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El número cuarenta y siete

El dinero que le quedaba a David era escaso, pero aun así, con la mochila, zapatillas y ropa cómoda, se puso en marcha hacia Osaka.

Unas veces iba en tren y otras en autobús. Aprovechó para ir aprendiendo algunas palabras y frases en japonés con su librito y tratando de hablar con las personas que iba encontrando en su camino.

David estaba sorprendido de la amabilidad de los japoneses, y comprendió por qué Japón era conocido como «el país de la sonrisa». Ya fuesen niños, adultos o ancianos, todas las personas que David se encontró en el camino respondían a sus preguntas con una cortesía que nunca había visto. Y eso, para su limitado manejo del idioma, era de gran ayuda.

Una vez en Osaka le costó bastante localizar la vivienda de Saigo. Se trataba de una sencilla casa de madera que había sido tragada por el avance inexorable de la ciudad. Rodeada de edificios y avenidas, parecía una isla en un mar de asfalto.

Al acercarse vio un cuidado jardín y unos grandes cedros que parecían defender la casa de la metrópoli. En la galería que daba acceso a la entrada estaban reunidas varias personas.

Cuando llegó, le miraron con curiosidad. Sus semblantes eran serios y le observaban con interés mal disimulado. Como pudo, David preguntó por Saigo. Al poco, una mujer salió y le dijo, según creyó entender, que era su hija, y después algo que David no pudo comprender.

Mientras la mujer hablaba, apareció un joven que le indicó en su idioma que era el nieto de Saigo, y le preguntó qué quería.

—He venido a verle desde muy lejos.

El joven tradujo a su madre las palabras de David.

—Me temo que ya no será posible —repuso la mujer a través de la traducción de su nieto.

—Mi abuelo está muy enfermo —explicó el joven—. Nos tememos que muera en cualquier momento.

David quedó desconcertado. No sabía qué decir.

—Lo siento —balbuceó.

—¿Le conocía?

—Personalmente no, pero una amiga común me dijo que él tal vez podría ayudarme.

—Quizá si hubiese venido antes.

—Lo siento —reiteró David.

El nieto de Saigo dio por terminada la conversación y se volvió hacia la casa, pero cuando iba a entrar se paró y se volvió hacia David, que se alejaba confuso.

—Un momento —le llamó—. El abuelo nos dijo que esperaba a alguien que vendría de muy lejos. Pero creíamos que deliraba. ¿Es posible que tenga algo que ver con usted?

—Seguro que no —contestó sinceramente David.

—Bueno, de todas formas qué más da, ha perdido la conciencia.

En ese momento, la hija de Saigo se acercó a David y lo cogió del brazo.

—¿Le gustaría verle? —preguntó.

El nieto asintió con la cabeza y con un gesto de la mano invitó a David a seguirlos hacia el interior. Aunque no entendía qué sentido podía tener que entrase a ver a un anciano en coma y moribundo al que ni siquiera conocía, David no quiso desairarles y les siguió.

La casa era realmente sobria, modesta incluso. Se descalzó, subió el escalón que separa el espacio de los pies calzados del de los pies descalzos, y dejó sus zapatos debajo de un banco, junto a la entrada. Las paredes estaban desnudas. No había ni una sola silla, ni un sofá. Algunas esteras en el suelo se adivinaban como único asiento.

El nieto descorrió una puerta de papel de arroz con marco de madera. La salita era aún más ascética. Por su aspecto ceniciento y consumido, era obvio que el viejo se estaba muriendo. Vestido con un sencillo kimono oscuro, estaba sentado sobre una estera con las piernas cruzadas y ligeramente encorvado. A David le pareció asombroso que alguien que estaba a punto de expirar permaneciese sentado en esa postura.

—Abuelo —le susurró el joven al oído sin obtener reacción alguna—. Alguien ha venido a verte desde muy lejos.

A instancias del joven, David se acercó, aunque con ciertos reparos.

Sorpresivamente, el anciano abrió los ojos. Su mirada reflejaba una especie de gozo febril. Y todo fue tan rápido que a David no le dio tiempo de hacer nada. De pronto le cogió por la muñeca con una fuerza impensable en un anciano que vivía sus últimos momentos, y susurró algo que David no pudo entender.

Acto seguido el anciano lo soltó y, justo en ese momento, cerró los ojos y expiró. David quedó aturdido por lo que acababa de suceder. Salió respetuosamente de la habitación, desconcertado por haber sido la causa de esa última crisis que quizás había precipitado la muerte del anciano. Pero ninguno de los presentes dijo nada, ni siquiera le dirigió una mirada reprobadora.

David permaneció fuera hasta que salió el nieto. Esperó a que recibiese las condolencias de los que estaban aguardando en el porche, y al acabar se acercó a él. Se disculpó como pudo por lo que había sucedido, pero el nieto no pareció guardarle ningún rencor. Más aún, parecía satisfecho de que su abuelo hubiese recobrado la conciencia antes de morir, aunque fuese por unos breves instantes.

—¿Ha entendido lo que le ha dicho?

—No, mi japonés aún no es muy bueno —contestó David mostrándole su librito.

—Ha dicho: «Eres el número cuarenta y siete».

—¿Cómo? ¿A qué se refería?

—No lo sé.

—He venido hasta aquí a verle porque me dijeron que su abuelo era un samurái.

—No, eso no es cierto. Si lo hubiese sido yo lo sabría. Me contó toda su vida, sus viajes, sus experiencias, incluso antiguas leyendas que le gustaba recordar. Algunas ciertamente eran de samuráis, pero solo se trataba de viejas historias. Si hubiese sido samurái, me lo habría dicho.

—También me dijeron que era un experto en artes marciales.

—Eso sí, especialmente en el arte de la espada.

—¿Sabe dónde aprendió?

—De joven viajó por muchos lugares, luchó en la guerra, incluso fue aprendiz de monje en un monasterio. Allí aprendió a meditar y practicó diferentes artes marciales. Al cabo de unos años abandonó el monasterio y continuó viajando. Tiempo después se casó con mi abuela, se dedicó a enseñar el arte de la espada y a cuidar su pequeño jardín. Era un hombre muy bondadoso, en nada parecido a la imagen que se tiene de un samurái.

David estaba desconcertado, no sabía qué decir. Todo aquello le resultaba realmente extraño. Como ya no tenía excusa para seguir allí, preguntó por decir algo:

—¿Sabe dónde está ese monasterio?

—No lo recuerdo, pero si tiene mucho interés puedo buscar alguna pista entre sus papeles. Hay un manuscrito muy antiguo que mi abuelo guardaba con celo, tanto que nunca me dejó leerlo. Decía que era de alguien muy importante, de un hombre llamado Terasaka Kichiemon, que vivió hace muchos años en ese monasterio.

David no sabía qué importancia podía encerrar ese dato, pero no tenía a dónde ir ni qué hacer, y aquel joven era de los pocos con los que había podido mantener una conversación desde que llegó a Japón, así que le dijo que tenía gran interés en ver el manuscrito.

—Si quiere, venga mañana al templo Kisshoji. Mi abuelo lo dejó todo preparado para que allí se celebrase la ceremonia de su funeral. Yo antes intentaré echar un vistazo a ese manuscrito.

David se marchó, confuso de nuevo, pero al menos al día siguiente tendría algo concreto que hacer. Volvería para saber dónde había estado de joven Saigo, pero no sabía de qué le iba a servir esa información si aquel hombre no había sido un samurái.