Manuscrito de Terasaka

Cuatro de febrero de 1703. Después de cuarenta y siete días, llegó la sentencia del sogún. A todos se les concedía morir por seppuku, el ritual de suicidio con honor, y no como criminales.

Asami Yasuda, que había sido repuesto en su cargo en el consejo, de nuevo se opuso a la sentencia. Según él, no había delito, nada por lo que pagar, pero Ogyu Sorai, el sabio seguidor de la doctrina de Confucio, convenció al consejo de que la sentencia justa era la de seppuku.

Se accedía, tal como había pedido Oishi, a que lo hiciesen por rangos, con lo que Chikara sería el primero y Oishi el último.

También se concedió el indulto a Terasaka. Según expuso Yasuda, como todos los demás vengadores, Terasaka no había actuado como un criminal y, por tanto, la ley del sogún no le podía condenar a morir como un criminal, pero tampoco era aún un samurái, por lo que no podía morir como un samurái. Así que su vida fue perdonada, tal como Oishi había solicitado al sogún.

La flor más joven del cerezo aún tardaría en caer a tierra.

Finalmente, la casa y el nombre de Asano serían restablecidos y el hermano menor de Asano, Daigaku, sería el nuevo daimio y los samuráis que no habían participado en la venganza podrían volver a Ako.

El mismo día en que recibieron la sentencia, los cuarenta y seis ronin se prepararon para la ceremonia final. Se retiraron unas horas a hacer el ayuno protocolario. En primer lugar para que al cortarse el vientre no se esparciera el contenido de su estómago y, sobre todo, como un acto purificador de su mente.

Se dividieron en cuatro grupos. El sogún ordenó que cada grupo tuviese a un daimio como testigo mientras uno a uno, por orden de rango, fueran haciendo seppuku.

El daimio Sengoku les ofreció la Gran Sala del castillo, pero Oishi se negó.

—Moriremos como nuestro señor, en el jardín. Donde los kami puedan vernos a plena luz.

Antes de morir, los cuarenta y seis samuráis hicieron el juramento de no olvidar y estar preparados para la venganza de Kira en sus siguientes vidas.

Oishi Yoshio, el capitán de los samuráis, invocó a los kami para que al reencarnarse vida tras vida recordaran quiénes eran hasta que lograran reunirse todos de nuevo y luchar contra la maldición de Kira y sus huestes demoníacas, y así liberar al mundo de su maldad y poder seguir su camino en paz.

—Volveremos en espíritu. Esperamos vuestras visitas al santuario de Sengakuji —dijo Oishi hablando a los kami—, donde se guardará nuestra memoria, para que a nuestros espíritus no se les olvide reencontrarse para derrotar definitivamente a Kira.

Cada uno de los samuráis compuso un poema de despedida en el dorso de su abanico de guerra.

Oishi se acercó a su hijo. Chikara tenía la mirada firme.

—Padre, ha llegado el momento que deseábamos —dijo el joven, y Oishi asintió.

Al momento la cabeza de Chikara caía sobre su regazo. Oishi se alegró de que hubiese muerto dignamente.

Cada uno de ellos fue asistido por el samurái que le precedía en rango y que permanecía junto a él para cortarle la cabeza si creía que el sufrimiento era intolerable.

Onodera pidió ser él quien asistiera a su propio hijo, y su espada segó su corta e intensa vida.

Así, uno tras otro hasta que solo quedaron Onodera, Hara, Yoshida y Oishi, los líderes de los dos grupos que asaltaron el castillo de Kira, los últimos samuráis vivos de los cuatro grupos en hacer seppuku.

Los daimios que habían seguido toda la ceremonia se alejaron e hicieron una señal a sus hombres para que dejaran solos a los cuatro samuráis en el jardín.

—Ha llegado nuestra hora. Ha sido un privilegio servir bajo tus órdenes, maestro —dijo Onodera a Oishi.

El samurái se sentó sobre la estera blanca y se preparó recitando un poema como un último recuerdo hacia su mujer. La sintió junto a él en la muerte, en su último suspiro. Justo en el momento de separarse, él quiso encontrar los ojos de Ichiyo, y ella los suyos. Y esa mirada compartida los siguió.

Oh, amada.

Te susurraré al oído adonde van los seres felices.

Beberemos sedientos de las copas celestes.

Bailaremos hasta que el amanecer libere las sombras.

Entonces, tú y yo, juntos iremos a las cumbres claras.

En ese mismo momento, Ichiyo, la fiel esposa de Onodera Junai, preparó su kwaiken, la daga de doble filo. La limpió con esmero y la dejó en el suelo sobre un paño blanco. Se ató las piernas por los tobillos para que al caer no quedasen deshonrosamente abiertas. Ella era un samurái, una fiel seguidora del bushido, pero no había podido participar en la contienda, no era uno de los samuráis de Ako. Aun así, acompañaría a su marido en la muerte. Era un momento honroso para morir. Cogió la daga, vio su brillo mortal y sin más ceremonia se hizo un profundo corte en el cuello. La tradición decía que los hombres hacían seppuku, abriéndose el vientre, las mujeres hacían jigai, seccionándose la arteria carótida.

