Catorce de diciembre de 1702. Noche gélida y cerrada. Había pasado más de un año desde la muerte de Asano. Sus más fieles samuráis habían logrado hacer creer a Chisaka que habían olvidado toda idea de vengar a su señor, por lo que disminuyó la guardia sobre Kira, aunque este, experto en el arte de la argucia, protestaba ante el sogún en cuanto Chisaka hablaba de retirar más hombres del castillo, argumentando que temía que todo fuese una maniobra de Oishi para engañarles. De esta forma se garantizaba una guardia personal que no le suponía ningún coste. Ante las órdenes del sogún, que tenía en gran consideración a Kira, y de Uesugi, su suegro, Chisaka se vio obligado a mantener a parte de sus samuráis guardando el castillo.
Los cuarenta y siete ronin decidieron que era el momento de vengar la muerte de su señor de acuerdo con el código de honor del samurái.
La noche invernal era especialmente inclemente, el viento y la nieve azotaban sus rostros y esto enardecía aún más sus ansias de venganza. Para no llamar la atención se dividieron en varios grupos. Se reunieron en un jardín abandonado en los alrededores de Edo, cerca de una fábrica de cartas.
Desde allí, todos juntos se encaminaron hacia la mansión de Kira. Cuando se acercaban al pueblo, Oishi ordenó desplegar las banderas de su señor Asano.
Como samurái de alto rango, Oishi se puso un casco rematado con cuernos en forma de media luna. Cogió su abanico de guerra. Un arma mortífera de hierro y una forma de enviar órdenes a sus compañeros.
Antes de atacar, Oishi mandó a varios de sus hombres a que advirtieran a los vecinos casa por casa que no eran ladrones ni se trataba de un atentado, sino de una operación militar de estricta justicia para vengar la muerte de su señor y que se mantuvieran al margen y tranquilos y ninguno sufriría daño alguno. Oishi se había informado y sabía que los vecinos, aunque Kira pregonaba lo contrario, lo detestaban y no tenían la mínima intención de oponer resistencia o dar la voz de alarma. Es más, creían que el maestro de ceremonias estaba relacionado con la desaparición de varios aldeanos.
El capitán de los samuráis hizo la señal a dos de sus hombres, Hazama y Soeta, de que dispararan al aire las flechas con cabeza de bulbo y plumas, tal como el abad le había indicado.
Las flechas surcaron el aire vibrando con un sonido encadenado. Los kami habían sido convocados para que presenciaran la demostración de valentía y lealtad que estaba a punto de desarrollarse. Que resolvieran participar o no y a quién apoyar sería decisión suya. El abad no trataba de hacerles propicios con aquella acción simbólica, sino de informarles de lo que iba a suceder.
Al llegar al puente que conducía al castillo, un perro gruñó a Oishi. Antes de que pudiese ladrar, el samurái hizo una de las señas convenidas y Hara lo atravesó con una flecha. Solo por aquella insubordinación a las leyes de protección de todos los seres vivos del «Perro Sogún», el castigo era la muerte. Representaba la prueba de que no había vuelta atrás. La suerte estaba echada. El sogún y los creyentes veneraban a los animales como mensajeros de los dioses.
—Este ya no será mensajero de los dioses —susurró Oishi—, al menos no en esta vida. Ahora es nuestro emisario ante los kami y les dirá que Kira va a morir.
Era fundamental para su propósito que no se diese la voz de alarma. El castillo contaba con más de sesenta de los mejores arqueros y expertos en la espada, que defenderían con ventaja un ataque abierto y, además, tendrían tiempo de pedir ayuda a Uesugi.
Oishi volvió a advertir a sus hombres de que tuviesen cuidado en no herir a nadie que no opusiese resistencia, especialmente a los sirvientes, ancianos, mujeres, niños y cualquier persona indefensa.
Había que actuar con rapidez y contundencia, encontrar pronto a Kira y acabar con él antes de que llegasen los refuerzos de Uesugi.
Al aproximarse a su objetivo, se dividieron en dos grupos para enfrentarse más eficazmente a la guardia. Atacarían al mismo tiempo por la entrada principal y por detrás del castillo.
