Manuscrito de Terasaka

Oishi Yoshio tenía un especial aprecio hacia la hija de su señor. En muchas ocasiones lo acompañaba a recorrer las tierras de su padre, en Ako, en las cercanías de Kioto.

La niña miraba desde su pequeña estatura al fuerte y corpulento guerrero y se sentía segura. El negro cabello de Dishi había empezado a encanecer hacía tiempo, pero su fortaleza y agilidad se mantenían intactas. Todos los días se ejercitaba para mantenerse preparado para el combate, aunque en los últimos años la tensa paz que reinaba en Japón no permitía que se diesen muchas oportunidades de mostrar sus virtudes en un combate real.

En Ako, a pesar de las restricciones del sogún hacia las artes marciales, los samuráis se ejercitaban practicándolas, así como en el uso del arco, la lanza y la espada. Oishi era un hombre firme, honorable y con un gran sentido del deber. Un hombre que encarnaba los valores ancestrales de los samuráis.

Por causa de las leyes del sogún, muchos samuráis pasaban el tiempo holgazaneando en vez de luchando, dedicados a otras cosas ajenas a las propias de un guerrero, desperdiciando el tiempo, jugando y bebiendo. Incluso Oishi se había dejado llevar por esa vida relajada y dedicaba más tiempo a los asuntos administrativos que a él mismo y a que los samuráis de Ako siguiesen avanzando en el bushido, la vía del samurái.

Los daimios eran samuráis y una especie de reyes feudales sujetos a la obediencia al sogún. Poseían y controlaban tierras y pueblos, y Oishi era el capitán de los samuráis y el consejero principal de Asano. La vida en aquella época era difícil para la mayor parte de la población, sumida en la pobreza y el hambre. A los problemas comunes de la gente, se sumaban los decretos del sogún sobre la compasión hacia los seres vivos.

El sogún había recibido una educación profundamente religiosa. Influido por su madre, promulgó una ley de protección de los animales. En ella se prohibía hacer daño a todo ser vivo y condenaba con severas penas a quienes la transgredieran. El sogún nació en el año del perro y, por lo tanto, creyó que debía adoptar especiales medidas de protección hacia estos animales. Por ello fue apodado por la gente como «Perro Sogún».

Los pájaros se comían las semillas y las plantas, los insectos destruían las cosechas. Los perros se enseñoreaban de las ciudades y los pueblos, atacaban a la gente y robaban la comida desde que la ley les protegía. Miles de perros callejeros, hambrientos y enfermos, pululaban por Edo y otras muchas ciudades.

La hambruna asolaba Edo y gran parte del país.

Oishi inspeccionaba las tierras y veía las penurias de sus habitantes. Hasta los propios samuráis tenían problemas para subsistir. No podían cazar para alimentarse, ni arrancar plumas a los gansos para sus flechas. Pero a Oishi sobre todo se le rompía el corazón al ver los padecimientos de la gente del pueblo. Ellos, al menos, tenían un techo donde cobijarse y algo que comer. Oishi era un hombre ponderado y valorado por su rectitud no solo por su señor, quien depositaba toda su confianza en él, sino por sus hombres, que mostraban hacia él un respeto reverencial, aunque su aspecto duro y reservado escondía un alma sensible y compasiva.

Oishi no entendía cómo el sogún imponía unos impuestos insoportables a los campesinos, que cada vez eran más pobres, para construir castillos, palacios y, sobre todo, templos. Ante esta situación se produjeron algaradas y violencia que desembocaron en los llamados «motines del arroz». Los campesinos se sublevaban ante una situación insostenible que llevaba hambre y muerte a sus pueblos, y veían en el castillo de Ako y las demás ricas residencias de los daimios, el símbolo de sus privaciones. En esos tiempos de paz entre facciones de señores de la guerra, los altos muros de los castillos no servían para proteger a los daimios de los ataques de caudillos de otras facciones rivales, sino, especialmente, de los alzamientos de los infortunados aldeanos.

Los mismos samuráis y sus familias pasaban escaseces y solo la severa instrucción y la disciplina que habían logrado atesorar les permitían no levantarse en armas contra el sogún y sus leyes represivas y arbitrarias en las que medraban los corruptos y los indignos.

Oishi era un hombre inteligente que sabía juzgar bien la naturaleza humana, por lo que sabía gestionar a los samuráis de Ako, pero era un mal encargado de las finanzas. El consejero quería encontrar soluciones a la crítica situación y buscaba consejo en personas que no siempre acertaban en lo que él pretendía para ayudar a la gente de Ako. Con una moneda devaluada, los comerciantes se las veían y deseaban para sacar adelante sus negocios ante una población cuyas posibilidades de obtener alimentos y sobrevivir se reducían cada día más.

