El manuscrito
Al día siguiente a David le costó un buen rato encontrar el templo Kisshoji. Tuvo que preguntar varias veces hasta que supieron indicarle dónde estaba.
Al llegar al templo, donde se celebraba el sepelio, vio con cierta sorpresa que, aunque la entrada estaba situada en un tranquilo callejón, se hallaba entre dos importantes avenidas muy concurridas y con tráfico intenso.
Una alta valla protegía el recinto y dos grandes puertas de madera pintadas de color rojo permanecían abiertas a los visitantes.
El templo Kisshoji recibió a David con la hermosura de los cerezos en flor. Nada más entrar vio la estatua de piedra de Asano, el señor de los cuarenta y siete ronin, arrodillado para llevar a cabo el seppuku. La historia de aquellos hombres se cruzaba de nuevo en su camino.
Como aún era pronto, David curioseó por el templo. Las instalaciones eran realmente grandes. En tiempos pasados habían servido de refugio para cientos de personas que se habían quedado sin hogar debido a los incendios tan frecuentes en las ciudades japonesas por ser las casas de madera y estar tan apiñadas unas junto a otras.
Entró en una capilla. Una imagen dorada de Kwanyin, la diosa de la misericordia, daba paso a las estatuas de cuarenta y siete hombres y de su señor. Sus caras, los gestos decididos y las armaduras y los vestidos lacados les hacían parecer a punto de ponerse en marcha. Algunos eran hombres jóvenes, casi niños, con caras barbilampiñas; otros, ancianos venerables con el rostro surcado de arrugas, pero todos iban vestidos y armados como guerreros.
Cuarenta y siete estatuas representaban, uno a uno, a los cuarenta y siete ronin. Entre ellos estaba Oishi, su capitán, tocando el tambor en señal de que comenzaba el asalto al castillo de Kira.
Al cabo de un rato, se acercó al grupo donde estaban la familia y los amigos de Saigo. Todos, hombres y mujeres, iban de negro, y David se alegró de haberse puesto la camisa negra que había usado en el funeral de su familia.
No quería molestar y trató de ser discreto. Pero en cuanto le vieron, como símbolo de purificación antes de la ceremonia, fue invitado a lavarse las manos y enjuagarse la boca en unos lavabos puestos expresamente en el santuario.
En el ataúd, el cuerpo de Saigo estaba orientado al oeste y vestido con un kimono negro cruzado de derecha a izquierda, como manda la tradición. El abad del templo humedeció los labios del finado, «el agua del último momento», puso seis monedas en el féretro para atravesar el río Tres Cruces, y dijo:
—Saigo cruzará el río por su parte menos profunda, debido a su vida bondadosa dedicada a los demás.
A continuación entonó un sutra y los familiares ofrecieron incienso ante el cuerpo de Saigo. Los asistentes, por su parte, cubrieron el ataúd de flores que llenaron la sala de suaves fragancias.
Al acabar la ceremonia, el nieto de Saigo se acercó de nuevo a David, esta vez acompañado del monje, que hizo una leve reverencia que fue correspondida por David.
—He encontrado algunos papeles de mi abuelo en los que explica dónde está el monasterio en el que pasó parte de su juventud —comentó el joven—. Dice que está en la región de Hiroshima, en las montañas. También he repasado durante toda la noche el manuscrito de Terasaka. Es realmente sorprendente. Habla de los samuráis y de una antigua historia que precisamente está representada en este templo.
—La conozco —intervino David—. En Tokio estuve en el templo donde los enterraron.
—Aquí se conservan uñas, pelo y armas de aquellos hombres.
El abad, que había permanecido callado, intervino.
—Me han contado lo que sucedió ayer con Saigo —dijo. Estaba acostumbrado a hablar distintos idiomas, su templo era frecuentemente visitado por extranjeros atraídos por la leyenda de los cuarenta y siete ronin.
—Lo siento mucho, de verdad —repuso David.
—No me refiero a su muerte, sino a lo que dijo justo antes de morir: «Eres el número cuarenta y siete».
—Estaba desvariando.
—No lo creo. Aunque lo vieras a las puertas de la muerte, Saigo tenía un gran control de su cuerpo y de su mente. Fue algo premeditado y consciente.
