Habían pasado dos meses desde el suceso en el palacio del sogún. Kataoka fue a ver a Oishi para informarle de que los ronin que se habían trasladado a Edo, cerca del castillo de Kira, estaban inquietos.
Oishi temió que pudiesen actuar impulsivamente. A pesar del riesgo que entrañaba para sus planes acercarse a Edo, ya que era consciente de que Kira contaba con fieles espías que los vigilaban, especialmente a él, decidió presentarse ante ellos para tranquilizarlos.
En cuanto salieron, Oishi notó que los espías de Chisaka les seguían. Cuando vieron la dirección que tomaban avisaron a la capital que Oishi iba hacia allí.
Recorrieron a caballo la distancia que les separaba de Edo. Atravesaron Shiga y Nagoya, para después llegar a Kofu.
En el camino, cuando el terreno se abrió mostrando a lo lejos el mar, Oishi detuvo el caballo y desmontó. Kataoka percibió su deseo de estar solo y se mantuvo a distancia sobre su montura.
Oishi permaneció un rato pensativo al borde del camino que conducía a Edo. La mirada perdida. El pensamiento entre un tiempo y otro: el pasado, que nunca volvería, el presente, que moría en aquel instante, y el futuro, que llegaba veloz, como su caballo al acercarse a la ciudad. Él quiso esperar un poco más, parar ese tiempo desbocado antes de dejar que siguiese su inevitable transcurrir, pero subió al caballo y lo azuzó para alcanzar presto a su destino.
Al enterarse de que el capitán de los samuráis de Asano se dirigía a Edo, Kira, inquieto por su suerte y convencido de que el ataque era inminente, pidió a Chisaka que lo trasladara al castillo de Uesugi, pero él se negó.
—Si los samuráis de Oishi atacan puede suponer un peligro para mi señor —fue la respuesta—. No lo permitiré, aunque su hija sea tu mujer. Ella, si lo desea, puede venir. Tú, no.
—Mi familia desciende del clan Ashikaga del Seiwa Genji. Soy pariente de Uesugi, de los Tokugawa Mikawa y del mismísimo sogún —presionó Kira.
—El sogún te ha perdonado la vida; no tientes a la suerte.
—El propio tío de Asano, Naito Izumi, mató a otro daimio en el templo durante los ritos funerarios por el alma del cuarto sogún. Mientras lo detenían gritaba que le había atacado como venganza por una ofensa anterior. Es algo común en esta familia comportarse de forma irracional. No estoy seguro en ningún lugar.
Chisaka era un samurái honorable, un seguidor de la vía del guerrero.
—Mejor sería que siguieras los pasos de Asano y murieses con honor. Todos te lo agradeceríamos, incluido el sogún, y tu familia recuperaría el respeto.
—Mi familia ha sido responsable de los asuntos ceremoniales desde que los Tokugawa gobiernan Japón —dijo Kira—. Nunca ha habido queja alguna de mis servicios a la corte y al sogún.
—Si no lo haces, el oprobio te acompañará toda tu vida y salpicará aún más a tu familia.
—He sido objeto de burla y rechazo por parte de todos, incluida mi familia, y la única excepción ha sido la gente de mi pueblo, que sí valora lo que hago por ella. No veo en qué puedo mejorar mi situación o mi reputación. No, no lo haré. Asano era un hombre tan vehemente como negligente, un borracho y un mujeriego. Otro, al aceptar el cargo, habría puesto más empeño en aprender y en comprender la forma de vida de la corte y amoldarse a ella. Su respuesta disparatada a una broma cortesana ha sido la causa de esta situación en la que no soy el verdugo sino la víctima.
—Sacaste tu arma en palacio.
—Estaba desprevenido. Fui cogido por sorpresa, y aun así rechacé un torpe ataque por parte de un hombre perturbado. Yo no esperaba esa reacción desmedida ante una burla estúpida, por lo que cualquier samurái que se digne de serlo debería haber acabado con mi vida antes de que yo me defendiese y los presentes se lo impidiesen.
—Recuerda lo que dijo un día Uesugi: «Quienes se aferran a la vida mueren, quienes desafían a la muerte sobreviven».
—Y tú recuerda que soy el maestro de ceremonias del sogún y que hago mucho más que seguir protocolos de buenas maneras. No lo olvides.
Chisaka sabía que Kira era un maestro de onmyodo, el arte de los cinco elementos y del yin yang. Un hombre temible y poderoso.
En vista de que Kira no estaba dispuesto a cometer seppuku, Chisaka aceptó aumentar la protección en el castillo de Kira para cumplir la misión que le habían encomendado de cuidar de él.
