Manuscrito de Terasaka

El año, 1701. El día, catorce de marzo. El lugar, el palacio del sogún Tokugawa Tsunayoshi, el poderoso señor de todas las tierras de Japón.

La flor del cerezo mostraba sus más bellos colores. La primavera despertaba tras el largo letargo del frío invierno e inundaba las tierras de la provincia de Ako en el centro de Japón.

La región vivía un periodo de paz. El sogún, el jerarca militar, había sido educado por su madre en un estricto credo religioso y gobernaba sobre el propio emperador Higashiyama, que era una figura religiosa sin poder político. Por debajo del sogún estaban los daimios o señores feudales. Ambos, sogunes y daimios, eran samuráis, guerreros acogidos a un estricto código de honor.

Asano Naganori era señor del castillo y las tierras de Ako, en Hyogo, en la provincia de Harima, donde la primavera estalla en colores blancos y rosados, el verano es cálido y húmedo, y en el invierno solo hay que temer alguna ráfaga ocasional de nieve.

Asano, un hombre fornido, llano y acostumbrado a una vida austera, tenía treinta y seis años cuando fue nombrado jefe de protocolo por el sogún ante la llegada de los embajadores imperiales a Edo, la ciudad residencia del sogún. Pero a él no le gustaba la vida palaciega ni las intrigas y corruptelas, y rechazó el cargo.

Kamei Korechika era un daimio y amigo de Asano. También había sido elegido para participar en el protocolo de la recepción a los enviados imperiales y, a diferencia de Asano, había aceptado con satisfacción.

Eran tiempos difíciles. La mayor parte de la población padecía graves penurias. Kamei, un hombre distinguido y acostumbrado a la vida cortesana, convenció a Asano de que este ascenso en el escalafón palaciego podría aprovecharlo en su favor y en el de la gente que vivía en sus tierras. Finalmente, Asano aceptó el cargo.

Kira Yoshinaka, un protegido del sogún, ostentaba el gran poder que este le concedía. No era un daimio, sino un importante maestro de ceremonias, celoso de que se hubiese nombrado a Asano como jefe de protocolo de la corte del sogún cuando habría querido ser él mismo el elegido.

Una de sus obligaciones consistía en presidir las ceremonias, pero Asano no sabía cómo hacerlo ni cómo comportarse, ya que el daimio de Ako era un samurái que vivía al margen de la corte y no conocía las tramas palaciegas. El sogún encargó a Kira que instruyese a Kamei y a Asano en los pormenores de las etiquetas de la corte apropiadas para cada ocasión.

Los dos daimios, como la mayoría de los hombres que ostentaban poder militar, estaban obligados a vivir parte del tiempo con su familia cerca del palacio del sogún. De esta forma, el gobernante se garantizaba tenerlos cerca y controlarlos con más facilidad para evitar rebeliones a las que tan dados habían sido los samuráis durante siglos. Aparte de su familia, especialmente los hijos, solo podían tener en su residencia de Edo a unos pocos de sus fieles samuráis.

Todos los días, los dos daimios debían atender las enseñanzas de Kira. El maestro de ceremonias era un hombre codicioso, y consideraba que los regalos, que según la tradicional costumbre le habían hecho los dos nobles a cambio de sus enseñanzas, eran insuficientes. Decidió, pues, tratar a estos con desprecio, y en vez de enseñarles trataba de confundirlos y burlarse de ellos. Kira avasallaba e insultaba continuamente a los dos señores feudales.

A pesar de los insultos, el noble Asano, subordinado a su sentido del deber hacia el sogún, hacía oídos sordos a las provocaciones con paciencia. Soportaba estoicamente la situación. Pero Kamei tenía un temperamento más impulsivo y se enfureció. Decidió que debía matar a Kira.

Un día, cuando acabó sus funciones en el palacio, Kamei regresó a su residencia. Llamó a sus consejeros y les dijo:

—Kira Yoshinaka no cesa de insultarnos y humillarnos a Asano Naganori y a mí. Hoy mismo estuve a punto de sacar la espada y matarlo allí mismo, pero pensé que si lo hacía dentro del palacio perdería mi vida y mi familia y mis vasallos se arruinarían conmigo, de modo que me detuve —añadió con gesto de crispación y de odio—. Pero mi decisión es firme, ese ser despreciable merece morir y mañana lo mataré.

Ninguno de sus consejeros trató de disuadirlo. Sabían que sería en vano. Sin embargo, uno de ellos, que era un hombre de gran cordura, intervino:

—La palabra de su señoría es ley, y tu siervo hará en consecuencia todos los preparativos. Mañana, cuando su señoría vaya a la corte, si Kira Yoshinaka vuelve a comportarse de forma grosera, morirá.