Oishi y Hara serían los líderes del grupo que asaltaría la puerta principal y entraría en la mansión donde vivía Kira. Yoshida y Onodera guiarían al grupo de veintitrés hombres que atacaría por la parte de atrás y lucharía fuera, en el terreno que rodeaba la mansión. Los de más edad, los más duros y experimentados combatirían en el exterior del edificio principal, y los más jóvenes y fogosos, capitaneados por Oishi, entrarían en busca de Kira.
Era un día perfecto con un clima perfecto para atacar sin ser vistos: luna casi negra, nieve y frío. Los cuarenta y siete ronin rodearon el castillo de Kira.
En plena tormenta de nieve, Oishi hizo la señal convenida.
Kataoka sacó una tela de seda reforzada provista de clavos que acopló a la palma de su mano. Siguiendo el plan trazado, trepó ágilmente por el muro trasero y comprobó que no había guardias a la vista antes de ayudar a los jóvenes Yato, Chikara y Terasaka a seguirle. La oscuridad de la noche era total, solo un ligero haz de luz que provenía de la casa principal llegaba a él a través de la puerta entreabierta. Pero pronto el sirviente de Kira cerró el panel que separaba sus aposentos del jardín, y el exterior quedó sumido en una oscuridad blanca.
Empleando las lanzas provistas de gancho que Ichiyo les había enseñado a usar, los cuatro samuráis bajaron en silencio y se dejaron caer al patio. El suelo cubierto de nieve amortiguó el ruido. Kataoka aguzó el olfato y la vista. Al poco, pudo ver a varios samuráis de Kira resguardados bajo una techumbre. Desde su escondite, observaron los movimientos del castillo y esperaron el momento oportuno para atacar.
Cuando Kataoka hizo la señal convenida, se movieron con decisión. Atacaron rápida y sigilosamente a cuatro de los soldados miembros de la guardia de Kira que vigilaban la parte delantera del castillo. Las espadas de los samuráis segaron sus vidas sin que pudiesen dar la voz de alarma.
Acto seguido se dirigieron a la puerta principal que daba acceso al recinto para abrirla y franquear el paso al resto de samuráis comandados por Oishi y Hara.
Entraron en la portería donde otros cuatro guardias dormían. Antes de que pudiesen reaccionar, los desarmaron. Los soldados imploraron clemencia. Kataoka les pidió a cambio las llaves de la puerta. Aterrados, dijeron que se guardaban en la casa de uno de sus oficiales y que no tenían acceso a ellas. Los ataron y trataron de forzar la puerta, pero resistió. Como no encontraron la forma de abrirla sin hacer ruido, rompieron el cerrojo y el perno valiéndose de un mazo. La puerta se abrió.
Oishi hizo sonar el tambor y el grupo comandado por Yoshida rompió la puerta trasera.
Dio comienzo la batalla. Los samuráis de Ako encendieron varios fuegos y lanzaron flechas inflamadas para iluminar el escenario de la lucha.
El grupo encabezado por Oishi entró como un vendaval. En primera instancia esquivaron a los guardias, ya que su plan era tratar de matar a los menos hombres posibles. Mientras Oishi y algunos más entraban en el edificio principal en busca de Kira, el resto del grupo comandado por Hara se quedó fuera enfrentándose a diez soldados armados con espadas.
Los arqueros de Uesugi tomaron posiciones y dispararon sus flechas al grupo de Hara, que defendía la puerta principal de la mansión. Una flecha alcanzó a Hara, que cayó. El abdomen le sangraba abundantemente, pero tuvo fuerzas para levantarse y acabar con la vida de uno de los hombres que le atacaba con la espada. Cuando dos de sus samuráis quisieron sostenerle, les apartó con dureza. Nada, salvo la muerte, iba a impedir a Hara seguir luchando.
Desde la parte trasera les llegó ayuda, y los diez arqueros de Ako que Oishi había ordenado subir a los tejados de las cuatro esquinas del recinto, acabaron con los arqueros que estaban asediando al grupo de Hara, así como con algunos que trataron de huir en busca de refuerzos.