Kira residía en un complejo amurallado que comprendía un patio, establos para los caballos, casas para alojar a los soldados y a los oficiales y sus familias, jardines y su mansión. Aumentó la altura del muro, cavó un foso alrededor, recubrió los tejados con barro para resguardarlos de las flechas incendiarias, y Chisaka apostó a los mejores arqueros en las torres de vigía.
El hedor en la capital del Este aumentaba por días. Los perros campaban a sus anchas por la ciudad a salvo de cualquier maltrato por parte de los mortificados vecinos. Se reproducían a miles en las calles de Edo y la convivencia con las personas se hacía insufrible. Los comerciantes de productos alimenticios trataban de expulsar a los animales de las cercanías de sus negocios con objeto de evitar que les atacaran para quitarles la comida.
Oishi citó al mediodía a Yoshida, Kinemon y otros de los samuráis de Ako en el mercado principal de Edo. A esa hora el trajín era mayúsculo y nadie se percataría de su presencia. En las calles del mercado se podía encontrar de todo. Los pescaderos, carniceros y otros comerciantes llamaban la atención a gritos desde sus puestos multicolores. La carne de animales colgaba de ganchos y la pesca se amontonaba en cajones, recién traída de la costa. Pescado, carne, frutas, frutos secos, caramelos, dulces, inciensos y hierbas de mil variedades se repartían por los abigarrados puestos.
Oishi llegó a un tenderete de comidas regentado por Jubei Otake, uno de los veteranos de Ako. Con un largo bastón trataba de mantener a raya a los perros que continuamente se acercaban. Se sentaron bajo un toldo al abrigo de miradas indiscretas. Oishi vio un gran pez espada que esperaba ser troceado y dijo:
—Has cambiado tu espada por un pez.
—Es una buena arma si se necesita acabar con la competencia —repuso Otake mirando a los vociferantes vendedores.
—Seguro que podrías acabar con todos.
—La reunión es en un taller de forja al norte de la ciudad.
—Lo sé, yo mismo propuse el lugar —informó Oishi—. Ogata Korin, el maestro forjador, es un buen amigo y un hombre digno de confianza. Pero habrá que ir con cuidado por si nos siguen los espías de Chisaka. Debe parecer que hemos venido a ver a unos viejos amigos y a hacer negocios.
Otake les sirvió sendos cuencos de sopa de pescado y algas. Dieron buena cuenta de ella y, como aún era pronto, y por si acaso les espiaban, se entretuvieron jugando al go. Oishi frente a las piedras negras, Otake frente a las blancas. El ejército de uno y el del otro sobre un campo de batalla cuadrado.
—Hemos de atacar antes de que sea demasiado tarde —dijo Otake, deseoso de venganza.
—Cuando el marino se adentra en un mar desconocido, trata de familiarizarse con las corrientes y los vientos que se va a encontrar.
—La cautela a veces se confunde con el temor —previno Otake.
—No es miedo ni cautela, sino estrategia —aseguró Oishi—. Si crees que el enemigo es más fuerte que tú, llamas al miedo; si crees que es igual de fuerte, llamas a la cautela; pero si crees que tú eres más fuerte y astuto, y esperas el momento oportuno, llamas a la victoria.
El go, juego practicado por muchos samuráis para mejorar su estrategia en las batallas, consistía en rodear y capturar las piedras del enemigo.
—Ahora te afanas por crear la mejor estrategia para derrotarme al go; lo mismo debemos hacer con Kira.
Otake no lo tenía claro, él deseaba luchar.
—Tú eres un gran jugador de go. —Oishi se dirigió a Kinemon, que observaba la partida— y has actuado astutamente en nuestro plan de venganza.
Kinemon se había casado con la hija del constructor que había levantado la mansión de Kira. Con esta estratagema trataba de conseguir información que resultase valiosa para los planes de venganza. Gracias a Kinemon, supieron que Kira, esperando represalias, había incrementado su guardia personal y estaba fortificando su castillo. De esta forma, un asalto frontal no podía sino fracasar, mucho más si desde el castillo estaban prevenidos ante un posible ataque.
Oishi derrotó a su compañero, y partieron a encontrar al resto de samuráis. Onodera había preparado la reunión en un taller de forja de espadas. Aquel lugar se consideraba un templo y el maestro forjador una mezcla de artista y hombre santo. En la entrada se veía un cartel que rezaba: «Se pulen almas».
Dos curtidos y corpulentos trabajadores les franquearon el paso al interior, observando con atención al portador de una de las espadas que ellos habían ayudado a crear.