Kamei quedó satisfecho con las palabras de su consejero y esperó con impaciencia el nuevo día para regresar a la corte y matar a su enemigo.

En cuanto hubo acabado la reunión, el consejero, que conocía la reputación de Kira de hombre codicioso, recogió todo el dinero que pudo. Acompañado de varios siervos, que portaban dos cofres con monedas de plata, se dirigió a la mansión de Kira.

Al llegar fue recibido por uno de los sirvientes de Kira.

—Mi señor le debe mucho a vuestro amo y me envía a darle las gracias por el gran esfuerzo que hace al enseñarle las ceremonias que deben observarse durante la recepción de los enviados imperiales.

A continuación le enseñó el millar de onzas de plata para Kira y las cien onzas para ser repartidas entre los sirvientes.

En cuanto vio el dinero y oyó las palabras del consejero de Kamei, el sirviente fue a informar a su señor, que pronto recibió al supuesto mensajero de Kamei.

—Este no es sino un humilde presente que mi señor le envía a través de mí, pero espera que vuestra señoría se digne aceptarlo.

Kira mostró una especial complacencia y, después de agradecerle el regalo, le aseguró que a la mañana siguiente instruiría a su señor cuidadosamente en todos los aspectos de la etiqueta necesarios para las ceremonias de la corte.

El consejero salió de la residencia de Kira satisfecho por el éxito de su plan.

Al día siguiente, en cuanto Kamei llegó al palacio, Kira, vestido con costosas y finas sedas de vivos colores, se le acercó obsequiosamente y dijo:

—Estos días no he podido dejar de admirar su celo por aprender el protocolo correcto, por lo que tendré el honor de reclamar su atención sobre algunos aspectos de la etiqueta y suplicar a vuestra señoría que disculpe mi inapropiada conducta de días precedentes. Es sabido que soy una persona de difícil trato, así que le ruego que me perdone.

Tanto se humilló Kira, que Kamei, cuyo ánimo se fue serenando, desistió de su voluntad de matarlo. De esta manera, la perspicacia e inteligencia de su consejero salvó a Kamei y a toda su casa de la destrucción.

A partir de ese día, Kira trató muy bien a Kamei, pero no así a Asano. Molesto, porque no le daba el dinero que le pedía por asesorarlo en cuestiones de protocolo, Asano siguió siendo blanco de sus insultos, más virulentos si cabe, después de recibir el suculento obsequio de Kamei.

Difícil concebir enemistad tan honda y oratoria tan vehemente.

En estas circunstancias, a Asano no le hacía muy feliz cumplir con sus nuevas obligaciones protocolarias en Edo. Debía usar ropas incómodas y soportar a Kira, que continuamente dejaba ver su sonrisa provocadora y sus dientes teñidos de negro con una mezcla de hierbas y vinagre y por las costosas nueces que masticaba sin cesar. Kira era mayor que Asano, pero la edad no siempre trae la virtud y la templanza. Su rostro reflejaba su baja calidad moral. Su sonrisa sobrecogía en una cara cruel y grosera en la que destacaba una nariz ancha que separaba unos ojos prominentes y malvados.

Asano no aceptaba las inmoralidades de Kira, y no le daba el dinero que constantemente le solicitaba en pago por enseñarle el protocolo. Consideraba que ambos no hacían más que cumplir con su deber y que las enseñanzas sobre etiqueta formaban parte de sus obligaciones con el sogún y, por lo tanto, no tenía por qué darle dinero alguno.

Sin embargo, a pesar de que Asano pensaba que era una labor que Kira debía realizar sin recibir compensación alguna, ya que el propio sogún se lo había ordenado, conociendo el carácter insaciable de Kira, le envió algunos regalos como agradecimiento y trató de contenerse y hacer oídos sordos a sus provocaciones. Pero Kira estaba acostumbrado a que le pagaran grandes sumas de dinero, y los regalos no le parecieron suficiente. Con la actitud sumisa de Asano, decidió seguir agraviándole y dándole consignas insidiosas e intrigar frente al sogún extendiendo la falsa idea de que Asano era, además de un inepto, un rebelde.

Cuando llegaron los embajadores del emperador, Asano se vistió con los engorrosos atuendos protocolarios, se puso la ajustada chaqueta y los largos pantalones de rigor, que arrastraban por el suelo y hacían que se sintiese ridículo e incómodo. Se dirigió a la reunión con Kira, Kamei y otros miembros de la corte palaciega para ser recibido por el sogún.

Fuera quedaron sus samuráis: Hara, de cincuenta años, corpulento, recio y experimentado, y Kataoka y Mimura, jóvenes, ágiles y alegres.