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La tempestad

Pasó el tiempo. Cuando su trabajo se lo permitía, incluso en los días más fríos, David descendía a través del sendero que bordeaba la montaña. Allí permanecía durante horas en la orilla. A veces tocaba la flauta y otras contemplaba la bruñida superficie del lago. Dejaba que su mente descansara en ella, en sus leves ondulaciones, en el viento que serpenteaba entre el agua y su mente. Luego, se desnudaba y se bañaba.

Un día, mientras estaba sentado en la piedra blanca, se levantó un fuerte viento y el cielo del atardecer se oscureció. Su primer impulso fue regresar al monasterio, pero siguió con su costumbre. Se desnudó y entró en el agua.

El lago medio helado se movía al ritmo de la tempestad. El agua azotaba su rostro y el cielo se iluminaba con el espectáculo de los rayos. Oscuridad y rayos. Aquello de lo que sus padres trataban de protegerle.

Susanowo, el dios de la tempestad, estaba enojado. Como siempre, entre viento, rayos y agua encrespada, desbarataba lo que su hermana Amaterasu, la que brilla en los cielos, ordenaba.

En ese escenario apocalíptico, sus pulmones se abrieron de pronto y el aire penetró en ellos con fuerza. Notó que se expandían en toda su plenitud, que se abrían al mundo y a él mismo.

Aquella bocanada fue la primera en que realmente sintió que respiraba no solo con los pulmones sino con todo su cuerpo. Quizás al nacer también hubiera sentido esa misma sensación de plenitud, pero no lo recordaba. Lo que sí recordó fueron las palabras de Sara: «Hay un mundo de luz, existe la claridad dorada de la aurora, flores de infinitos colores, un mar azul que la vista no puede abarcar y tantas estrellas en el firmamento como gotas en el rocío. Hay música cautivadora, olores seductores y tactos suaves. Hay más personas como tú, que viven, que respiran, que sienten y que aman».

David miraba al cielo y solo veía oscuridad, miraba en su interior y solo había dolor, y aquellos hombres del monasterio no parecían amar ni sentir emoción alguna. Pero de lo que estaba seguro era de que Saigo tenía razón: aquella mujer, Sara, era un samurái, una seguidora del camino del guerrero. David empezó a darse cuenta y a recordar a todas las personas que le habían ayudado a lo largo de su vida, unas conscientemente, otras sin saberlo. Pero gracias a todas ellas estaba en ese momento allí, sumergido en aquel lago perdido en medio de la nada.

David no supo si agradecérselo o maldecirlos por ello. Sin pensárselo, empezó a repetir una de las oraciones que oía recitar a los monjes y con la que se sentía muy identificado.

—Carezco de espada, mi desinterés por mí mismo será mi espada.

A veces, cuando arreglaba la sala de adiestramiento, se paraba ante la espada de Terasaka. Parecía ligera, afilada y flexible. La creación de una espada como aquella era una labor de alquimia, en la que la pericia del maestro forjador no era nada si no poseía armonía interna. Por eso la forjó un gran artista y experto maestro armero investido con un hábito blanco, como símbolo de purificación. Después de varios días en estado de meditación y purificándose con abluciones de agua fría, el maestro armero fue inspirado y asistido por los mismos espíritus, los kami. Fuego, agua, un yunque y un martillo fueron sus aliados.

La espada es el arma favorita del samurái. No es solo un arma, una herramienta de muerte o un símbolo de poder, es un instrumento mágico. Y como toda magia puede ser benéfica o maléfica, según la personalidad de quien la empuña y de quien la forja. La espada se impregna de las vibraciones de ambos. ¿Cómo habría sido aquel samurái al que llamaban Terasaka?

En cuanto anochecía se encendían cuatro fuegos, uno en cada una de las direcciones cardinales. Varios hombres permanecían de guardia junto a ellos. Mientras tanto, el resto dormía en el monasterio, en el suelo, sobre unas esteras, o entraban en el templo a orar y meditar.

David regresó agotado del lago y se tumbó en su estera. Justo en el momento en que entró Hara.

—¡Sígueme!

Bajo la lluvia, llegaron hasta el templo. Siguiendo el ejemplo de los demás se descalzó y se sentó en el lugar que le indicó Hara. Estaban sentados en el suelo a lo largo de las paredes. Miró sus caras y vio sus semblantes inexpresivos y las miradas al frente.

En el silencio del lugar solo se oía el sonido de las campanillas de la entrada. Oishi hizo acto de presencia en la estancia. Tras la reverencia, deslizó suavemente los pies sobre la pulida madera hasta llegar al lugar preferente. Se sentó. Al instante se sumió en un estado de meditación y recogimiento.

David se sentía complacido de que le hubiesen permitido entrar en el templo y participar en las meditaciones y oraciones. Pero en el fondo estaba desubicado, no solo en aquellas prácticas sino en general en lo que hacía, en lo que esperaban de él.

Sin que nadie se lo explicase, tal como veía hacer a aquellos hombres, David se sentó en la tarima con las piernas cruzadas, la cabeza apuntando al cielo y las rodillas empujando a la tierra, el mentón recogido, la espalda recta y la mano izquierda reposada sobre la palma de la mano derecha con los pulgares en contacto y las dos manos junto al abdomen. Instintivamente cerró los labios y la punta de su lengua tocó el cielo del paladar justo detrás de los dientes. El cuerpo relajado, los ojos entornados, la mirada posada justo enfrente a poca distancia sin fijarla en objeto alguno.

En ese instante, David experimentó un sereno gozo interno. Su mente estaba calmada, en su lugar. Estaba profundizando en sí mismo. Por primera vez en su vida entendió lo que significaba meditar. Y después de mucho tiempo tuvo un momento de paz.