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El sueño del samurái

Sara intentó que el joven fuese alejándose de su dolor, pero su mente no quería vivir y nada de lo que ella pudiese hacer o decir lo haría cambiar de idea. La mujer tenía un carácter decidido y poco dado a circunloquios, y en una ocasión le preguntó directamente:

—¿Sigues pensando en suicidarte?

—Sí, no pienso en otra cosa, pero, a diferencia de antes, ahora no tengo prisa. Lo haré convenientemente.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. Pero cuando llegue el momento y la forma adecuada lo sabré.

—Me impresionó la visión que tuviste y la voz que te decía que así no moría un samurái.

—Una alucinación debida a mi estado de debilidad.

—¿Conoces la tradición de los samuráis?

—Algo he oído.

—Hace años estuve en Japón haciendo un retiro de meditación en un templo budista. Un día, mientras paseaba por el jardín, conocí a un anciano, que, según me dijeron luego, había sido samurái, un auténtico samurái. Sin venir a cuento, me explicó la tradición del haraquiri. Bueno, él lo llamó seppuku.

Por primera vez en mucho tiempo, David sintió curiosidad por lo que oía.

—¿Seppuku? ¿Qué significa?

—Significa «abrirse el vientre con la espada», pero aquel hombre me explicó que el seppuku no es en sí el acto de destriparse, sino el estado mental en que el samurái lo hace. Es una de las claves del bushido, el camino del guerrero.

Sara intuyó el interés de su amigo. Por fin hallaba algo que le hacía prestar atención.

—Me contó que la palabra bushido expresa la forma de vivir de un guerrero samurái —prosiguió—. Es la unión de bushi, «guerrero», y do, «el camino». No se refiere a un camino, sino que es «el camino», el único camino.

David sintió que algo se removía en su interior. Un cosquilleo recorrió su columna vertebral.

—Me gustaría encontrar a alguien que conociese realmente esa tradición —acertó a decir.

—Si tienes interés puedo tratar de localizarlo.

—¿En Japón?

—Claro, ¿dónde si no? Se llamaba Saigo. Recuerdo que me dijo que en otro tiempo yo hubiese sido un buen samurái. Lamentablemente, hoy en día es un mundo prácticamente vetado a las mujeres. Me dijo que yo le recordaba a Ichiyo, una mujer samurái que había vivido hacía muchos años, la mujer de un tal Onodera Junai. Es curioso, pero al pronunciar aquel nombre sentí una extraña sensación, como si me resultase familiar.

—¿Él era samurái?

—Se lo pregunté, y como respuesta me miró inexpresivamente y se fue. Nunca volví a verle.

—¿Crees que podría encontrar a ese hombre?

—¿Por qué no? Tal vez él me encontró a mí para que hoy tú y yo hablásemos de él. ¿Por qué tú no puedes encontrarlo para que tú y él habléis de mí, de cómo me encontró para que tú lo encontrases?

—No entiendo nada de lo que acabas de decir, pero me parece bien. Intenta, por favor, localizar su teléfono o su dirección.

David era un hombre inteligente, metódico y había decidido tomarse su tiempo para estudiar distintas formas de suicidio y elegir la mejor. Finalmente pensó que bien podría ser la de los samuráis. Por tanto, si quería hacer las cosas correctamente, tenía que conocer a alguien que realmente fuese un samurái.

Sara no consiguió ningún teléfono de contacto de Saigo, solo una dirección no muy lejos de Osaka. Aparte de eso, le dio a David un libro.

—Te será muy útil —le dijo—. A mí me resultó fácil aprender japonés, como si dentro de mí estuviese la información de ese idioma y al oírlo se actualizara. No sé, intuyo que a ti te pasará lo mismo.

David abrió el libro, que estaba cubierto de notas y apuntes. En la tapa, el título aseguraba con optimismo: Aprenda japonés en diez días.

Antes de marcharse, David fue al cementerio donde estaban los restos de sus padres y los de su mujer y su hija. Era un cementerio moderno, donde se guardaban las cenizas de los fallecidos en una urna enterrada bajo el verde césped. Una placa indicaba cada nombre y las fechas de nacimiento y de fallecimiento. David no quiso añadir epitafio alguno. En realidad, no se le ocurrió nada que poner.

Se sentó en el suave césped y lo acarició.

—Pronto estaremos juntos —susurró.

Se marchó caminando deprisa, con la cabeza inclinada. Era la forma en que su cuerpo contribuía a que no pensara. David quería llegar lo antes posible a donde fuese y sin mirar a dónde iba.

A los pocos días consiguió un billete de avión barato. Planificó cómo llegar hasta Osaka, a la vivienda de Saigo. Una mañana, David preparó una mochila, con pocas cosas y mucho apremio, y partió en busca de su destino.