Cuando la reunión acabó, Oishi ordenó a Kataoka y a Terasaka que se quedaran con él.
—Aunque aún no hemos tenido la oportunidad de hacer tu ceremonia de gembuku, para mí eres un samurái y debes tener una espada apropiada —le dijo a Terasaka—. Nuestro señor Asano te tenía en gran estima, al igual que su familia. Si aun sin ser samurái has decidido morir por él, debes hacerlo en las mismas condiciones que un samurái.
El joven Terasaka se emocionó, pero se mantuvo impasible escuchando a su maestro.
Oishi llamó a Korin para preguntarle si podía honrarle creando la espada de Terasaka. Era un gran honor que un maestro forjador de su talla se dignase hacer una espada para alguien que no fuese un reconocido samurái. Antes de comenzar su trabajo con la espada, el maestro forjador debía conocer a quien iba a ser su propietario y decidir si era digno de ella. El maestro forjador miró largamente a Terasaka. Habló con él sin prisas y comprobó si su comportamiento era el correcto para alguien que iba a empuñar una de sus creaciones.
La espada es el arma favorita del samurái. No es solo un arma, sino el símbolo de su alma. Pero tan importante es quien la blande como quien la ha creado. La espada se impregna de la energía del forjador, adopta la personalidad de este y, una vez acabada, la de quien le pone el nombre y la empuña.
El maestro forjador hizo que Terasaka se sentase adoptando la postura del guerrero. Durante los días que durase el proceso de forja, debía meditar. En ese estado de concentración absoluta, Terasaka debía recibir el nombre de la espada. Una vez acabada, tal como la tradición exigía, en estado de meditación su dueño debía ponerle un nombre.
Oishi se marchó.
Antes de regresar en dirección a Kioto, acompañado de Kataoka, Oishi se acercó a ver a unos miembros de la familia de Asano, quienes le pidieron que no hiciera nada que importunase al sogún, ya que ello podría agravar su delicada situación.
Acto seguido fue a ver a la esposa de Asano, que seguía en el exilio. La mujer no cesó de preguntar por su hija. Oishi la tranquilizó explicándole que estaba en un lugar seguro y que en cuanto fuese posible haría que se reuniesen de nuevo.
—La vida, a veces, te lleva por lugares a los que estabas dispuesto a ir, pero a los que no quieres ir.
La mujer no entendió lo que su capitán decía, pero en realidad este no se lo decía a ella, sino a su esposa en la distancia, en esas cartas que nunca se envían más allá del pensamiento, más allá de la palabra que se pierde en el aire.
—Y cuando sucede, no hay vuelta atrás. Es para siempre.
El forjador se retiró a meditar y a ayunar durante tres días. Al acabar, se purificó con baños de agua fría antes de hacer su trabajo sagrado. Korin se vistió con un inmaculado kimono blanco, escribió una plegaria en una hoja de papel de arroz y la puso frente al fuego de la forja.
Nuestra verdadera naturaleza
No tiene principio ni final,
No puede ser destruida ni conquistada.
En la tierra del reino puro,
Reposa mi mente serena.
Hierro y acero. El maestro armero, artista inspirado y hombre virtuoso, comenzó a forjar lo que ya existía en su mente purificada.
Hacer una espada es una labor alquímica. La armonía espiritual del maestro armero, unida a su habilidad y a su arte, es la mejor forja.
Separó un lingote de hierro en dos y en él fue incrustando unas piezas de metal de dureza diversa y le fue dando forma curva. Cuando la hoja estuvo al rojo vivo, la templó en agua con sal y, sucesivamente, la introdujo en la fragua resguardando el filo con arcilla.
La espada iba y venía de la forja al agua. De vez en cuando, Korin, profundamente concentrado, la introducía en agua templada y aceite.
El acero fue modelado por el fuego y el martillo hasta lograr la dureza correcta. Al acabar este proceso, Korin procedió a pulirla, y la afiló hasta conseguir que cortara una fina hoja de papel de arroz.
Pulió su alma. Dura y afilada y, a la vez, suave y flexible.
Al acabar, Korin añadió un mango de color negro bellamente decorado. La cogió por el mango y la blandió. Lo que vio y sintió le conmovió. El kami ya residía en la espada: la espada de Terasaka.
Korin solía firmar sus espadas, pero esta no necesitaba firma. Nadie podía hacer una espada igual. Él la había forjado, pero ella se había hecho a sí misma guiando su mano y su mente en la dirección correcta. Sintió que firmarla era un acto de orgullo.
El maestro forjador hizo venir a Terasaka y le entregó la espada con una reverencia. En cuanto la sacó de la vaina, el joven dijo su nombre: Lealtad.
Korin asintió complacido. Entonces, el maestro forjador grabó en la espada: «Mi nombre es Lealtad. Pertenezco a Terasaka Kichiemon. Solo él puede empuñarme con honor».
Al acabar, Terasaka la cogió suavemente por la empuñadura. Como un espejo, la espada reflejó la identidad de su propietario.
A partir de ese momento, cuando la sacara para combatir no podía permitir que acabara sin sangre, y antes de volver a enfundarla debería limpiarla para que no quedara ni el más mínimo rastro de impurezas.