Templo Kisshoji.
Terasaka entregó al abad pelo, uñas, armas y armaduras de sus compañeros para que los custodiase en el templo y sirviesen para que los ritos fuesen más eficaces.
También le entregó diez monedas de plata para que rezara por la paz de las almas de los samuráis de Ako y para que erigiese sus tumbas.
—Asano vino a verme varias veces cuando iba a Edo. Me contó lo que sucedía con Kira, su actitud agresiva y despectiva hacia él —dijo Juken, moviendo con parsimonia sus alargadas y finas manos, que sobresalían de las amplias mangas de su hábito blanco—. Kira era un poderoso onmyoji en su vertiente más oscura, un hechicero negro. Asano, un daimio íntegro y miembro de una familia de gran reputación, era un obstáculo para Kira en su afán de ascender y controlar el poder en la corte.
—También Kamei, el otro daimio designado por el sogún, podía ser un obstáculo.
—Kira logró sus propósitos. Kamei cedió a su magia y perdió sus deseos de matarle —aseguró Juken—. Además recibió una importante cantidad de dinero. Ganó un aliado poderoso a partir de ese momento.
—¿Crees que Kira indujo con su magia a su consejero a pagarle?
—Sin saberlo, el consejero de Kamei le hizo el juego a Kira.
—Pero finalmente ha muerto.
—La magia oscura no lo puede todo. Logró que Asano fuese sentenciado a muerte y él salir bien librado. Es cierto, pero vosotros tenéis una poderosa fuerza a vuestro favor: la integridad. Por eso habéis logrado vencer, pero la batalla no ha terminado.
—El abad de Sengakuji me dijo que deberíamos enfrentarnos a los yurei y a los goryo.
—Me temo que eso no es lo peor. Los ashiki-kami son espíritus invocados por un onmyoji, un hechicero. En este caso, demonio y hechicero son el mismo, y se invoca a sí mismo para regresar a este mundo con más poder del que tuvo en vida. Kira se ha convertido en el peor monstruo, una fusión de goryo y de ashiki-kami.
Terasaka estaba alarmado ante las terribles fuerzas que se les oponían. Pero eso no era todo.
—¿Pudiste ver el lugar donde Kira hacía su hechicería?
—Sí, entré y vi el lugar maldito.
—Descríbelo.
—La puerta era baja. Más que una habitación, era una especie de cueva. Un perro muerto, otro agonizando. Botellas, tarros, miles de hierbas, inciensos…
—¿Qué más?
—Ah, sí. Ahora recuerdo algo que me llamó la atención, pero que había olvidado por completo, por todas partes había muñecos de papel, cientos de pequeños muñecos de papel. Vestían una especie de armadura pintada y una espada en un lado, algunos incluso llevaban un arco.
El rostro del abad se ensombreció.
—Son shikigami, espíritus invocados por un onmyoji, por un hechicero. Protegen y sirven a su amo.
—Eran simples muñecos.
—No. Kira era un importante maestro de ceremonias capaz de conjurarlos para que poseyesen la fuerza maléfica de su amo.
—¿Unos muñecos de papel?
—Si el onmyoji es poderoso, puede dar vida a los shikigami mediante una representación en papel y transformarlos en guerreros, en sus siervos, para que hagan todo lo que él les ordene.
—Pero ahora está muerto, quedarán sin esa energía que les insuflaba la vida.
—Seguirán viviendo a través del odio que recibieron y aunque no se lleguen a materializar, pueden poseer a otras personas para actuar a través de ellas.
El abad ordenó construir los sepulcros con el cabello, las uñas y las armaduras de los samuráis para fortalecer sus almas.
—El cabello y las uñas son talismanes poderosos, pero más lo es una cabeza —explicó Juken—. Habrá que reforzar y mantener la invocación hasta que os enfrentéis a Kira y a sus huestes tenebrosas para evitar que la maldición venza.
Como símbolo de lo efímero de la vida de los samuráis y de su renacimiento, Juken decidió plantar cerezos alrededor de las lápidas.
