Manuscrito de Terasaka

Ninguno de los cuarenta y siete ronin murió en el ataque al castillo de Kira, solo seis resultaron heridos. Los kami habían sido propicios. La táctica de Oishi, acertada. El valor, legendario.

—¡Yoshida! ¡Terasaka! —se oyó la voz de Oishi, mientras los demás ayudaban a los heridos y preparaban la partida—. Yoshida, ve a Edo a notificar al sogún lo sucedido.

Yoshida era un hombre experimentado y respetado. El sogún le recibiría y escucharía.

—Terasaka, debes llevar el mensaje de lo que aquí ha ocurrido a la esposa de nuestro señor Asano. Dile que el alma de su esposo ya es libre.

»Cuando hayáis cumplido vuestro cometido nos encontraremos en Sengakuji ante la tumba de nuestro señor para someternos a la ley del sogún.

Antes de abandonar el lugar, Oishi ordenó que se apagasen a conciencia todos los fuegos y luces para que las llamas no se extendiesen a las casas próximas.

Amanecía cuando los ronin salieron de la mansión de Kira y se dispusieron a cubrir la distancia que separaba el lugar donde habían consumado su venganza del templo de Sengakuji.

Los ronin se fueron turnando para llevar la cabeza de Kira. Conforme iban de camino a Edo, hacia la zona donde estaba el templo, la gente acudía a ver a los ronin cubiertos de sangre y con un aspecto aterrador. Por donde pasaban, la gente, avisada de lo que había sucedido, les enaltecía, les bendecía y les ofrecía alimento por su valor y lealtad.

Oishi pensaba que era muy posible que por el camino fuesen atacados. Los supervivientes habrían dado la voz de alarma en Uesugi, y se habrían unido las dos fuerzas para asaltarles, vengar a Kira y recuperar su cabeza. El daimio Uesugi era el suegro de Kira y no iba a permitir la afrenta sin luchar. El capitán de Asano estaba dispuesto a combatir de nuevo, aunque sabía que no tenían ninguna posibilidad. Avisó a sus hombres de que se prepararan a morir junto a sus compañeros espada en mano. No se rendirían antes de haber llevado la cabeza del perverso Kira ante su señor.

Sin embargo, los kami seguían del lado de los bravos samuráis. Matsudaira, uno de los dieciocho daimios principales de Japón, en cuya casa Asano había sido cadete, se alegró al enterarse de lo sucedido la noche anterior. Pensó lo mismo que Oishi e hizo los preparativos para proteger a los ronin en caso de que pudiesen ser atacados.

Cuando los samuráis de Uesugi estaban pertrechándose para salir a darles caza, llegaron los soldados de Matsudaira con un mensaje de su señor.

Ninguno debía moverse de Uesugi hasta nueva orden del propio sogún. Ante estas circunstancias, nadie se atrevió a perseguirlos.

Eran las siete de la mañana. Cuando se acercaban a las inmediaciones de su palacio, el daimio Date Tsunamura, señor de Sendai, mandó un mensajero a recibirlos. Se acercó con respeto a Oishi Yoshio y le dijo:

—Los samuráis de Asano Naganori, señor del castillo de Ako, habéis dado muerte a vuestro enemigo. Admiramos vuestra lealtad y dedicación. Señor, soy un consejero del señor de Sendai, y mi maestro os ruega aceptéis su hospitalidad.

Oishi pensó en negarse. Pero vio a sus hombres agotados y malheridos y aceptó. Algunos apenas podían dar un paso más, como era el caso de Hara, que no se quejó en ningún momento de la gravedad de sus heridas, y de Yato, al que ni la sangre que había perdido conseguía quitarle la sonrisa de la cara.

Los ronin entraron en el palacio. Mientras recuperaban el aliento y reponían fuerzas tomando gachas y vino, los hombres del daimio no cesaban de felicitarles.

—Aceptad el hospedaje de mi señor —dijo el consejero del señor de Sendai—. Curaremos vuestras heridas y repondréis fuerzas.

Hara, que era el que peor estaba, habló por todos.

—Nuestro señor nos aguarda desde hace casi dos años —dijo—. No podemos hacerle esperar más.

—Mi señor me manda deciros que lo que habéis hecho dará honor y gloria a los samuráis por siglos. Vuestro nombre será recordado y alabado, y con el vuestro el de todos los samuráis.

