Un tiempo lento
El invierno se acercaba y cada vez hacía más frío.
Desde el patio se veía que el monasterio estaba rodeado de agrestes montañas que lo protegían. Solo se podía acceder a la parte delantera desde una profunda quebrada. Por sus intrincadas laderas había ascendido David hasta llegar a la pequeña meseta que conducía al frágil puente. Tras cruzar la caída que este salvaba, se accedía a una explanada que conducía al monasterio.
El puente era el único acceso para llegar al monasterio. Los laterales eran paredes verticales y por detrás un sendero boscoso, por el que apenas podía andar una persona, llevaba a un pequeño valle rodeado de montañas inaccesibles, que protegían el monasterio de los fríos vientos del norte.
David lo descubrió a unos doscientos metros más abajo del monasterio. Bajó por el sendero. A un lado, la pared de la montaña; al otro, el vacío. Echó a andar a la sombra de frondosos árboles. Solo se detuvo cuando de repente la vegetación se abrió para dejar ver un pequeño lago encerrado entre paredes verticales y bordeado de piedra lisa y suaves rocas blancas.
Pequeñas y frágiles ondas llegaban a la orilla silenciosamente, como si temiesen despertarla. Se desnudó y entró en el agua, que resbalaba suavemente por su piel. Cerró los ojos. Los rayos del sol se filtraron entre sus párpados y sintió su calor penetrando en su piel a través del fluido traslúcido. Era una sensación perturbadora: frío y calor, ambos unidos pero sin dejar de ser frío y calor.
Agua como un bálsamo.
Sumergido totalmente, sintió los rayos del sol tratando de llegar hasta él. Los sentidos apagados, los oídos amortiguados, los ojos cerrados. En ese estado de abstracción, oyó una voz grave y pausada que le decía:
—Vete, aún estás a tiempo. Y no regreses jamás.
No abrió los ojos. Dejó que el tiempo pasara, sin necesidad de respirar, hundido en un lago perdido. Un tiempo lento cruzó su mente en suspenso. Podría haber seguido allí, hundido en esas aguas olvidadas del mundo, sumergido en un tiempo inexistente, y morir o no morir, permanecer allí eternamente, apartado de todo, de todos y de sí mismo.
Unas campanitas de metal tintinearon, tenues, en la suave brisa de su mente.
Su piel sintió que el sol ya no lo buscaba.
Una bocanada de aire llenó sus pulmones.
Había anochecido. Salió del agua y regresó al monasterio.
El lago se heló.
Una mañana, cuando David aún estaba acurrucado en su caja rellena de paja intentando conservar algo de calor, la puerta que daba acceso al interior de uno de los edificios se abrió y oyó una voz atronadora:
—¡Trae agua del pozo!
Sorprendido, David fue rápidamente al pozo. Al acercarse con el cubo lleno de agua, vio al monje que noche tras noche había salido del monasterio a vigilar el puente. Estaba de pie bajo el dintel de la puerta. Fornido, serio, no muy alto y de unos cincuenta años, vestía un sencillo kimono grisáceo que parecía fusionarse con su cabellera larga y abundante.
Con voz autoritaria y grave, le ordenó:
—¡Hazlo cada mañana al amanecer!
Cuando quiso decir algo, el monje se había vuelto y estaba cerrando la puerta a sus espaldas. Esas fueron las primeras palabras que David oía en mucho tiempo.
Se sintió reconfortado, lo cual podía parecer absurdo tras ser tratado tan mal. Pero la realidad era que, aun cuando había perdido la esperanza de saber si en ese lugar podían indicarle algo sobre los samuráis y su forma de morir, ahora veía una posibilidad de descubrir qué pasaba allí. Además, si no hubiesen dejado la puerta abierta a esas horas habría muerto, y si bien eso era lo que David precisamente habría querido, algo le había impulsado a entrar como fuera.
El frío arreció. Todas las mañanas, poco antes de que amaneciera, David iba al pozo. El agua se había congelado, pero él descendía trabajosamente hasta donde estaba la capa de hielo y, con un punzón y enorme esfuerzo, la agujereaba. Allí abajo hacía un frío tremendo. Con la poca ropa que llevaba, David salía aterido de aquel lugar húmedo y glacial.
Cada día, luego de dejar los pesados recipientes llenos de agua junto a la puerta que le había indicado el monje, David barría y adecentaba la parte del monasterio a la que podía acceder.
En una ocasión, de nuevo apareció el monje y le hizo un ademán de que lo siguiese al interior del edificio.
—Soy Hara, me llamarás Hara. Cada día, cuando los hombres no estén, limpiarás esta estancia —le dijo señalando una zona que ocupaban varios ancianos—. Cuando regresen de sus tareas, saldrás.
Ninguno de los hombres lo miró siquiera. Por sus atuendos también parecían monjes, pero algo no cuadraba en esa descripción. Se les veía tranquilos, con movimientos relajados, aunque algo en ellos resultaba perturbador.
El rostro de aquellos ancianos estaba surcado por profundas arrugas, pero sus miradas estaban llenas de fuerza y vigor, especialmente la de uno de ellos al que llamaban Yoshida.
Después de limpiar la estancia, arrodillado, David fregaba todas las baldosas, una por una, hasta dejarlas relucientes. Como recompensa por su duro esfuerzo, le dejaron dormir en una sala anexa a la de los viejos monjes, donde guardaban utensilios diversos y armas de madera.
Al llegar a su alojamiento, los monjes se quitaban las espadas y hacían un sencillo ritual. Mientras dormían tenían su espada junto a ellos, al alcance de su mano, incluso debajo de la almohada o en su propia mano.
A pesar de esa insólita situación, David ponía gran empeñó y atención en todo lo que hacía, aunque nadie se lo agradecía, sino más bien todo lo contrario, de hecho ni le miraban. Ninguno de aquellos hombres le hablaba, ni siquiera el monje que le daba las órdenes contestaba a sus palabras, ni permitía que le preguntase.
Todos los días veía a los ancianos monjes dirigirse a un templo desde donde le llegaba el sonido de sus voces mientras oraban. El monasterio constaba de un patio de entrada, el edificio principal, la zona de dormitorios, el comedor, la sala de adiestramiento y, detrás, el gran patio de prácticas. Al fondo, pegado a la pared vertical de la montaña, se hallaba el templo.
Desde el ventanuco de su estancia veía la entrada del templo. Unas pequeñas campanillas de bienvenida se movían bajo el influjo de una ligera brisa que les arrancaba un melodioso sonido.
Aquel sonido. El agua del lago. La mente sumergida. La llamada. Un tiempo lento.
Vio a un numeroso grupo de monjes entrar en el templo. Iban vestidos con un kimono de gruesa tela de cáñamo y se descalzaron al entrar.
Sus voces le llegaron a través de las paredes.
Mi energía es la honradez.
Mi medio es la enseñanza.
Mi fuerza es el trabajo sobre mí mismo.
Mi táctica es mi vacío.
Mi camino es la plenitud de mis prácticas.
Mi armadura es la benevolencia.
Mi castillo es mi mente.
Mi no mente es mi espada.