Kira, avisado por el sirviente que un rato antes había cerrado su estancia al frío de la noche, cogió su arma y salió de su dormitorio acompañado de su mujer y sus aterrorizadas sirvientas en dirección contraria al sonido de las espadas. Pero era demasiado tarde para huir. Retrocedió y mandó al sirviente que fuese al castillo de Uesugi a pedir auxilio a su suegro y a Chisaka para que acudiesen en su ayuda con todas las fuerzas de que dispusiesen. Pero ni él ni los demás hombres que trataron de salir en busca de ayuda lo lograron y fueron abatidos por los arqueros dispuestos en puntos estratégicos por Oishi.
Desprevenidos y cogidos entre dos fuerzas, los samuráis de Kira fueron sucumbiendo a las espadas de los atacantes a pesar de su feroz defensa.
Oishi entró en la mansión, y su hijo, Chikara, iba tras él vigilando cualquier posible ataque y dejando salir, sin hacerles daño, a los sirvientes y visitantes que estaban en la casa. Solo querían acabar con quienes supusiesen una amenaza a su propósito: matar a Kira.
En el corredor, frente a la habitación de Kira, estaban Kobayashi, Waku y Shimidzu, tres de sus más experimentados samuráis, con las espadas desenvainadas, prestos a luchar y a morir. El lugar era estrecho y de difícil acceso para el grupo. Varios de los ronin fueron rechazados y tuvieron que retroceder.
Ante esa situación, y temiendo que el tiempo se les agotara y Kira escapara o llegasen refuerzos, Oishi apretó los dientes con rabia y enardeció a sus hombres:
—¡Morir luchando por vengar a nuestro señor es la más noble aspiración de un samurái! —Volviéndose hacia su hijo, exclamó—: ¡He aquí, muchacho, una oportunidad de demostrar tu valía! ¡Atácales, y si son mejores que tú, muere con honor!
Espoleado por estas palabras, Chikara tomó una lanza y acometió a Waku, pero la fuerza y la experiencia del samurái de Kira le hizo retroceder hasta el jardín. Chikara perdió el equilibrio y cayó en uno de los bellos estanques. En la oscuridad del jardín, Waku miró hacia abajo buscando a su contrincante para asestarle la definitiva estocada. Chikara fue más rápido y le hizo un tajo en una pierna con el filo de la lanza que Ichiyo les había enseñado a usar, y le hizo caer. El joven samurái se levantó, salió como un rayo del estanque helado, y lo mató.
Mientras Chikara luchaba en el exterior, en el corredor de la mansión Kobayashi asestó un mandoble a Yato, que cayó herido. Shimidzu fue atravesado por la espada de Kataoka. Antes de que Kobayashi matase a Yato, que estaba caído en el suelo, Terasaka acabó con él.
Cuando Chikara regresó junto a su padre, en el interior de la mansión los defensores de la entrada del dormitorio de Kira habían caído bajo las espadas de los ronin.
Oishi y los jóvenes samuráis entraron en las dependencias de Kira. No lo encontraron. Había huido, pero las sábanas de su cama aún estaban tibias, de modo que no podía andar muy lejos.
Chikara oyó un ruido, se asomó al pasillo y se encontró frente a frente con Sahoe, el nieto de Kira. Aunque tenían una edad similar, Sahoe era un samurái con mucha más experiencia. Aun así Chikara lo atacó para impedirle que entrase en las dependencias donde su padre buscaba a Kira.
Tras unos intercambios de golpes, Chikara cayó al suelo, y cuando iba a ser rematado apareció corriendo Oishi. Soltó un potente grito, «un grito del espíritu», que distrajo a Sahoe lo suficiente para que Chikara rodara sobre sí y con su espada hiriese a su oponente. En el momento en que iba a acabar con él, Oishi intervino:
—¡No! ¡Ya está derrotado!
Aquello evitó la muerte de Sahoe, que huyó como pudo de la mansión.
Oishi y Chikara salieron y se reunieron con el resto de ronin.
Era poco más de medianoche y la resistencia de los defensores cesó.