7

El monasterio

La zona donde al parecer se encontraba el monasterio estaba en un extremo alejado del país: las montañas de Hiroshima.

David decidió ir en su busca. No tenía otra cosa mejor que hacer y tantas coincidencias despertaban su curiosidad, pero sobre todo era el lugar donde quizá pudiese conocer la tradición del seppuku. Aunque en el fondo no creía que allí lograse encontrar nada que sirviese a sus propósitos, prefería vagabundear de un sitio a otro sin conocer a nadie ni ser reconocido por nadie hasta que decidiese cómo morir.

David no tenía ninguna prisa por llegar y, gracias a su librito Aprenda japonés en diez días, por el camino fue practicando la lectura del japonés. Cada vez se manejaba mejor, aunque llevaba varias semanas en Japón y ya habían pasado muchos más días de los que pregonaba su jactancioso título. Se sabía de memoria el libro entero, pero aun así todavía lo sacaba para consultar alguna frase. Sin él era capaz de mantener una conversación, incluso entendió, aunque con cierta dificultad, parte de lo que ponía en el manuscrito de Terasaka.

Viajó en tren, en autobús y, finalmente, a pie. Pronto se acostumbró a la comida japonesa. Aunque probó el pescado crudo, se alimentaba básicamente de arroz aderezado con salsas y especias.

Tras muchos días de trayecto, David llegó a la provincia de Hiroshima, donde el nieto de Saigo le había dicho que estaba ubicado el monasterio. A pesar del plano y las explicaciones, por mucho que preguntó nadie supo decirle nada, ni dónde estaba, ni si existía siquiera.

Pasó el tiempo de un lugar a otro. Llegó a uno de los pueblos que según el mapa debía estar cerca del monasterio, pero tampoco allí supieron darle indicación alguna. David esperó aún tres días una señal que le indicase el camino a seguir y por fin desistió.

Deambuló por el pueblo sin saber qué hacer. Le era indiferente, solo quería respirar el aire fresco del atardecer como si fuese su última bocanada, el último aire del mundo.

Anduvo hasta que la noche se cerró sobre él. Era absurdo lo que estaba haciendo, ir en busca de una quimera, ir en busca de un lugar cuya existencia o inexistencia le tenía sin cuidado. Buscaría un lugar cualquiera y se dejaría morir allí mismo. ¿Qué más daba un país u otro, una ciudad o un pueblo perdido en lo más profundo de Japón? Se acercó a un farol encendido que colgaba en la pared de una casa. Sacó el papel con el plano. Lo miró un instante, como si esperase que cobrara vida y le contase su secreto, lo arrugó y lo tiró al suelo.

Se alejaba decidido a acabar de una vez, cuando oyó una voz.

—Yo conozco ese lugar.

Se volvió, sorprendido. Un anciano sostenía en una mano el papel desplegado y le miraba sonriendo.

—En esa montaña hubo un monasterio —añadió el anciano.

David estaba agotado y el hombre le hizo pasar a su modesta vivienda. Al poco rato estaba ante la mesa rodeado de la familia del anciano, comiendo una sabrosa sopa caliente de verduras y fideos.

Al agradecerle su grata acogida, el hombre le dijo que provenía de una familia de labradores y que desde generaciones en su familia era costumbre compartir con cualquiera que se acercase a sus tierras el pan o lo que hubiese para comer.

—El acto simbólico de abrir y esponjar la tierra para depositar el diamante del grano nos predispone a compartir, a partir el pan y participar con los demás del milagro de la vida.

—Pensaba que esta forma de pensar ya había desaparecido.

—Sí, es cierto. Las nuevas generaciones olvidan las buenas tradiciones de sus antepasados. Recuerdo que cuando era niño, en esta misma casa, mis abuelos, para no olvidar esa unión mística con nuestra naturaleza y sus procesos, hacían una ofrenda a la vida en cada cambio de estación, incluso en el otoño y en el invierno, como símbolo de la ineludible renovación y del silencio interno tan necesario de vez en cuando.

—La generosidad de su familia ha llegado hasta hoy. Gracias.

—No me extraña que no haya encontrado a nadie que supiese dónde estaba el monasterio. Es difícil que actualmente alguien conozca su existencia, debe de encontrarse abandonado y en ruinas desde hace muchos años.

—¿Me puede indicar dónde está?