Mientras se alejaban, Hara se acercó a su capitán.

—¿Crees que después de esto obtendremos el perdón del sogún? —preguntó, preocupado.

—No. Es cierto que hemos despertado la admiración de la gente, pero el sogún no va a permitir que se vulnere la legalidad. Esto daría pretexto a otros para acogerse a esta sentencia y saltarse la ley a su antojo.

—¿Haremos seppuku tras ofrecer la cabeza de Kira a nuestro señor?

—Ha de ser el mismo sogún quien nos condene. Nosotros hemos actuado al amparo de la ley al matar a quien merecía morir. Según la ley, Kira debería haber sido condenado a muerte. Nosotros somos los que aplicamos la ley del sogún. Él debe condenarnos por matar a Kira en contra de su sentencia y, sobre todo, por matar a quienes trataron de impedírnoslo.

Para un samurái solo existe lo correcto y lo incorrecto. Por ello, la justicia en la que cree es la suya propia, y no está sujeta a vaivenes o matices. Con la rectitud y la decisión correcta el samurái es el juez de sus decisiones y de su honor.

Por el camino, cuando faltaba poco para que se divisara el templo, se detuvieron junto a un manantial para lavarse. De alguna forma, los samuráis estaban haciendo un rito de purificación antes de llegar a su destino.

Finalmente llegaron al templo de Sengakuji. A las puertas les esperaba el abad del monasterio, que los condujo ante la tumba de su señor.

Mientras sus compañeros caminaban hacia el templo llevando la cabeza de Kira, Terasaka entregó el mensaje a la mujer de Asano.

Cuando el samurái entró en la sala, la mujer aspiraba en una larga pipa de madera y movía lentamente un abanico en su mano. El aroma del tabaco amargo inundaba el aire enmohecido. A otro podía parecerle algo inofensivo y trivial, pero Terasaka sabía que aquellos dos objetos tan bellos como corrientes eran armas mortales en manos de Chikako. Durante años se había adiestrado como un samurái en el uso de cualquier objeto, por cotidiano que fuese, como arma. Si alguien hubiese entrado con intenciones de hacer daño a su hija o a ella misma, habría encontrado una muerte inesperada a través de sus delicadas y cuidadas manos.

Chikako escuchaba a Terasaka y su pensamiento decía que había llegado la hora de morir siguiendo los pasos de su marido. En ese momento entró su hija, se sentó junto a ella y le cogió la mano. Chikako sintió su calidez y vulnerabilidad. Un samurái sabe cuándo ha de morir y cuándo ha de vivir. Ella decidió vivir.

Yoshida fue al palacio del sogún. Este le recibió de inmediato, escuchó atentamente el relato de los acontecimientos y, cuando el bravo samurái hubo acabado, lo miró largamente y dijo:

—Ve a Sengakuji.

Al llegar al templo, los ronin lavaron y adecentaron de nuevo la cabeza de Kira y la espada con la que Oishi le había dado muerte. En el interior, del techo colgaban unas grandes lámparas y adornos característicos de los templos budistas, y se mitigaba el frío exterior gracias al grosor de los muros, a varios braseros encendidos y a los mil cirios que ardían dispuestos a intervalos regulares. Fuera, la tormenta respetaba el momento. Frente a la tumba del señor Asano unas bellas esteras blancas cubrían el suelo. Justo delante, una alfombra de fieltro escarlata invitaba a los visitantes a postrarse ante ella, tal como había dispuesto su esposa.

Los ronin se agolparon en torno a la tumba. A la izquierda y a la derecha los capitanes más destacados. Enfrente, Oishi, y detrás de este los demás vengadores.

—Te rogamos que nos perdones por habernos retrasado tanto. Las circunstancias así lo requerían. Finalmente, hemos logrado vengarte. Ya puedes descansar en paz.

Se postraron y depositaron la cabeza de Kira sobre la tumba, junto con los nombres de los cuarenta y siete ronin de Ako.

Cuando hubieron hecho esto, los sacerdotes del templo se acercaron y oraron mientras quemaban incienso. Oishi cogió una vara de incienso y la encendió, luego hizo lo propio su hijo, Chikara, y a continuación los demás ronin.