10

La jaula celeste

Pasaron los meses. La primavera se adivinaba y ya no era necesario agujerear el hielo para sacar agua.

Hara apareció en silencio y de improviso, como era habitual en él.

—A partir de mañana ve al recinto de prácticas. Déjalo bien ordenado, limpia el suelo, recoge la ropa y lávala.

Amaneció. David empujó la doble puerta que daba acceso a un amplio espacio sin apenas vigas y con el suelo de madera pulida.

Al entrar, esperaba ver a jóvenes ejercitándose, pero se encontró con que había monjes de diferentes edades. Adolescentes y ancianos hacían sus prácticas. David había visto a los hombres más viejos muchos días por el monasterio, pero allí parecían transformarse. Sus movimientos eran enérgicos y seguros, nada de lo que pudiera deducirse la avanzada edad que tenían.

Cada día, veía entrenarse a los ancianos con la misma destreza y agilidad que si fuesen jóvenes. Eran expertos en diferentes artes marciales y especialmente en el de la espada, aunque rara vez les veía utilizarla delante de él. Usaban una especie de espada de madera de similares características a una espada real.

Algunos usaban un peto protector para amortiguar los golpes en el pecho y un tipo de casco con una especie de visera que impedía que el sudor llegara a los ojos y una protección para resguardar la parte posterior del cuello, pero la mayoría solo llevaba un sencillo kimono.

Aunque a veces oía el sonido metálico de los sables al chocar unos con otros, Hara no le permitía quedarse a observar el entrenamiento de los monjes con armas de combate.

Durante meses David no hizo otra cosa que rastrillar la arena del patio, fregar y pulir las tablas del suelo de la sala, recoger y limpiar los palos, las estacas de madera y demás implementos que los hombres usaban en sus sesiones de entrenamiento.

Varias veces David intentó contar a aquellos hombres por qué estaba allí, pero en cuanto lo intentaba lo interrumpían, giraban sobre sus talones sin mirarlo siquiera y seguían con sus quehaceres.

Cuando acababa sus tareas de limpieza, David se dedicaba a cortar troncos para hacer leña y acarrear pesados cubos de agua desde el pozo hasta el edificio. Poco a poco comenzó a recuperar su estado físico e incluso sentía que jamás se había encontrado tan en forma. Hasta las cicatrices causadas al tratar de sacar a su hija del coche en llamas parecían menos profundas y extendidas. Pero él no quería que desaparecieran y se las frotaba con fuerza y se pasaba un palo puntiagudo por las de las manos para no olvidar su objetivo de morir.

Cuando nadie le veía, cogía una espada de madera y practicaba los movimientos que observaba hacer a los monjes en sus ejercicios.

Un día vio salir del edificio a uno de los monjes. Era uno al que los demás trataban con especial y profundo respeto. David pensó que quizá se tratara del maestro principal del monasterio.

David le preguntó a Hara quién era.

—Es el maestro Oishi Yoshio.

Al oír aquel nombre, David sintió algo extraño en su interior, una mezcla de alivio y alegría como jamás había experimentado, pero enseguida se puso en guardia. Ese nombre, al igual que el de Hara y el de Yoshida, se mencionaba en el manuscrito de Terasaka. Era sorprendente. ¿Otra casualidad? ¿Acaso se trataría de nombres comunes en Japón, o sencillamente los usaban como un modo de honrar su memoria?

El hombre al que llamaban Oishi pasó por su lado, vestido con un kimono negro. Ni siquiera le dirigió una mirada, pero David no pudo dejar de admirar su paso lento y seguro, su pisada firme y digna mientras recorría el recinto. Iba en silencio, sin hacer comentario alguno, observando atentamente lo que hacían unos y otros. Siguió su recorrido y al salir del recinto todos le hicieron una respetuosa reverencia.

Durante todo el tiempo desde que llegó ninguno de los monjes rio o sonrió, lo cual a David le resultaba muy conveniente, pues no tenía ningún deseo de volver a sonreír o reír jamás.

Una tarde, mientras limpiaba la sala de adiestramiento antes de que los hombres entraran, le dijo a Hara, mirando hacia donde se alineaban en unas repisas varias espadas:

—Me gustaría aprender a usar una de esas.

—No hables de lo que no conoces. ¿Sabes lo que es eso? —preguntó Hara señalando un soporte donde había una antigua espada samurái junto a una armadura de color negro.

—Una espada muy hermosa.

—La espada de Terasaka permanece sin que nadie la use desde que murió siendo un anciano, incluso desde mucho antes, cuando cambió la armadura por el hábito.

Una espada en una funda negra. Una empuñadura negra. Una armadura negra. La espada y la armadura de Terasaka.

—¿Nadie la usa?

—No se te ocurra tocarla, ni siquiera limpiarla, y no vuelvas a entrar en esta sala. Haz solo lo que se te diga. Eres un invitado y debes regirte por las normas de la casa que te ha acogido.

—Bien —se limitó a decir David, un tanto decepcionado y confuso.

—Sigue ocupándote de mantener la limpieza del patio y de las dependencias que se te han asignado.

El tiempo pasó, David no cesaba de trabajar duramente. En verano el calor del sol de la montaña le abrasaba y el frío del invierno le helaba las manos.

