Lo que Kira dulcificó con respecto a Kamei lo empeoró en relación con Asano, que se convirtió en blanco de sus ofensas y burlas. Decidido a arruinar su reputación, Kira asesoró engañosamente a Asano para hacerle perder crédito y dejarle en ridículo ante todos. Le mintió vilmente sobre el protocolo correcto que había que seguir ante la corte del sogún y los embajadores del emperador Higashiyama.
Cuando Asano se dio cuenta de la artimaña, le pidió explicaciones, pero Kira se rio de él y, como colofón a su intento de desprestigio a los ojos de todos, se burló y lo insultó gravemente.
—He aquí, mi señor Asano Naganori, que la cinta de mi zapatilla se ha desatado; quizá sería tan bondadoso de atarla por mí.
A pesar de la afrenta, Asano se arrodilló y trató de atar el cordón de Kira, pero este insistió en sus ofensas.
—¿Eres tan idiota como para ni siquiera saber cómo atar correctamente la cinta de una zapatilla? Todos pueden ver que eres un patán que lo ignoras todo sobre las costumbres de la corte de Edo. —Riendo burlonamente se dirigió hacia el Corredor de las Pinturas de los Pinos, pero no satisfecho con lo que había pasado, y crecido porque Kamei había cedido a sus pretensiones y Asano se había humillado ante todos, se paró e insistió—: Si consideras tan valioso tu dinero, hay otras formas de satisfacer mis deseos. Me dicen que tienes una bella esposa.
Kira le dio la espalda y se alejó, pero Asano tenía un carácter impetuoso, y aquello fue más de lo que su ánimo era capaz de soportar.
—¡Detente un momento, mi señor! —exclamó.
—Bueno —respondió Kira, volviéndose—, ¿y ahora qué quieres?
A pesar de conocer el castigo que suponía sacar un arma en el palacio del sogún, la muerte por medio de seppuku, ante esta afrenta a su honor y el de su mujer, Asano desenvainó su espada corta y atacó a Kira.
Un samurái no puede empuñar la espada sin derramar sangre. Con la primera estocada, Asano hirió a su rival en la frente. Kira, espada en mano, retrocedió tratando de huir. Con la segunda estocada su perseguidor le rozó el hombro, y luego su espada dio contra una de las columnas de madera del corredor donde se encontraban.
Pese a su empeño, Asano no logró matar a su oponente, ya que aunque Kira no era un daimio, era un experimentado y brillante contendiente, y supo defenderse. Aun así, habría muerto por la espada de Asano si Kajikawa Yosobei, un oficial del sogún, y otros de los presentes no hubiesen intervenido.
Justo en ese instante apareció por el extremo opuesto del Corredor de las Pinturas de los Pinos el sogún con su séquito y con Chikako, la esposa de Asano. Al momento, la guardia del palacio detuvo al samurái.
Chikako, al ver la escena, supo al instante lo que iba a suceder a continuación, y cayó al suelo desvanecida. Antes de que Asano pudiese acercarse a su mujer, fue inmovilizado.
En pleno alboroto y desconcierto, Kajikawa despojó a Asano de su espada y lo recluyó en una dependencia del palacio bajo la vigilancia de los soldados del sogún.
De forma inmediata, se reunió el consejo de inspectores generales del bakufu, el gobierno del sogún, a deliberar sobre lo sucedido y la pena que debía sufrir Asano por el delito cometido.
Chikako, la mujer de Asano, había fingido desmayarse al ver lo que sucedía para tener la oportunidad de avisar a los samuráis que esperaban fuera, pero no la dejaron a solas ni un momento, ni siquiera para salir a tomar el aire al patio donde se encontraban Hara, Kataoka y Mimura, y su plan fracasó.
El daimio de Ako esperó varias horas, al cabo de las cuales fue conducido por un largo corredor hasta la última puerta. Cuando la franqueó, supo que su destino estaba sellado.
Para evitar que sus samuráis acudieran en su ayuda, lo vistieron con ropas de sirviente y lo escoltaron en un palanquín fuera del castillo de Edo por una salida inapropiada para un hombre de su categoría, la que se usaba para los cadáveres y los delincuentes.
Con esta estratagema, los samuráis de Asano fueron burlados y no pudieron oponerse a la detención.
Flanqueado por Kajikawa y doce samuráis leales al sogún, lo trasladaron al castillo del daimio Tamura Ukiyo.
Kira, malherido, insistió en que lo condujeran enseguida a su castillo.
Entró en la sala prohibida. Nadie de los de su mansión tenía acceso a ella, y la mayoría ni siquiera sabía de su existencia, oculta como estaba tras un tapiz en su propio dormitorio. Sus tres mejores y más fieles samuráis, Kobayashi Hehachi, Waku Handaiyu y Shimidzu Ikkaku, tenían la misión de impedir que nadie entrase en sus aposentos y menos aún en aquella estancia. Contrariar esta orden significaba la muerte. En ella, el maestro de ceremonias llevaba a cabo sus prácticas arcanas más crueles y poderosas.