En el momento en que sucedieron los hechos que acabaron con la muerte de Asano, Oishi se encontraba recorriendo las tierras de Ako para hacer un informe de la situación en que se encontraban sus habitantes.

Cuando Oishi vio aparecer a lo lejos a Hara, solo sin su señor, supo de inmediato que algo grave había sucedido. El samurái iba vestido con su armadura y sus armas de guerra y llevaba el casco en la mano, dejando ver su cabello negro y barba entrecanos.

Tras escuchar el agravio cometido, Oishi comprendió que el sogún confiscaría las tierras y los bienes de Asano y que su nombre desaparecería como si nunca hubiese existido, retirado del libro oficial del heraldo. Pero lo que más preocupó a Oishi fue que sus familiares, en especial la pequeña hija de Asano y su esposa, caerían en desgracia.

—Yo he causado la muerte de nuestro señor y la ruina de su casa, su familia y de todos nosotros —dijo Hara.

Oishi escuchó atentamente al samurái.

—Debo hacer seppuku por no haber sabido aconsejar convenientemente a nuestro señor y no haber estado atento para intervenir a tiempo —reveló Hara llevando su mano a la vaina de su espada a la espera de que Oishi fuese su asistente.

—¡Espera! Antes debemos reunirnos y acordar qué es lo más honorable para todos los samuráis de Ako, tú incluido. Todos somos responsables, y yo el primero. Muramos, pero hagámoslo con honor.

Hara aceptó, y juntos se dirigieron al castillo de Ako.

Oishi mandó decir a todos los samuráis que se encontrarían al día siguiente para decidir qué hacer. Después se dirigió a ver a su mujer a fin de explicarle lo que había sucedido.

Los samuráis vivían en casas de techo de paja y paredes de bambú recubiertas de yeso. Eran unas casas sencillas, con paneles móviles en el interior y suelos de madera elevados para que el aire no dejase subir la humedad.

Oishi dejó la montura en el establo, cruzó el patio y entró en el pequeño jardín de arena gruesa y piedras que rodeaba la casa. Vio a su mujer, Akiko, ir a su encuentro. Sintió el aroma de su piel cuando ella se acercó y oyó el suave rizo de su voz decir:

—Estás aquí.

Cuando la miraba aún veía a la muchacha más hermosa que jamás había contemplado. Piel casi transparente, facciones perfectas, figura estilizada y aspecto frágil, aunque solo en apariencia, pues Akiko era enérgica y decidida. Oishi sabía que ella asumiría lo que pasaba y actuaría con la fortaleza que la caracterizaba.

No hicieron falta muchas palabras. Akiko se acercó a Oishi. Pasó lentamente su mano, blanca y tibia, por el cabello negro enhebrado de blanco de su marido, y lo abrazó con ternura.

Era casi una niña cuando la vio en casa de sus padres por vez primera. Akiko, la niña de otoño, estaba con la mirada baja. De pronto la levantó y el mundo cambió para el joven Oishi. La mirada de aquellos ojos grandes, negros, abismales, fue tan intensa que el samurái se vio obligado a volverse hacia los padres de Akiko aparentando naturalidad. Pero siguió sintiendo fijos en él los penetrantes ojos de aquella muchachita menuda.

Un samurái casi no tenía ocasiones de conocer mujeres, y las pocas que Oishi había tratado no se parecían ni remotamente a aquella. El samurái creyó que jamás hallaría a nadie como ella, y el tiempo le dio la razón.

Días después encontró una excusa para volver a la casa. El joven Oishi seguía hablando como siempre lo hacía, pero a él le parecía que todo se movía a una velocidad más lenta. La misma estancia en la que estaban parecía haberse sumido en un extraño letargo.

Unos y otros hablaban, pero él no entendía sus palabras y simplemente sonreía hasta que la mano de la muchachita salió de entre los pliegues de su vestido azul y, como si fuese una blanca flor más del estampado, señaló el jardín.

Bajo una sombrilla de terciopelo, Oishi se sintió flotar, y no sabía de qué hablar, ni qué hacer. Él era un samurái, un guerrero. No tenía más compañía que sus armas junto a la cama, y lo único que acariciaba era a su fiel espada. Y solo se le ocurrió decir:

—Si quisieras, Akiko, y tus padres lo permiten, me gustaría volver a verte.

Por primera vez la muchachita sonrió, y a continuación, cuando Oishi creía que no podía ser más feliz, oyó la voz que salía de aquellos labios rojos como la sangre, y supo que ella sería la madre de sus hijos y que siempre la amaría.

Akiko era hija de un samurái. Ahora era la esposa de un samurái del más alto rango, un estricto seguidor de la vía del guerrero. Cuando entraron en la sala principal de la casa, el lugar donde meditaban, recibían a los invitados y llevaban a cabo la ceremonia del té, sabían bien lo que iba a suceder a continuación.