Justo un instante antes de la danza trágica del jigai, Ichiyo recitó su poema:

Si tú deseas morir,

Yo también deseo morir.

Quiero desear lo que tú deseas,

Exhalar juntos el último suspiro para no morir jamás.

Había decidido abrirse paso entre nubes de tiempo y ceniza, e irse con él. Ichiyo traspasó la distancia, y halló su último aliento, mientras veía llegar su nueva mirada.

En cuanto Onodera acabó su poema, se abrió el vientre. Hara le cortó la cabeza.

Nadie habló. El silencio pesaba como una losa, hasta que Oishi dijo:

—Ojalá lo consigan.

Llegó el momento tan deseado por Hara.

—Tuviste razón, tras la muerte de nuestro señor Asano no era el momento de morir. Ahora sí.

—La mancha ha sido lavada.

—Hay manchas que solo se pueden lavar con sangre.

Yoshida le cortó la cabeza con mano firme. Hizo una profunda reverencia a su compañero que yacía muerto a sus pies. Limpió su espada y le preguntó a Oishi:

—¿Ha valido la pena?

—Ha sido una vida honorable, merecía un final honorable. ¿Y para ti, ha valido la pena?

—La muerte por vejez no es para un samurái algo deseable. Solo lo siento por esos jóvenes que descansan sin vida en esta tierra sangrienta.

—Eran samuráis. Decidieron como samuráis. La muerte es un asunto de honor.

—Ellos no han tenido tiempo de vivir. Yo ya soy viejo. No tengo nada que hacer aquí. Si no hubiese sido hoy, hubiese sido mañana.

—Todo samurái practica el bushido para convertirse en un bushi, un seguidor de la vía del guerrero, y está preparado para morir. —Miró los cuerpos de sus samuráis y dijo con cierta tristeza—: Y también para vivir.

—Ellos solo estaban preparados para morir.

—La joven flor del cerezo es nuestro emblema: vivimos bellamente y morimos de forma hermosa —dijo Oishi mirando hacia donde yacían los cuerpos de los samuráis de Ako—. Una vida bella y efímera.

Yoshida se sentó sobre el lienzo con un paño entre sus manos para impedir manchárselas de sangre y así evitar la deshonra que supone morir con las manos salpicadas de sangre. Al igual que cada uno de sus camaradas se arrodilló y se abrió el vientre. Unos segundos después su cuerpo caía hacia delante y su cabeza descansaba en su regazo.

Llegó el turno de Oishi. El daimio Sengoku se acercó.

—Será un honor ser tu asistente, si así lo deseas.

—No será necesario.

Oishi quería sentir todo el dolor al abrirse el vientre y tratar de contrarrestar la maldición de Kira.

Se despojó de la camisa, dejando el cuerpo desnudo hasta la cintura, y recitó su último poema:

El destino está escrito en el curvo filo de mi espada.

Mi armadura no puede protegerme de la providencia.

¿Quién morará en la torre de la memoria?

La luna descubre una lágrima afligida.

Nubes de incienso ocultan una sonrisa.

Ah, este instante atroz sin ti.

Cogió su espada corta, que esperaba frente a él, y, sin ningún prolegómeno, firme y lentamente, se infligió un corte diagonal, desde abajo, atravesando el abdomen, hacia la derecha, luego ascendió hacia arriba y, en último lugar, hacia abajo.

Permaneció sentado en la postura zen. Todos se mantuvieron quietos. Una sola mirada del samurái bastó para que nadie hiciese un solo gesto para aliviar su dolor.

Mientras tanto, el abad de Sengakuji rezó y conjuró a los kami virtuosos para que viesen el sacrificio de Oishi.

—Magnánima Amaterasu, tú que brillas en los cielos, sé testigo de la lucha y el sacrificio de unos hombres contra la maldición que asola la tierra.

La voz del abad se elevaba en busca de ayuda y compasión.

—Oh, vosotros, los kami que vivís en la Alta llanura del Cielo, en el mundo de la paz, sed nuestros aliados.

Por propia voluntad, Oishi estuvo agonizando durante horas. Amaterasu dejó su lugar en el cielo a Tsukuyomi, el guardián de la luna iluminada. Casi llena, refulgente, iluminaba la sobrehumana escena.

Gracias al dolor, Oishi fue liberando conscientemente su energía a través del punto hara. Sintiendo cómo podía canalizarla para que nada de ella se perdiera. Pretendía recordar su pasado tras la muerte física y preparar su regreso conscientemente para poder luchar contra la maldición de Kira y así ayudar a sus samuráis.

Antes del amanecer, Oishi había muerto.

Todos los samuráis de Ako fueron enterrados junto a su señor.

Después de cumplir la misión de Oishi de informar de lo sucedido en Ako, Terasaka fue a ver a la familia de Kayano Sanpei.

Unos días después, el padre de Sanpei llegó a Sengakuji con el cuerpo de su hijo, y le dijo al abad:

—Traigo a mi hijo. Sin más explicaciones, el abad contestó:

—Ha de estar junto a sus compañeros.

A Sanpei, el samurái que no pudo luchar por honor y murió por honor, se le dio sepultura en Sengakuji, junto a los demás samuráis de Ako.