El fin de las cosas
Pasaron varios meses. David siempre había sido un hombre persuasivo, seguro de sí mismo, y no fue difícil convencer a los médicos de su recuperación mental. Sin embargo, salió del centro psiquiátrico con la misma idea. En cuanto pudiera se suicidaría, pero como no quería perjudicar a nadie con su muerte decidió pensarlo bien antes de hacerlo. ¿Y si alguna persona hubiese estado debajo en el momento en que él se tiraba por la ventana? Podía haber herido a alguien. No, no quería hacer ningún daño, no quería causar dolor. En realidad, David quería todo el dolor para él.
Al salir, de nuevo le recomendaron que no volviese a su casa, pero él no hizo caso. Nada podía incrementar su dolor: ir o no ir era irrelevante.
Algunos de sus amigos, así como sus socios en el despacho de abogados, le decían que se lo tomase con calma, otros que volviese a trabajar lo antes posible. Cada uno le daba un consejo sin tener ni idea de lo que sucedía en su interior; era imposible que alguien supiera lo que significaba algo así mientras no lo hubiese vivido personalmente.
David vendió todas sus propiedades y su participación en el bufete. Donó el dinero a una fundación de ayuda a niños necesitados. Con una reducida cantidad que se guardó, alquiló una casa en un paraje remoto. Compró una pequeña piscina de plástico y la llenó con agua caliente, la puso al sol en un lugar desde donde veía el paisaje abrirse hacia el horizonte, hacia el este, en dirección al sol naciente.
No había otras casas en las proximidades, ni carreteras, ni caminos transitados. Así que, además de morir, tenía la esperanza de que allí, en plena montaña, los animales hicieran desaparecer sus restos y no quedara el menor rastro de su paso por esta maldita vida.
Se afeitó la barba y el cabello y se acomodó en el interior de la piscina de plástico. Con la misma cuchilla de afeitar con la que acababa de rasurarse, se cortó las venas de una muñeca.
En aquellos últimos momentos, David recordó los maravillosos días que había vivido, pero una y otra vez volvían a su pensamiento las terribles muertes de sus seres queridos. No conseguiría morir en paz.
El viento mecía ligeramente el agua de la improvisada bañera. Abrió los ojos y contempló el hermoso paisaje y las luces cambiantes del horizonte. Mientras su conciencia se desvanecía, visualizó unas extrañas imágenes en su mente. Entre niebla y humo surgió un templo y el rostro de un monje que lo miraba consternado; luego, en la oscuridad tachonada de hogueras y flechas ardientes, divisó un castillo y una batalla, y finalmente percibió una voz recia que decía:
—Así no muere un samurái.
En ese momento, mientras su sangre fluía abundantemente y la vida se le escapaba, oyó:
—Hola. ¿Hay alguien?
Asombrosamente, la inquilina de una casa alejada se había acercado para conocer al nuevo vecino.
La buena mujer, Sara, al ver al joven desangrarse, comprendió de inmediato lo que sucedía. Tras hacerle un torniquete, corrió a su casa por su instrumental de enfermera. Su amplia experiencia médica salvó la vida a David. El joven no llegó a perder la consciencia en ningún momento, pero no pudo impedir la ayuda de Sara. Estaba demasiado débil para oponerse. Lo que sí pudo decirle fue que por favor no denunciara el hecho ya que temía que lo ingresaran de nuevo.
Sara así lo hizo, con la esperanza de que la fallida experiencia le hiciese recapacitar. Cuidó de él durante semanas. Todos los días iba a su casa, le llevaba comida, le curaba la herida, le cambiaba los vendajes y le hablaba. David guardaba silencio, pero se acostumbró a la agradable voz de su nueva amiga.
Mediana edad, menuda, complexión firme y fuerte, mirada decidida y pelo negro recogido en un moño con dos largas agujas. Mientras él permanecía callado, Sara le contó su forma de vivir, su filosofía de vida y mil cosas más. Había consagrado gran parte de su tiempo a cuidar de los demás. Su labor de enfermera en un hospital le había permitido dar salida a su íntima vocación de ayudar a quienes lo necesitaban. Ahora compatibilizaba esa vocación humanitaria con la meditación y la contemplación.
Mientras oía hablar a la mujer, David la envidió. Ojalá él hubiese podido enfocar su vida en esa dirección, se decía, así, tal vez, las cosas hubiesen sido de otro modo.
La mujer le explicó cómo respirar para relajarse y otras cosas que a David no le importaban lo más mínimo, pero oír aquella voz lo serenaba.
—Ahora todo esto no te servirá de mucho, pero yo te lo cuento y tú lo escuchas. Quizás algún día te sea útil.
«Algún día», pensó David, con la esperanza de que ese día que él esperaba llegase lo antes posible y así morir y dejar de sufrir.
—Cuando llegaste y me viste allí desangrándome, ¿no oíste una voz? —le preguntó un día.
—No había nadie más —respondió Sara—. ¿A quién podría haber oído?
—Era la voz de un hombre. Una voz fuerte, firme y enojada.
—¿Recuerdas lo que dijo?
—Claramente: «Así no muere un samurái». Además, creerás que estoy trastornado —señaló David, y sonrió tristemente—, pero antes de eso vi un templo oriental, japonés, budista tal vez, y la escena de una batalla en un castillo.
Sara guardó silencio. La tarde caía y los árboles mostraban sus colores dorados.
—Qué hermosura —susurró.
—El mundo es repugnante —replicó él—. No hay belleza, solo tristeza.
—¿Tú crees? Puede que tengas razón respecto de la tristeza, pero también hay belleza.
—Eso creía yo; era un ingenuo, como tú. En realidad, todo es oscuridad y crueldad.
—Imagínate por un momento que has nacido en lo más profundo de una cueva. Cierra los ojos. ¿Lo ves?
—Sí, es fácil imaginarlo. Ya te lo he dicho: oscuridad. No hace falta que cierre los ojos para verlo.
—Eso es, eso es. Oscuridad. Imagínate que estás en ese mundo oscuro, en una cueva profunda, aislado de todo y de todos, que nunca has conocido otra cosa que soledad y oscuridad, una oscuridad que todo lo envuelve y te ha rodeado desde que eres capaz de recordar. Ahora, imagínate que yo entrase y te dijese que hay algo más que esa oscuridad, que también hay un mundo de luz, que de ti depende que salgas para contemplarlo, que existe la claridad dorada de la aurora, flores de infinitos colores, un mar azul que la vista no puede abarcar y tantas estrellas en el firmamento como gotas en el rocío, que hay música cautivadora, olores seductores y tactos suaves, que hay más personas como tú, que viven, que respiran, que sienten y que aman.
—Te diría que estás loca, que solo hay soledad y oscuridad y que no quiero que haya nada más.