8

El cerrojo

Llovía. Era el inicio de la época de lluvias. Durante varios días la lluvia no cesó de caer sobre David, que al menos pudo abrir la boca y dejar que algo de agua bajase por su garganta reseca.

Estaba seguro de que detrás de aquellos muros había gente, personas que sabían que él estaba allí, aunque seguramente ignoraban que su estado de salud era delicado y que no tenía nada para beber ni para comer. Probablemente esperaban que se cansara y se fuera. Pero David no tenía fuerzas para ir a lugar alguno, ni ningún lugar al que ir. Se encontraba enfermo y había llegado al límite de su resistencia física y moral.

Dejó de llover. Tumbado en el suelo con la cabeza apoyada en la mochila, vio entre la cremallera entreabierta la flauta de su pequeño guía. Acercó los labios y apenas tuvo fuerzas para arrancarle un débil sonido. Junto a ella estaba el folio en que el abad de Kisshoji había escrito el mensaje de Terasaka: «Puede que mañana el sol no te encuentre, pero no puedes ocultarte de tu destino, no puedes esconderte de ti mismo».

¿Ocultarse? Sonrió. Ahora solo quería dejarse morir. Ese era su destino. Tanto andar para, simplemente, lograr lo único que anhelaba: morir. Quizá no fuese como él había pensado, pero qué más daba, se decía.

Conforme David había ido leyendo el manuscrito sentía que lo que leía le resultaba extraordinariamente familiar. Aquellas palabras resonaban de forma muy especial en su interior, pero ahora daba igual, porque estaba a punto de morir. La fiebre le quemaba las entrañas y su cabeza parecía a punto de estallar.

Al atardecer volvió a oír las voces guturales. Parecían rezos. Aguzó el oído cuanto pudo.

Carezco de padres, el cielo y la tierra serán mis padres.

Carezco de hogar, la conciencia será mi hogar.

Carezco de vida y muerte, la respiración será mi vida

Y mi muerte.

Al oír aquellas palabras David pensó que tal vez estuviera desvariando y que solo existían en su mente febril. De todas formas, a su manera, las hizo suyas. Él tampoco tenía padres ni hogar, y en unas horas ni siquiera vida. Allí tirado en la dura y húmeda tierra, mirando al cielo, sin más conciencia que la de desear la muerte y poder dejar de respirar.

Anocheció. El cielo seguía encapotado, pero no llovía. Aun así, la oscuridad era total. La luna negra regía el firmamento.

David, en su delirante estado, oyó girar una llave en la cerradura de la puerta. Entre los vahos que parecían poblar su mente vio salir a un hombre de estatura media, que por su ropaje debía de ser un monje. Pasó por su lado como si no existiese. Ni siquiera lo miró, solo su negra sombra se deslizó sobre él. David trató de levantarse, pero solo consiguió mover el brazo y gesticular. Intentó gritar, pero la garganta resecada por la falta de agua le impidió balbucir siquiera para llamar su atención.

El hombre se situó junto al puente. Permaneció de pie hasta el amanecer, inmóvil, vigilante. Después, poco antes de que la luz del sol se deslizase entre las nubes, regresó al interior del monasterio y cerró la puerta con un pesado cerrojo.

De nuevo oyó las voces:

Carezco de riqueza, la comprensión será mi riqueza.

Carezco de talento, la agudeza será mi talento.

Carezco de cuerpo, la resistencia será mi cuerpo.

Pero la resistencia de David había llegado a su fin.

Al anochecer, David oyó de nuevo girar la llave en la cerradura y vio salir al mismo hombre de antes. Pasó de nuevo junto a él, que apenas podía farfullar, e hizo lo mismo de la vez anterior. David observó que llevaba una espada en el cinto. Aquel hombre no parecía percatarse de su presencia, ni siquiera cuando pasó aún más cerca de él al regresar y cerrar la puerta a sus espaldas.

Un atardecer más. Las voces.