En la penumbra del taller, un hombre con la cabeza rapada y el torso desnudo y sudoroso daba indicaciones a varios operarios que se afanaban en mantener la fragua encendida. Ogata Korin, pintor, calígrafo, artista de gran renombre y maestro forjador de la escuela del gran maestro Koetsu, se acercó a Oishi y le saludó con reverencia.
Siguiendo la tradición de su maestro, Korin creaba algunas de sus espadas para la corte imperial y para ciertos daimios, como Asano, al que tenía en gran estima. La espada que había usado Asano para acabar con su vida era obra suya.
Oishi era uno de los elegidos para llevar una de sus legendarias espadas. Además, tenía en su casa una de las obras más selectas de Korin, un paisaje embellecido con aves, árboles y flores, creado con infinitas gradaciones de colores y tonalidades. Tan maravillosa obra de arte ayudaba a su mente a abstraerse en su contemplación. Era quizá la única de sus posesiones, junto a su espada, que Oishi apreciaba.
Korin acompañó al grupo hasta un patio interior donde esperaban los demás samuráis y cerró la doble puerta para que no fuesen molestados. Tras intercambiar saludos, Kinemon dijo:
—Con la ayuda del sogún, Kira está fortificando su castillo y los accesos a su mansión. Se ha rodeado de los mejores arqueros y de expertos en el arte de la espada.
—Debemos atacar lo antes posible —consideró Hara tras oír la noticia.
—Arriesgar la vida de los que están bajo tu responsabilidad, aunque sea por lealtad a tu señor, no forma parte del código del guerrero —dijo Oishi—. Morir por lealtad, sí. Esperaremos.
—He logrado introducirme en casa del propio Kira —dijo Kinemon—, pero estoy seguro de que ellos también nos tienen vigilados.
—Ahora no es un buen momento —apuntó Oishi—, sobre todo porque están aún más prevenidos por mi viaje hasta aquí. Esperan que ataquemos de un momento a otro.
Onodera estaba acompañado de su hijo y de Ichiyo, su mujer. Ichiyo era samurái. Delgada y espigada, se movía con parsimonia, pero en combate se revelaba rápida como un tigre. Al acostarse, se recogía la larga y negra cabellera, no fuese sorprendida al dormir y, al lanzarse contra sus enemigos, el cabello la cegase.
Al verla, Oishi dijo:
—No puedes formar parte de nuestra conjura. Sé que eres una fiel seguidora del bushido, pero no eres un samurái de Ako.
La mujer asintió y repuso:
—Solo he venido a deciros que me alegro por vosotros, por tener la oportunidad de vivir una situación tan aciaga.
Como algunos de los samuráis no comprendieron sus palabras, Ichiyo añadió:
—Ante la adversidad, debemos estar satisfechos por tener la oportunidad de emplear el coraje y la entereza conseguidos tras años de prácticas, y poner a prueba nuestra habilidad para superarla.
—Esta es, para nosotros, una oportunidad, pero no ha sucedido por casualidad —intervino Onodera—. El sogún hace años que ha iniciado un proceso social y legal para reducir la influencia de los samuráis. Es una forma de mostrar ante todos su poder y su resolución.
—Se ha creado una atmósfera entre la gente en la que cada vez más voces se alzan contra nosotros —intervino Kinemon—. Hay que limpiar la imagen burda de que carecemos de educación, que creamos el caos allí donde vamos y alardeamos de nuestra fuerza y nos paseamos por la ciudad con aspecto amenazador abriéndonos paso a empujones.
—¿Qué quieres?, a los samuráis solo nos dejan el camino de abandonar las armas y convertirnos en campesinos, artesanos o ir a la ciudad y ser comerciantes o sirvientes a sueldo de un indigno daimio —dijo irritado Otake, que no estaba muy satisfecho con su trabajo en el mercado.
—Debemos dar ejemplo —apuntó Yoshida—. Hasta el momento de la venganza, no solo debemos seguir mejorando nuestra destreza en el arte de la espada y el combate, sino que tenemos que destacar en el arte de ser miembros compasivos y honrados de la sociedad.
—Hemos de cultivar una actitud modesta y humilde y no olvidarnos de mantener y demostrar buenos modales en el trato con los demás —dijo Onodera.
—Pensad que la cordialidad y la ternura no son signos de debilidad, sino de fortaleza —sostuvo Oishi, cerrando la mano en un puño con energía, y cuando parecía que había concluido, añadió—: Somos guerreros sin guerra, hombres desarraigados sin función en la sociedad. La nuestra no puede ser simplemente una historia de venganza. No estamos luchando solo por vengar a nuestro señor, también estamos luchando para que los samuráis sigamos teniendo sentido en estos tiempos de corrupción y deslealtad, para ser un ejemplo de la vía del guerrero, del verdadero sentido del bushido.