—La naturaleza humana es a la vez humana y divina, en ella reside el espíritu, y este vuelve vida tras vida a su atavío humano —dijo el abad—. Si sigues la vía del guerrero, Kira y sus conjuros no podrán destruirte, pero si cedes, pagarás un alto precio, acabarán con tu familia, con tu mujer, con tus hijos, con la gente que amas, y a través de ellos acabarán contigo. Podrían destruirte si tienes familia en esta vida o en las siguientes hasta que no hayáis derrotado a Kira y a los terribles poderes que ha despertado.
—Me enfrentaré a ellos.
—Para luchar contra esas poderosas fuerzas guiadas por la ira y el odio hay que tener el alma pura y libre de emociones oscuras.
—¿Qué debo hacer?
—Seguir ascendiendo en tu evolución. Los monjes tratamos de conseguirlo —le dijo Juken—. Ser monje te ayudará.
Terasaka se quedó en silencio. No era lo que él había pensado.
—Hay muchas clases de monjes. Te lo mostraré. Aquí aprenderás cosas que el día en que de nuevo os enfrentéis a Kira podrás usar para contrarrestar su poder maléfico, y mientras tanto proteger a la gente que quieres.
Terasaka se afeitó la cabeza. Hizo las ceremonias de iniciación. Entró como novicio en el templo Kisshoji.
Terasaka visitaba a menudo a los hijos de los samuráis de Ako. El sogún, por miedo a más venganzas, expulsó a todos los hijos de los samuráis de Ako que tuviesen más de quince años. Fueron desterrados indefinidamente a Hisakajima, una pequeña isla alejada de Edo que forma parte de Goto Retto, una cadena de cinco islas.
Terasaka fue hasta allí a visitar a los jóvenes, algunos de ellos de su misma edad, y vio las penosas condiciones en que vivían. Presentó una petición al sogún para que acortase el tiempo de la pena. Tuvo que esperar ocho años hasta que todos pudieron regresar a sus hogares.
Durante años permaneció en el templo, ascendiendo en su camino espiritual bajo el amparo del abad. Salía a cuidar de las familias de sus compañeros y les visitaba para ayudarles en sus necesidades.
Mientras tanto, bajo los auspicios de Juken, Terasaka se ordenó monje zen en el templo Kisshoji.
Los años pasaron. Las duras prácticas en el templo hicieron que Terasaka avanzase en la vía del guerrero. Hasta que un día, Juken decidió que había llegado el momento de dar el paso definitivo.
—Cuando yo muera, no podré seguir realizando las ceremonias de protección contra el conjuro de Kira. El nuevo abad continuará, y si es necesario el siguiente abad, pero deberás ser tú quien mantenga vivas las invocaciones para que su maldición no venza. Dentro de pocos días moriré. Cuando haya muerto debes ir a un monasterio que está en las montañas de Hiroshima, cerca de los orígenes de la casa Asano. En aquel lugar acabarás tu instrucción en esta vida y puede que en las siguientes.
Juken le hizo un plano de cómo llegar.
—Allí, en el monasterio oculto en las montañas, se ejercitan los yamabushi, los monjes guerreros. Hay poca gente que sepa dónde está el monasterio. Solo aquellos que son elegidos por el propio lugar pueden acceder a él. El resto de los que lo intentan se pierden una y otra vez en el camino y desisten o mueren. —El abad hizo una pausa y luego dijo—: No te rindas jamás, ni siquiera cuando te sientas derrotado.
—Soy un samurái.
—Lo sé. No lo olvides, incluso después de la muerte.
—¿Cómo encontraré ese lugar?
—El plano te podrá guiar desde Hiroshima hasta las montañas. Desde allí deberás ser tú quien lo encuentre. Si tu destino es llegar allí, llegarás. Si no, darás media vuelta y te alejarás.
Murió Juken.