—¿Cómo es eso posible? Estaba inconsciente. Fue un acto reflejo, un desvarío —insistió David—, pudo haber dicho cualquier cosa.
—Hoy justo se cumplen trescientos años.
—¿Trescientos años? ¿De qué?
—Hace trescientos años Terasaka, uno de los ronin que participaron en este sangriento episodio de la historia japonesa, precisamente el autor del manuscrito que guardaba Saigo, se ordenó monje aquí, en Kisshoji.
David miró al abad sin saber de qué estaba hablando ni qué tenía él que ver con aquello, pero de alguna manera se sentía atraído por la conversación. Sí, demasiadas casualidades.
El nieto de Saigo interrumpió diciendo que debía irse a acompañar a su madre a la cámara de cremación. Le indicó que se llevara el viejo manuscrito de Terasaka, pero David se negó.
—Si era un legado tan importante para su abuelo, también lo será para su familia, e incluso para el templo. No puedo aceptarlo.
—Él me dijo que la persona que esperaba debía llevárselo.
—Pero seguro que esa persona no soy yo. Ni siquiera le conocía.
—Cierto, pero nadie más ha venido. He de cumplir con la última voluntad de mi abuelo, y mi madre está de acuerdo en que así ha de ser. Si él esperaba que alguien viniese y nadie más lo ha hecho, debe llevarse el manuscrito. Además, fue sorprendente que estando, según los médicos, en coma irreversible despertase justo en el momento en que usted se acercó a él.
David reiteró que no creía que él fuese a quien su abuelo esperaba. Le parecía que eran los desvaríos de un moribundo. Además, el manuscrito estaba escrito en japonés antiguo.
—Durante años, mi abuelo tradujo el manuscrito del japonés clásico al japonés moderno. Llévese la versión actual. Nosotros conservaremos la más antigua. De todas formas, he hecho una fotocopia de la traducción de mi abuelo.
Ante la insistencia del joven, David aceptó el regalo.
—Además —continuó el nieto de Saigo— he encontrado un plano con la ubicación del monasterio. Tenga —añadió tendiéndole un arrugado papel con un dibujo bastante impreciso.
Cuando David iba a retirarse, el monje dijo:
—Espere. Venga, por favor, acompáñeme al templo.
David se encontraba a gusto allí, en aquel lugar, y no dudó en seguirle. Franquearon las puertas rojas que conducían al interior del templo, las puertas de los dioses, el paso entre el mundo finito de los humanos y el infinito de los dioses.
—Hace muchos años, en Japón, la religión shinto, «el camino de los Dioses», se fusionó con el budismo, «la vía del Buda» —dijo el abad, señalándole una banqueta frente a un pequeño altar para que tomase asiento—. El sintoísmo es para las celebraciones y el nacimiento, el budismo es para las épocas de dificultades y para la muerte. Ya ve, aquí tenemos todo lo necesario para vivir y para morir.
El monje conocía la historia de los cuarenta y siete ronin, incluidos muchos detalles que no habían salido a la luz pública.
—Esa fusión del budismo y el sintoísmo dio origen al bushido, la vía del samurái, el precepto que seguían estos hombres. Sus normas son sencillas: la conducta honrosa, la decisión justa, la autenticidad y la sinceridad, el valor, el honor y la gloria, la lealtad, la compasión y el amor hacia todo lo existente.
—He venido a Japón en busca de un samurái que me enseñase el arte de la espada —dijo David—, pero por lo que sé los samuráis prácticamente han desaparecido. Supongo que las actuales armas tienen la culpa.
—La esencia de los samuráis no depende del arma que empleen —repuso el monje—, por lo que las armas de fuego no pueden ser la causa de que desaparezcan o no. Su fortaleza radica en su esencia, en su dignidad y sinceridad.
—La forma de entender la vida hoy en día, sin compromiso, sin ideales, sin lealtades, tampoco ayuda.
—Cierto. Es más, el legado de los samuráis corre el peligro de ser corrompido. Se usa la leyenda y los preceptos de los samuráis para fines ajenos a los que su espíritu representa. Hay organizaciones y empresas que convencen a sus empleados para que actúen a favor de sus intereses y les exigen lealtad incondicional, como si fuesen samuráis.
—Siempre hay embaucadores que echan mano de lo que sea para aprovecharse de los demás.