Entre otras aberraciones, mantenía a un perro atado en un lateral con una fuerte cadena de hierro. A poca distancia de él, pero justo fuera de su alcance, un plato de comida. El animal se iba debilitando de hambre mientras veía y olía la comida.
Cuando Kira llegó, el perro estaba a punto de morir de inanición y locura. El animal era incapaz de ladrar o gimotear siquiera. Kira le había cortado la lengua y las cuerdas vocales para que no delatara su sufrimiento y el lugar donde estaba encerrado. La ley del sogún condenaba a muerte a quien causase daño a un animal, especialmente a un perro, pero el maestro de ceremonias sabía tomar los recaudos del caso.
Era el momento preciso. Kira cogió una espada especialmente fabricada para sus cruentos sacrificios por un sacerdote shinto fiel a la tradición más oscura.
El animal apenas pudo levantar la cabeza, y Kira tuvo que ayudarlo con un bastón. Invocó a Taizan Fukunsai, el señor de las almas, el que marca el momento de la muerte. En ese instante, le cortó la cabeza al perro.
El poder convocado por el hambre y la rabia del animal fueron absorbidos por el maestro de ceremonias y ofrecidos a los kami oscuros. Inmediatamente, Kira usó esa fuerza para guiar a las fuerzas oscuras a su labor mágica, a su deseo maléfico.
Poco después, el consejo decidió. En la casa donde habían encerrado al daimio de Ako, Kajikawa, el oficial del sogún, leyó la sentencia:
—Después de oír el veredicto del consejo de inspectores generales del bakufu, el piadoso sogún, dado su grado, le permitirá morir de forma honorable mediante el seppuku.
—¿Y qué sucederá con el castillo de Ako y su gente? —preguntó Asano.
—Sus propiedades pasarán al sogún.
Asano sabía que eso significaba el fin de su linaje y de la casa Asano, el oprobio de su familia, y que sus sirvientes quedarían sin lugar donde vivir y sus samuráis se convertirían en ronin, guerreros sin señor, vagabundos sin hogar.
—¿Tienes algo que decir? —le preguntó el daimio Tamura.
—Sí. No guardo ningún rencor al sogún por la decisión que ha tomado. Solo lamento no haber matado al despreciable e infame Kira.
Tamura le entregó papel y pincel para que escribiese a su familia sus últimas palabras. Asano miró el bello jardín donde se encontraba y con serenidad y templanza redactó un mensaje de despedida a su esposa y a su pequeña hija.
Una vez secada la tinta y sellado el papel, Asano fue acompañado por Tamura y Kajikawa a un rincón del jardín de la casa para hacer el ritual del seppuku. El desprecio hacia Asano fue patente al elegir un sitio poco digno, ya que lo apropiado para un hombre de su categoría habría sido la sala principal del castillo, pero él no se quejó, ni protestó.
Mientras se preparaba, dejaron entrar a Kataoka para que le asistiera en la ceremonia del seppuku. Delgado, seco y cetrino, el bravo samurái, con lágrimas en los ojos, se arrodilló y le pidió perdón por no haberse dado cuenta de lo sucedido.
En el jardín, Asano se sentó en el suelo sobre un lienzo blanco. Con suavidad dejó que la parte superior de su ropa se deslizara hasta su faja. Se inclinó y su torso quedó desnudo. Con precaución, recogió sus mangas bajo las rodillas a fin de que al morir su cuerpo no cayese hacia atrás. Para mantener su dignidad, el cuerpo de un samurái siempre debe caer hacia delante en el momento de la muerte.
Hasta las últimas luces del día parecían retrasar el momento de desaparecer engullidas por la noche para contarle al tiempo que ellas habían estado allí, iluminando aquel momento en que el hombre obtiene por un instante la atención de los dioses.
Asano le dio el papel lacrado con sus últimas palabras para su mujer y su hija, y dijo unas escuetas palabras:
—Oishi sabrá qué hacer.
A continuación, sin más ceremonia, Asano cogió con mano firme su espada, la misma que había herido al infame Kira. Con un rápido y enérgico movimiento la hundió en el lado izquierdo del abdomen y la desplazó hacia el otro lado. Su rostro no reflejó el mínimo dolor, ni un solo músculo de su cara indicó el tremendo sufrimiento. Cuando este alcanzó su punto culminante, Asano extrajo de su cuerpo ensangrentado la espada y se inclinó ligeramente hacia delante. En ese momento, su fiel Kataoka, que había permanecido arrodillado junto a él, se puso en pie de un salto y con un movimiento rápido y seco le cortó la cabeza, que cayó, tal como dicta el protocolo para los hombres nobles, sobre su regazo sin desprenderse totalmente.
En un silencio de muerte, solo interrumpido por el sonido de la sangre que salía a borbotones del cuerpo de Asano, su asistente, Kataoka, hizo una inclinación profunda, limpió su sable con una hoja de papel dispuesta para esa finalidad y recogió ceremoniosamente la espada corta de su señor teñida de rojo como prueba sangrienta de lo que acababa de suceder.
Murió con honor.