vida puede depender de ello.
David asintió.
—Mira, ¿ves esas grullas? —Yoshida señaló hacia el cielo con la punta de una flecha—. Suaves movimientos. Ágiles y elegantes. Bellas y fieras. Son los samuráis del viento.
A veces, Yoshida dejaba a su mente recorrer senderos poéticos, para enseguida volver a la realidad.
—Hay aves que emigran con el frío —prosiguió—. Estas permanecen todo el año en los mismos lugares, incluso en pleno invierno. Son fieles a los lugares. Hay gente que les dispara flechas para ver cómo caen y así leer su futuro. ¿Qué te parece?
—No lo sé —respondió David—. Me parece extraño.
—¿Aunque te lo diga un viejo como yo?
Dudó.
—Sí.
—Bien, una tontería es una tontería aunque la diga el hombre más viejo del mundo. El único futuro que veo cuando lanzo la flecha es que ese pájaro no volverá a volar.
David sonrió. Estaba a gusto con aquel hombre.
—Ahora hagamos lo que Oishi quiere. Por algo te ha enviado aquí. Eres joven y fuerte. ¿Crees que podrías derrotar a alguien que casi triplica tu edad?
—No lo sé —respondió David—. Supongo que sí. Con la espada seguramente no, pero en un combate cuerpo a cuerpo vencería quien fuera más joven y fuerte.
Yoshida se levantó y se situó frente a David. Hicieron una reverencia y comenzó el combate. David trató de derribarle intentando no causarle daño. Pronto vio que no iba a ser tan fácil. Se abalanzó sobre su adversario con todas sus fuerzas. Yoshida estuvo a punto de caer varias veces al suelo, pero cuando parecía derrotado se reponía y con sus manos fibrosas y ágiles conseguía alejar a su contrincante.
David, desquiciado, empleaba todas sus energías para derribarle, pero cuanta más fuerza empleaba, más parecía que Yoshida se recuperaba, hasta que con un suave movimiento este desequilibró a su oponente, que cayó al suelo cubierto de nieve.
Yoshida le tendió la mano para ayudarle a ponerse en pie.
—La mejor estrategia consiste en combatir como sabes. Cuando tratas de amoldarte a tu contrincante, la derrota está servida.
—Yo no sé combatir.
—Todos sabemos combatir de forma natural. Deja que surja y si eres derrotado es porque tu contrincante ha sido mejor, no porque hayas ido contra tu propia naturaleza. Crees que poniendo tu cuerpo en tensión vencerás. ¿No recuerdas cómo rompías cosas sin emplear toda tu fuerza? No hagas nada con el cuerpo: relájalo, sencillamente, y cierra la boca con firmeza. Lo demás vendrá solo.
—¿Así de fácil?
—Tanto como humedecerte una oreja, como relajarte y cerrar la boca con firmeza, como conocer el futuro de un ave cuando tensas tu arco.
Yoshida le dijo que recogiese unas ramas secas. Mientras tanto, él fue alrededor del lago. Arrancó un bambú, luego unos juncos. Sacó un cuchillo de su costado y preparó un arco con el bambú y usó el hilo de pescar para darle la curvatura perfecta. Las flechas las hizo con los juncos y les puso una punta de acero perforado para que silbasen en el aire.
El monje encendió una hoguera con las ramas secas que había recogido David.
—Creo que te gusta bañarte en el agua fría —dijo, y tras darle el arco y las flechas señaló el lago.
David se desnudó y entró en el agua. Sintió que el frío líquido le arañaba la piel. Al cabo de un instante empezó a temblar violentamente. Se había bañado otras veces en agua fría, pero nunca a temperaturas tan extremadamente bajas.
—Tensa el arco, pon la flecha y atraviesa a esa grulla —le indicó Yoshida, señalando ahora un árbol donde estaba posada la hermosa ave.
—¡Cómo!
—¡Dispárale!
David temblaba y apenas le fue posible poner la flecha en posición y tensar el arco.
—¡Dispara! —insistía Yoshida.
La mano le temblaba a causa del frío y de pensar en acabar con aquel animal indefenso que trataba de sobrevivir al duro invierno.
¿Qué sentido tenía? ¿Quería demostrar si era capaz?
La flecha salió, pero ni siquiera llegó cerca del árbol.
—¡Ahora dispara al tronco!
David tensó el arco. La flecha marchó, silbante, e impactó en el árbol. La grulla levantó el vuelo y se unió a sus compañeras en lo alto.
Salió del agua, y se abrigó.
—No está bien —dijo, refiriéndose a matar a la grulla.
—Lo correcto te da fuerza y te capacita para hacer lo que en otras circunstancias no podrías hacer. Lo incorrecto te debilita y te impide acertar en tu objetivo.
—No siempre es fácil saber qué es lo correcto.
—Para comprender lo correcto, es necesario primero conocer lo incorrecto —repuso Yoshida—. Respetar a todos los seres y a la propia vida facilita el que la mente se fusione con la naturaleza y podamos emplear los cinco elementos: tierra, agua, viento, fuego y vacío, para entrar en armonía con la vida, con todos los seres, con la naturaleza y con nosotros mismos. En este estado de paz interior, nos distanciamos de la maldad. —Hizo una pausa mientras los dos contemplaban el crepitante fuego, y añadió—: Escucha, debes asumir que el adiestramiento es continuo, sucede en todo lugar y en todo momento. No requiere maestro, pero eso deberás descubrirlo por ti mismo.
David, por su cuenta pero atento siempre a las indicaciones del anciano, aprendió a relajarse en el agua helada, a trascender el frío con la mente, a centrar esta a pesar del medio hostil, a diferenciar lo que está bien y lo que no, y a usar toda su energía en la dirección correcta.