—Engañados, se consagran absolutamente a un trabajo esclavista, como si eso les convirtiese en samuráis al servicio de su señor, incapaces de rebelarse contra unos métodos despóticos e injustos. No hay honor en ese comportamiento; no es entrega sino sumisión.
Aunque todo aquello le parecía muy interesante, David no sabía bien adónde conducía.
—Antes de morir, Oishi, el capitán de los samuráis de Ako, conjuró a los kami. Son espíritus o, si lo prefiere, deidades adoradas en el sintoísmo —aclaró al advertir que David no tenía muchos conocimientos del tema—. Existen ocho millones de kami, que significa incontables, innumerables, infinitos.
Con parsimonia, el monje procedió a explicarle que los kami eran fuerzas naturales que poblaban la tierra y la naturaleza, seres espirituales que habitaban niveles superiores de existencia. El sol y la luna eran kami, incluso los antepasados, una montaña, un árbol o una espada.
—Dicen que antes de inmolarse Oishi conjuró a Uke Mochi, la deidad shinto creadora de las plantas y los animales, la que recoge después de la muerte las sustancias vitales y las otorga a la nueva vida. Lo hizo justo en el momento en que Amaterasu, la señora del sol, y su hermano Tsukuyomi, el guardián de la luna iluminada, se unían en el cielo.
—Es una hermosa leyenda —dijo amablemente David.
—Años después, vino Terasaka, el único de los samuráis que no había muerto. En esa época debía de tener más o menos su edad —añadió el monje, señalando a David—. Para entonces era un consumado samurái, un seguidor del bushido. —Le indicó que lo siguiese y lo llevó ante las estatuas de aquellos hombres—. Ciento cincuenta años después —prosiguió—, la ley del sogun Tokugawa Tsunayoshi, que prohibía alabar a los cuarenta y siete samuráis, quedó sin vigor. Entonces se talló la estatua en madera de cada uno de ellos.
—Estas son de piedra.
—Las originales fueron destruidas por los bombardeos aéreos estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. A principios del siglo veintiuno se volvieron a hacer, esta vez en piedra. —El monje señaló a uno de los samuráis, un joven, casi un niño, y continuó con su relato—: Pasaron muchos años, Terasaka le dijo al abad que había llegado su hora, y antes de partir dejó un mensaje para alguien que vendría un día a recogerlo.
David siguió al monje a una salita interior. El hombre abrió un cajón y sacó un pequeño cofre, del interior de este extrajo un sobre amarillento y se lo entregó. David lo abrió con sumo cuidado, lo miró atentamente y dijo:
—No sé leerlo.
—Está escrito en japonés antiguo —explicó el abad—. Pone lo siguiente: «Puede que mañana el sol no te encuentre, pero no puedes ocultarte de tu destino, no puedes esconderte de ti mismo».
David no entendía qué pretendía el monje contándole aquella vieja historia.
—Esta caja ha sido guardada de abad en abad hasta hoy —prosiguió el hombre—. Nadie más conoce su existencia. Cuando un abad va a morir la deja en custodia al siguiente. Muchos han pasado desde entonces. —Hizo una pausa mientras transcribía el mensaje de Terasaka en un trozo de folio. En cuanto acabó, se lo dio a David—. Terasaka nos habla desde siglos de distancia —añadió.
—¿Y qué nos dice?
—En ese manuscrito encontrará usted muchas respuestas, y quizá muchas preguntas que solo usted podrá responder.
Eran muchas casualidades, el sueño o alucinación que había tenido cuando trató de suicidarse, el hecho de que Sara conociese la tradición de los samuráis, y más que conociese a Saigo, haber llegado hasta el lugar donde se conmemoraba la muerte por seppuku de unos samuráis, y que uno de ellos se llamase igual que el hombre que había ido a buscar a Japón, que llegase justo cuando iba a morir…
Demasiadas casualidades. Y a él le gustaba que las cosas encajasen, que fuesen lógicas y con sentido, pero sobre todo lo que más le incomodaba era que todo aquello le parecía normal, sentía que le era familiar, que todo sucedía como debía suceder.
David salió del templo con el manuscrito de Terasaka bajo el brazo. Entonces, abrió la primera página y comenzó su lectura.