El hombre cogió el plano que llevaba David e hizo algunas correcciones con un lápiz.

—Yo he sido labrador y he recorrido muchas de nuestras tierras. Nunca he llegado hasta allí. De todas formas, nadie va a ese lugar. No se puede llegar.

—¿No? ¿Por qué?

—El camino está cortado por los terremotos y los desprendimientos de la montaña desde hace tanto tiempo que nadie se acuerda de que allí había un camino y menos un monasterio. Solo deben de quedar escombros, como le he dicho.

—Conocí a un hombre que vivió allí en su juventud.

El anciano labrador le miró incrédulo.

—Debía de ser muy muy viejo —dijo—. Desde que tengo memoria, y de eso hace ya mucho, ese lugar está abandonado.

A pesar de esa información y de que el hombre le advirtió que no le resultaría fácil encontrar el camino con las indicaciones que llevaba, David decidió ponerse en marcha.

—Espere. Mi nieto, Sanpei, es un buen senderista. Le gusta mucho caminar días y días por las montañas. Tal vez quiera acompañarle una parte del camino.

Sanpei se mostró de acuerdo, aunque sin pronunciar palabra.

El labrador le explicó a David que el chico nunca había hablado. Nadie sabía por qué. No había en él nada que se lo impidiese, ninguna malformación, ninguna tara. Era perfectamente normal, entendía todo y a veces respondía con gestos. Al nacer le dieron por muerto en el parto, y varias horas después, cuando sus padres ya habían llorado su muerte, vieron que se movía.

Desde entonces, nunca lloró, ni habló; solo miraba. Los ojos brillantes, el cabello negro, el rostro ovalado, el silencio de su mirada.

Al día siguiente, el anciano les acompañó hasta el nacimiento de un bosque que ascendía. Le hizo una serie de indicaciones a su nieto Sanpei y dio media vuelta.

Anduvieron durante días por sendas y veredas, por valles y montañas. David no sabía dónde estaban ni adónde iban, sencillamente seguía al muchacho. No hubiese hecho otra cosa que seguirle, continuar adelante, andar, andar. Si el muchacho se hubiese detenido, él se habría quedado allí, parado, vacío, perdido. No hablaban, aunque en realidad no tenían nada que decirse, nada que preguntarse. Solo andar.

El chico no debía de tener más de diecisiete años, pero por su cuerpo menudo no aparentaba más de quince. Su mirada, sin embargo, era vieja como el mundo, y su fortaleza, inagotable.

Cuando paraban a reponer fuerzas, el muchacho se ponía a tallar una especie de caña con una navaja pequeña. Así se entretenía y podían estar sin que David tuviese que hablar. Juntos, en silencio, ambos se encontraban cómodos. Un abismo les separaba y ninguno tenía interés en salvarlo.

Aunque el muchacho había llevado algo de equipamiento, al anochecer David le dejaba su saco de dormir y él improvisaba un colchón con una manta y se protegía del fresco de la noche con una especie de pelliza.

Al tercer día, el chico terminó de tallar lo que resultó un instrumento musical. Rodeados de una exuberancia de cipreses centenarios y gigantescos cedros milenarios, se lo llevó a la boca y al instante un hermoso sonido surcó el aire. David miró estupefacto al muchacho y pensó que solo por algo así ya valía la pena que aquel niño hubiese vuelto a la vida. Él conocía esa melodía, sabía que la había oído antes, pero no lograba recordar cuándo.

Era turbadora.

La armoniosa melodía, sencilla, bella y extraña, resonaba entre las paredes de las montañas y hasta los pájaros se acercaron a escuchar.

Cada día, cuando paraban, el muchacho tocaba y David se sumía en una especie de letargo. Sus emociones surgían frágiles y lóbregas, y él dejaba que deshiciesen su alma. Poco a poco, como el oleaje que va horadando la piedra hasta convertirla en arena, hasta hacerla desaparecer.

Al cabo de seis días llegaron a un altozano. El muchacho extendió el brazo señalando en una dirección. David sacó unos pequeños prismáticos, se los acercó a los ojos y vio una vereda que bajaba hasta una quebrada. El camino ascendía hacia lo alto de un grupo de montañas. Entre desfiladeros, subieron y bajaron constantemente, hasta que en un recodo no pudieron seguir adelante. El angosto sendero estaba cortado; literalmente se había desplomado y en su lugar había un abismo.

