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La integridad

La hora diaria de oración. Los rezos ofrecidos a los kami. Los monjes entraron en el templo.

En el recinto del monasterio había un amplio templo de madera de ciprés con el techo inclinado y delimitado por una galería con tres grandes pórticos. En su interior, el edificio estaba coronado por vigas cruzadas. Las paredes y columnas de madera iluminadas por tenues lamparillas de aceite creaban una atmósfera misteriosa.

—El rezo es una puerta a la meditación —le dijo Hara.

—¿Por qué rezar? —quiso saber David—. ¿A quién?

—Buscamos la iluminación dentro de nosotros mismos a través de la meditación, no de la adoración a un dios. Ofrece los rezos a los kami, a los antepasados o a quien quieras, pero reza.

Aunque David no dirigía a nadie sus rezos, repetía las mismas letanías:

No tengo espada, mi mente en calma es mi espada.

No tengo enemigos, el descuido es mi enemigo.

Cruzó la estancia, esperó una señal del maestro y se sentó frente a este en el suelo, separados por una mesa baja. Los dos hombres permanecieron en silencio, mirándose a los ojos, hasta que Oishi dijo:

—Antes de hablar es mejor guardar un momento de silencio.

Sobre la mesa, una tetera y dos tazas.

Ceremoniosamente, Oishi vertió el té en una de las tazas. A continuación cogió esta entre las manos y con parsimonia se la ofreció a David. Un instante después le preguntó cortésmente:

—¿Podrías decirme quién eres?

La pregunta era sorprendente, porque, hasta ese momento ninguno de aquellos hombres le había preguntado nada de él. David trató de detallar quién era. Empezó hablando como pudo en japonés, pero al momento sin darse cuenta lo hizo en su propia lengua. Cuando se percató, trató de volver a cambiar de idioma, pero Oishi le hizo un gesto de que siguiera. Como no había notado ningún cambio en su expresión, David ignoraba si podía entenderle y en qué medida.

Oishi permanecía con el rostro inexpresivo, hierático, con la mirada fija en los ojos del joven, silencioso, quieto.

David habló lentamente durante un buen rato. Habló de su vida, de lo que había hecho, de su niñez, de su juventud, de sus estudios, de sus éxitos y fracasos, de su matrimonio, de su hija. Ya que tenía la oportunidad, lo hizo con detalle, con minuciosidad, sin ocultar nada importante de lo que recordaba y sentía.

—Yo aún recuerdo el olor de mi casa cuando era niño; es el perfume del cerezo en flor —dijo el monje—. No me has contado a qué huele tu casa, tu jardín, tu pueblo.

David escuchó las palabras fuera de toda lógica de Oishi y de pronto sintió la necesidad de que lo que decía, sus pensamientos, sus gestos y miradas tuviesen sentido y fuesen dignos. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—La parte baja de mi casa tiene el olor del césped recién cortado —dijo. Hizo una pausa, emocionado, y añadió—: Arriba huele a niña.

Cuando David esperaba que Oishi reaccionara como era habitual en él, soltando uno de sus violentos gritos, el monje dijo, comprensivo:

—Es un buen olor.

—Sí, lo es… Lo era. —David seguía sumido en el dolor y la confusión—. No sé qué hacer, ni cómo actuar. ¿Cómo puedo saber qué debo hacer?

—Aparta las nubes. Aparece el camino. —Oishi hizo un ademán con sus rudas manos, como si apartase con un movimiento suave unas nubes imaginarias—. Cuando tengas dudas acerca de cómo actuar, dispón la integridad en primer lugar y luego haz lo que tengas que hacer. ¿De qué otro modo podríamos actuar? La integridad son los pétalos de una flor, que nos muestran el camino correcto mientras sopla el viento.

David guardó silencio.

—Reconocer la integridad requiere recorrer un largo camino y acceder a la sabiduría interior —añadió Oishi.

—¿Y cómo lograr acceder a esa sabiduría?

—Hay muchos caminos, uno de ellos es escuchar a otros, a quienes han alcanzado esa sabiduría para a su vez nosotros recordar.

—¿Recordar? Será aprender, ¿no?

—No hay nada que descubrir, todo se halla en nuestro interior, solo debemos recordar lo que está aletargado en nuestra conciencia. Es el engreimiento lo que hace suponer que hemos hallado algo nuevo. El trabajo que hacemos aquí día a día sobre nosotros mismos no es para desarrollar nuestro carácter, sino para revelarlo.

Las palabras de Oishi caían sobre el alma de David como fina lluvia sobre campo abonado.

—De la misma forma debemos mantener el mayor respeto hacia nuestras palabras —prosiguió el maestro—. No hay que emplearlas sin más. La mayor prueba de respeto es no utilizarlas si se puede estar callado. Y cuando no haya más remedio que usarlas ha de hacerse de forma precisa, clara y serena. —Bebió lentamente el té de su taza, y luego dijo—: Ha sido una buena charla. Es bueno esperar en silencio antes de separarse. Después ve al lago y ayuda a Yoshida.

Al cabo de un rato, el maestro se levantó y salió de la estancia.