Quiso Terasaka volver a Edo, al templo de Sengakuji, a presentar sus respetos a sus camaradas antes de partir hacia su último destino. El abad de Sengakuji había muerto hacía años. Nadie lo reconoció. Nadie me reconoció.
Vio las tumbas de sus compañeros y se postró ante ellas.
Asano y los cuarenta y siete samuráis yacen en el templo de Sengakuji, el Templo del Manantial. Entre los cuarenta y siete ya está en espíritu Terasaka, mi espíritu, su cuerpo un día irá allí y se unirá al de ellos. Pero sus almas no podrán aún descansar definitivamente en paz hasta que el círculo del destino se cierre.
—Aún debemos reencontrarnos una vez más y enfrentarnos a la maldición de Kira y morir por fin todos juntos como samuráis —dijo Terasaka ante las tumbas de sus camaradas.
Una por una, hasta llegar por último a la tumba de Sanpei.
—Sí, amigo, pronto nos veremos —dijo Terasaka.
Al salir del templo, comenzó su peregrinaje. A pie, dejó atrás Edo, y el recuerdo de la épica hazaña de los cuarenta y siete ronin. Fue a Kioto, vio a lo lejos el castillo de Ako, que durante años había sido su hogar. Dejó atrás Osaka, franqueó la provincia de Hyogo. Unas hermosas cigüeñas blancas lo acompañaban.
Sobrevolaban lentas sobre Terasaka. Eran aves de grandes alas, subían y bajaban, como si quisieran eclipsarse en la noche incipiente, pero él sabía que eran mensajeras de los kami que protegían a sus compañeros, los espíritus de los samuráis de Ako, que caminaban junto a él.
Marchó por caminos secundarios bordeados de crisantemos, y llegó a la provincia de Okayama. Entró en la ciudad de Miyoshi. Estuvo tres días en un pequeño templo en un lago. En su orilla meditó.
¿Es el viento enemigo del cerezo en flor o es el aliado que muestra su belleza efímera? Durante unos pocos días, la flor enseña la belleza del cerezo. Un día, de pronto, se desprende y nos muestra en un instante fugaz el rocío blanco y rosado del viento.
La hermosura efímera de la flor del cerezo un día florece, al otro cae abatida por la tormenta. La flor más joven ya está en su vuelo hacia la tierra que la ha de acoger.
Desde allí llegó a Hiroshima. Fue a la casa familiar del linaje de los Asano. Encendió incienso ante las tumbas de la mujer de su señor y de su hija. Se marchó, libre de la última misión que su capitán le había encomendado: no morir hasta que ambas hubiesen partido.
Los días pasaron. Perdido, vagó de un sitio a otro. Llegó a un pueblecito y se puso a deambular por las callejuelas. Aunque su aspecto dejaba mucho que desear después de tanto tiempo de trayecto por caminos polvorientos, los hombres se inclinaban a su paso, algunas mujeres rehuían la mirada y otras le sonreían sin recato.
Preguntó a unos y a otros. Nadie sabía dónde estaba el monasterio. Llegó a una de las últimas casas del pueblo. Después los campos de cultivo. Terasaka dudaba de la existencia de aquel lugar, de si se había equivocado de zona. Sacó una vez más el plano del abad. Cansado de mirarlo una y otra vez, y de perderse una vez y otra, lo dejó caer al suelo. Si su destino era llegar a aquel monasterio, llegaría con o sin plano. Se alejaba cuando oyó una voz:
—Yo conozco ese lugar.
Tras un largo y arduo camino, Terasaka llegó al monasterio. Allí permaneció muchos años. Allí escribió su manuscrito entre quebradas brumosas y majestuosos cedros. El manuscrito que años después debería servirle de guía a él mismo, a su reencarnación, para seguir el combate contra la maldad.
Terasaka dejó su espada y su armadura en el templo del monasterio como símbolo de su pasado, como esperanza de su futuro.
Hoy el sol enciende mi espíritu anhelante,
Mañana mi alma se reflejará en el lago helado.
El viento austral libera la flor del cerezo,
¿Qué será de ella mañana?