La primavera estalló en todo su esplendor, los árboles descarnados del invierno se cubrieron de perfumadas flores y todo alrededor de David cobró vida.

Un día, cuando hacía sus quehaceres rutinarios, Hara le dijo que le siguiese. David entró en el recinto privado de Oishi Yoshio.

Estaba casi vacío, apenas equipado con muebles sencillos. Un tatami recubría el suelo, una mesa baja, un portafolio y un juego de té de diseño simple presidían el centro de la dependencia. Una pared estaba abierta a un pequeño y cuidado jardín. Algunas piedras, rocas, flores y árboles creaban un hermoso espacio propicio al recogimiento.

—Desde hoy vendrás una vez a la semana a limpiar el dormitorio y la sala del maestro.

Oishi no estaba presente cuando él limpiaba, y eso le permitía estudiar un poco el lugar, el dormitorio, la sala de meditación y el pequeño jardín. En el cerezo en flor que presidía este último, el maestro Oishi Yoshio tenía una jaula en la que se refugiaban aves de distintas clases. En efecto, para su sorpresa comprobó, extrañado y conmovido, que la jaula no tenía la puerta abierta y las aves iban y venían a su antojo, libres de decidir.

Uno de esos días, al entrar en la sala privada de Oishi, David tuvo que entornar los ojos debido al deslumbramiento del sol del mediodía que penetraba por la parte trasera abierta al patio. Esperó a que sus ojos se acostumbrasen al contraste entre la luz cegadora y la atmósfera sombría de la habitación.

Fue un instante, movió la mano y abrió el portafolio. Símbolos, ideogramas, trazos pintados en tinta negra, uno debajo del otro. Fue suficiente para percibir el alma de aquel hombre.

En ese momento, la voz de Oishi Yoshio recitó un poema. Sobre un pergamino iba desgranando los símbolos con una delicada caligrafía.

Hoy he pintado un lienzo:

Un ave volaba hacia el firmamento cantando de gozo.

Tanta dicha sentí que quise retenerla,

Y pinté una jaula y el ave dentro.

Oí que el ave ya no cantaba,

Y le pinté la jaula de oro.

Luego, al ver que seguía tan triste, pinté una puerta,

Para que supiera que algún día podría ser libre.

Al comprender que su tristeza no cedía,

Dibujé la puerta abierta.

El ave voló gozosa hacia el firmamento,

Y la jaula se desvaneció con la aurora.

En un lateral de la sala, en el rectángulo de luz que entraba por la pared abierta al jardín se recortaba la silueta de un hombre sentado con las piernas cruzadas frente a la mesa baja. Su única indumentaria era un sencillo kimono blanco que llevaba abierto dejando ver una especie de taparrabos de lino. Estaba escribiendo con pincel y tinta, y aunque recitó su poema en voz alta, parecía tan absorto en lo que hacía que David dudó si habría caído en la cuenta de su presencia.

—En realidad, las jaulas no se construyen para cerrarlas sino para abrirlas. Es su fin último. Ninguna jaula permanece cerrada por siempre.

Estaban a poca distancia el uno del otro. El kimono blanco, los cabellos negros que caían sobre los hombros. Oishi se puso lentamente en pie y se volvió hacia el joven. De algo más de cuarenta años, el maestro era mucho más fornido y alto de lo que parecía cuando estaba sentado en el suelo.

—Sé bienvenido.

Se acercó a la galería que daba al jardín. Se detuvo a inspeccionar la jaula y a comprobar que la puerta estuviese suficientemente abierta.

—Si encierras a un ave, el día que pueda escapar jamás volverá. Si dejas la puerta abierta, una vez que entra, si lo desea regresa.

David sintió la delicadeza del alma de Oishi Yoshio, que se manifestaba en su tarea de acoger a las aves y cuidarlas, en su fina poesía y en el arte de la caligrafía que atesoraba.

El joven pensó que había llegado el momento de poder sincerarse.

—¿Puedo hablarte?

—Habla.

—¿Sabes por qué estoy aquí?

—Porque has logrado llegar.

—Sí, claro, pero por algo más.

—Porque hemos dejado que te quedes. Eres nuestro invitado.

David calló un instante mientras sentía que se le hacía un nudo en la garganta, y finalmente dijo:

—Y también porque mi familia murió…

En ese momento, cuando la emoción del recuerdo embargaba al joven, el maestro exclamó:

—¡Shiii…! ¡Shaaa…! —Y salió de la estancia.

El monje siempre actuaba con serenidad y hablaba con voz tranquila, pero en aquella ocasión la violencia de su actitud y de su voz dejaron a David totalmente aturdido.

No entendía lo que había sucedido. Se sintió indignado. Cuando por fin, después de tanto tiempo, se consideraba preparado para hablar por primera vez y abrir su corazón a aquel hombre a quien tanto respetaba, este le despreciaba de forma brusca y desconsiderada.

Tan irritado estaba David, que decidió marcharse al día siguiente. En cuanto amaneciese abandonaría aquel lugar y a aquellos hombres insensibles e insolentes.

Por la noche, mientras esperaba a que amaneciese para emprender la marcha, a la luz de una pequeña mecha David abrió su manuscrito secreto.