Los trescientos samuráis de Asano se reunieron en el jardín del castillo de Ako. La noticia había corrido como la pólvora. Todos estaban al corriente de lo sucedido y preparados para luchar y vengar a su señor. Mientras unos y otros hablaban a la vez, se presentó Oishi y levantó la mano para indicar que guardasen silencio.
—Nuestro señor ha muerto.
A continuación comenzó a explicar lo sucedido.
—La ley del sogún es clara: quien esgrime una espada dentro del palacio debe morir.
En ese momento llegó Kataoka, que, casi sin aliento, anunció:
—¡Kira está vivo!
Voces de cólera se alzaron entre los samuráis.
—¡Defendamos el castillo!
—¡Ataquemos el palacio del sogún!
—¡Matemos a Kira!
—Es una injusticia —dijo Oishi—, pero no podemos vencer en una batalla contra Edo. Nuestra venganza ha de planearse bien y con inteligencia.
—Debemos actuar contra la injusticia, atacar y matar a los causantes de esta afrenta, y no hacer planes para salvar la vida —intervino Mimura.
Mimura era un hombre joven, fornido y alegre, pero ese día estaba furioso consigo mismo por no haberse dado cuenta de lo que sucedía cuando en el palacio del sogún sacaron a su señor mientras ellos eran burlados y engañados.
—Aunque no logremos matar a Kira, aunque todos muramos en el intento, no importará, la victoria y la derrota no significan nada —terció Horibe, un veterano y respetado samurái, que iba vestido con su traje de combate al igual que otros muchos de sus compañeros—. Lo único que importa es morir tratando de lavar el honor de nuestro señor y el nuestro.
Como las protestas iban en aumento, Oishi dijo:
—Yo también quisiera desenvainar la espada y dirigirme contra el palacio de Edo, entrar y matar allí mismo a Kira, pero no podemos arriesgar la vida de la hija de nuestro señor ni la de su esposa.
Yoshida, el guerrero mayor, uno de los samuráis de Ako más experimentados, y con cerca de setenta años a sus espaldas, se adelantó para apoyar a Oishi. Delgado, áspero y duro, poco dado a emotividades y sentimentalismos, Yoshida levantó sus fuertes y poderosas manos indicando que guardasen silencio.
—Para ganar tiempo, mañana presentaremos una apelación ante el sogún por esta injusticia —propuso Yoshida—. Antes, en cuanto el sol salga por el horizonte, si nuestras justas peticiones no son escuchadas y Kira no es condenado a morir, aquellos de nosotros que estemos dispuestos a luchar o a morir por seppuku nos reuniremos de nuevo aquí.
Los samuráis se dispersaron y Oishi pidió a varios de los más destacados entre ellos que le acompañasen.
El fiel Oishi pasó la noche en vela sopesando qué hacer y escuchando a los samuráis de más edad y experiencia, especialmente a Yoshida, Hara y Apodera.
—Nuestro temerario y joven señor se vio comprometido a relacionarse con la corrupción de la corte del sogún —explicó Oishi.
—Es fácil que nuestro señor Asano perdiese los nervios en un momento de ira y frustración ante la insidia y la falsedad de Kira. Era un hombre impulsivo. Un samurái no debe dejarse arrastrar por sus pasiones —dijo Yoshida, pensativo.
—Nuestro señor no era un dechado de virtudes, aunque eso no supone que su acción no fuese correcta y, por lo tanto, debemos vengarnos —intervino con vehemencia Hara.
—El principal deber de un samurái es ser leal a quienes están a su cargo, y solo entonces a su daimio —precisó Oishi—. Hay mucha gente que depende de lo que aquí decidamos.
En ese momento entró Onodera. Era un hombre cuya opinión era valorada por muchos de sus compañeros, y antes de decidirse a participar en la reunión había estado tomando el pulso a otros samuráis. De alguna forma representaba la opinión de una buena parte de ellos.
—Mañana la mayoría no se presentará —anticipó Onodera—. Muchos opinan que nuestro señor Asano no se preocupó por las consecuencias de sus actos irreflexivos, ni de lo que sucedería con su familia, ni con sus sirvientes, ni con nosotros.
—Cobardes —masculló Hara, acariciando la empuñadura de su espada.
—Asano solo me ha dirigido la palabra en contadas ocasiones —dijo Onodera—, y muchos otros de los samuráis de Ako, como mi hijo Koemon, ni siquiera han hablado con nuestro señor una sola vez. ¿Debería decirles que mueran por él?
—No limpiamos solo su honor, sino sobre todo el nuestro —señaló Hara.
—Es posible, pero como consecuencia de sus actos —dijo Onodera, que nunca daba un paso atrás cuando creía que la razón estaba de su lado—. Si esto no hubiese sucedido todo seguiría igual, él en el palacio del sogún ascendiendo en el escalafón de la corte y nosotros sirviéndole.
—Ha sido un honor servirle —insistió Hara.
—Es un honor servir a un buen señor —intervino Apodera—. Él sabía que el simple hecho de desenvainar la espada en el castillo de Edo, y más aún atacar a un funcionario en el palacio del sogún, aunque tuviese motivos morales para hacerlo, es un delito grave que conlleva la muerte, la ruina de su estirpe y la confiscación de sus tierras.
—También sabía que ello representaría una calamidad para sus servidores —abundó Onodera—. He servido con lealtad a la casa de Asano durante muchos años, y ahora voy a ser un ronin, un vagabundo. ¿Debería dar mi vida por limpiar su honor y hacer que otros la den también?
—Asano se había abandonado, de lo contrario Kira no habría sobrevivido —apuntó Apodera, que había visto nacer a su señor cuando él ya era un curtido samurái—. Se dejó llevar por su carácter impulsivo, pero no supo matar a Kira, y eso atormentará su espíritu. Reconozco sus errores, pero también la intención justa de su acto.
—Si al menos hubiese acabado con la vida de Kira, nosotros no deberíamos matarlo, pero no fue capaz de hacerlo —dijo Onodera—. Mal carácter, mal control, mal arte de la espada.
—¿Vais a dejar que su espíritu no descanse en paz? —preguntó Apodera.
—No daré mi vida por un mal samurái —aseguró Onodera, y salió de la estancia.
Yoshida se levantó y miró hacia el campo que se extendía a lo lejos.
—No se trata solo de ejercer la venganza por lealtad a Asano, sino por lealtad al código del samurái.
En ese momento, Oishi, que había guardado silencio escuchando a los samuráis de mayor experiencia, dijo:
—Nuestro tiempo toca a su fin. Emerge otra clase que ocupará el lugar de privilegio de los samuráis. Dentro de poco ya nadie nos necesitará. Las guerras seguirán, pero ya no habrá honor en ellas.
—Ya no hay sitio para el guerrero. Acabaremos siendo los recaudadores de los mercaderes —dijo Yoshida—. Pero hasta un samurái tiene un límite que si se pasa no hay vuelta atrás, y eso sucedió entre Kira y Asano.
—Somos guerreros sin guerra —reflexionó pensativamente Oishi—. La realidad de un mundo que acaba y de otro que comienza, y que nos da la espalda.