Carezco de valor, mi desapego por la vida será mi valor.

Carezco de amigos, aquellos a quienes ayude

Serán mis amigos.

Carezco de proyectos, coger cada ocasión al vuelo

Será mi proyecto.

La tercera noche, la actitud del monje fue la misma: de pie, sin inmutarse, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada, alerta, como si vigilase el puente y la llegada de algún peligro. Ni una sola vez miró hacia donde estaba David. Era como si supiera que el peligro no podía provenir de este.

Al amanecer, cuando en el cielo se insinuaba entre nubarrones una pequeña luna creciente, el hombre volvió a entrar en el monasterio. En su mente aún resonaba la última plegaria: «Coger cada ocasión al vuelo será mi proyecto».

Pasó un buen rato antes de que David se percatase de que no había oído el ruido de la llave en la cerradura. Hizo un gran esfuerzo para volver la cabeza hacia la puerta y ver que estaba entreabierta. Tardó varios minutos en atinar a entender lo que pasaba. Se arrastró como pudo y, tras varias horas de titánico esfuerzo, lo logró. Sin levantarse, empujó la puerta, cuyos goznes se quejaron al abrirse hacia el interior del monasterio.

Ante él, un gran patio lleno de hojas y polvo. Junto a la puerta, una escoba. En el centro vio un pozo. ¡Aquello significaba agua, agua!

Alcanzó la escoba y, usándola como improvisado bastón, logró a duras penas ponerse en pie. Como pudo llegó hasta el pozo. Vio un cubo con agua. Ávidamente bebió hasta que un acceso de tos se lo impidió. Se sentó junto al pozo, jadeante, apoyado contra la pared de piedra.

Durante un rato estuvo esperando a que alguien apareciera, pero no detectó el más mínimo movimiento. Cuando estaba pensando en echarse de nuevo al suelo, recordó una frase que había leído al azar en el manuscrito: «No te rindas jamás, ni siquiera cuando te sientas derrotado».

Tuvo una inspiración: tenía que barrer aquel patio. Los rezos acudieron de nuevo a su pensamiento: «Aquellos a quienes ayude serán mis amigos». Sí, era un pensamiento absurdo de una mente agotada y delirante, pero le pareció que era lo que tocaba hacer, una especie de tácito acuerdo.

Cogió la escoba y durante horas, lentamente, barrió el recinto a pesar de que constantemente estuvo a punto de desmayarse. Cuando acabó, vio que no había hecho un gran avance ya que la escoba le había servido para no caer más de una docena de veces que para barrer.

Sobre el soporte de una ventana cerrada con dos gruesos postigos de madera vio una escudilla. David se acercó a ella y, muy despacio, comió una pequeña parte del arroz que contenía. Bajo el techado de una galería, encontró un cajón lleno de paja seca. Como pudo se metió dentro. Durmió profundamente.

Poco a poco, se fue recuperando, y los siguientes días los dedicó a limpiar a fondo el patio, e incluso arregló algunos desperfectos de los muros con el barro que hizo con tierra y un poco de agua del pozo.

Todos los días encontraba el platillo con comida en el mismo lugar, incluso le dejaron unos calcetines blancos, unas sandalias de cáñamo y un kimono de grueso cáñamo, pero nadie salió al patio, ni siquiera a vigilar el puente por las noches. Aunque cada atardecer seguía oyendo los rezos de los monjes.

Carezco de fuerza divina, la honradez será mi fuerza divina.

Ese fue el único signo de vida que percibió. Aquellas voces. Aquel silencio.

Aprovechaba sus ratos de descanso para practicar el japonés con el manuscrito de Terasaka. Lo leía despacio, con fruición. Aquella antigua historia le fascinaba, se sentía identificado con aquellos hombres, con su lealtad, con su afán de justicia, porque eran hombres dignos que no temían la muerte y, sobre todo, porque creía que la deseaban igual que él.