Cuando se disponían a regresar, el chico señaló el tronco de un árbol caído. Con gran esfuerzo, entre los dos lo movieron dificultosamente hasta el camino que bordeaba aquel precipicio. En cuanto el improvisado puente estuvo dispuesto, David se preparó para pasar primero. Mientras trataba de afianzarse sobre el tronco, cayó en la cuenta de que podía precipitarse desde esa altura y matarse. La idea le atrajo tanto que puso poco empeño en agarrarse; pero finalmente pensó en el inconveniente que supondría para el chico si él se despeñaba, y cruzó cogiéndose lo mejor que pudo a la rugosa y seca corteza del tronco.

Justo en el momento en que puso pie en el otro lado, el tronco cayó al fondo del abismo. Un instante más, y David hubiese caído con el tronco al vacío. Le dijo al muchacho que regresase a su casa. El chico asintió y le indicó de nuevo con la mano la dirección en la que debía ir. Tanto insistió en que David se pusiese en marcha que este ni siquiera pudo despedirse.

Mientras se alejaba, se volvió varias veces, y allí seguía de pie el muchacho, moviendo la mano a modo de despedida, hasta que un recodo del camino les separó definitivamente.

En un momento en que paró a consultar el mapa de Saigo y las indicaciones del campesino, encontró la flauta de su joven guía. Un regalo. Era como si le hubiesen dado la partitura de la música del cielo en un idioma incomprensible sin el ángel que la hacía sonar.

Siguió la dirección en que creía que debía de encontrarse el monasterio. Tras varios días de camino, llegó a la zona donde según las imprecisas indicaciones del plano debía de estar, pero allí no había nada. Finalmente, con los prismáticos vio unas ruinas en la fantasmal cumbre de una montaña lejana. Se había equivocado de sendero. Los vestigios de lo que debió de ser el monasterio se adivinaban justo enfrente de donde se encontraba. Efectivamente, parecía derruido y abandonado. Sin duda, allí no había nadie, tal como le había asegurado el viejo labrador.

David era un tipo testarudo y, a pesar de lo que veía, decidió ir hasta allí. Además, no tenía opción, ya que la comida y el agua se le habían acabado. Tratar de regresar al pueblo no era una alternativa.

Desanduvo parte del camino. Tenía que retroceder y tratar de encontrar el modo de descender y volver a ascender por la quebrada correcta hasta llegar al monasterio, y esperar que allí hubiese algo con que alimentarse, o al menos una fuente en la que beber.

Un par de días después, desfallecido y casi a rastras, David logró llegar. Un puente de madera sobre un barranco, sujeto con cuerdas, destartalado y lleno de hierbajos, le condujo hasta la explanada.

Evidentemente, la primera impresión de ruina que había tenido al ver el edificio desde lejos y la información que le había dado el labrador no se correspondían con la realidad. Visto de cerca, el muro de piedra y argamasa del monasterio se veía sólido y en buenas condiciones. La puerta estaba cerrada, y así permaneció a pesar de que David intentó abrirla de mil maneras e incluso la aporreó repetidamente.

Siguió el muro. No ofrecía ningún espacio por donde acceder y se unía en ambos extremos a la pared vertical de la montaña. Era imposible entrar por otro lugar que no fuese la recia puerta, pero esta permanecía cerrada.

Desde luego, no presentaba ningún signo de ruina. Al contrario, resistía indemne el paso del tiempo. Por las reparaciones del muro, era evidente que allí vivía alguien. El lugar sin duda no estaba abandonado.

Volvió a llamar insistentemente a la puerta, hasta que las pocas fuerzas que le quedaban se agotaron. Se sentó junto a un árbol que crecía cerca de la entrada.

Al atardecer oyó un murmullo que procedía del interior. Parecían los rezos de un numeroso grupo de hombres. Por respeto esperó a que terminaran y de nuevo llamó a la puerta, sin obtener respuesta. Cogió una piedra y la aporreó y gritó hasta que no pudo más, pero todo fue inútil.

Estaba claro que quienes vivían allí tenían que haberse percatado de su presencia, aunque también saltaba a la vista que no querían saber nada de él.

El cansancio, la tensión, el hambre, la sed, la fiebre y el dolor, que seguía allí, en su interior, creciendo ahogadamente, asfixiándole, hicieron que David desfalleciese. Buscó otra vez refugio bajo el árbol y se desplomó.