Manuscrito de Terasaka

Amaneció. Hacía un frío intenso. Era el día señalado.

Al amparo de árboles venerables, en Takanawa, en las cercanías de Edo, se encuentra Sengakuji, el Templo del Manantial.

Oishi se abrigó y se embozó para que nadie pudiese reconocerle. Se dirigió a Sengakuji, a la tumba de su señor Asano. A esa hora el cementerio estaba vacío.

El consejero principal de Asano hizo una ofrenda con agua purificada. Encendió varias varas de incienso ante el sepulcro y reafirmó su compromiso con una respetuosa postración. Se inclinó sobre la tumba de su señor Asano, y dijo:

—Estamos preparados, moriremos de forma honorable.

A continuación fue a encontrarse con su hijo Chikara. Al verle, a Oishi se le hizo un nudo en la garganta. Aún veía en él a un niño. Intentó decirle que no era necesario que fuera, que debía cuidar de su madre y de sus hermanos, pero las palabras quedaron dentro de él. Hacerlo habría representado un oprobio para Chikara y no habría servido de nada. Él era un samurái y no daría un paso atrás.

Comieron frugalmente. Prepararon un sencillo plato de arroz con algas, ya que tenían que prepararse espiritualmente. Intentaron descansar antes de partir, pero su mente ya estaba en la batalla y decidieron acudir al lugar de reunión y esperar a los demás. Cuando llegaron a la escuela de esgrima de Horibe, todos estaban allí, impacientes por entrar en combate.

El ansia de lucha rondaba sus corazones.

Antes de ir a la batalla probaron los tres alimentos de la suerte: marisco seco, algas y castañas.

Oishi había organizado todo al mínimo detalle: las armas que llevarían, las señales de aviso que usarían y los nombres de los samuráis que dirigirían cada acción y quiénes irían con ellos.

Los cuarenta y siete samuráis se desvistieron, se quitaron las sandalias de paja o los zuecos de madera, se bañaron con agua caliente, se perfumaron y peinaron su larga cabellera.

Con el dinero que habían guardado, habían adquirido equipamiento nuevo, como muestra de que no era la pobreza la que los empujaba a la lucha.

Se ataviaron con las prendas —kimono, calzones y calcetines de algodón de color blanco, como símbolo de la pureza de sus propósitos y para invitar a que la protección espiritual de los kami les acompañase en su empresa— y la armadura propias de un samurái de Ako y dispusieron sus armas para el combate.

Se pusieron las botas de piel adecuadas para la ocasión. Armaduras ligeras: escamas de hierro lacado sujetas a telas de seda, guantes de cuero, mangas, protector de las axilas, el peto, faldón, un fajín para sujetar las dos espadas, las hombreras y un collarín de hierro. Finalmente, un gorro de algodón para poner sobre él el casco ajustado con un protector.

Todos quemaron incienso dentro de sus cascos para que si acaso perdían la cabeza el olor fuese agradable.

Algunos se prepararon una máscara de hierro representando a un demonio o a un animal de aspecto fiero. Los oficiales de alto rango añadieron al casco unos cuernos u otro adorno similar, y sobre su armadura una toga o una capa.

Cuando estuvieron preparados, Oishi reunió a los cuarenta y siete ronin.

Todos sabían que los samuráis y los soldados de Kira eran muy superiores en número y que los arqueros de Uesugi eran famosos por su destreza. Ellos tenían de su parte el factor sorpresa, sus ansias de venganza y una perfecta planificación, pero las opciones de victoria eran escasas.

—El que piense salvar la vida, es mejor que no vaya a la batalla —dijo Oishi.

Ante el silencio expectante de los ronin, prosiguió:

—Esta noche atacaremos a nuestro enemigo en su castillo. Encontraremos gran resistencia y nos veremos obligados a matar a muchos hombres, pero matar ancianos, mujeres y niños es una cosa triste. Por lo tanto, os ruego que tengáis especial cuidado de no acabar con la vida de una sola persona indefensa.

Todos estuvieron de acuerdo con las consignas de su capitán y se prepararon, pues se aproximaba la hora elegida: medianoche.

—¡Ha llegado el día de vengar a nuestro señor! ¡Juremos!

—¡Juramos morir! —gritaron al unísono los cuarenta y siete ronin—. ¡La muerte es nuestro destino!

Antes de salir, Oishi advirtió que Kira era cosa suya, que nadie debía matarlo a menos que él muriese o que las circunstancias obligaran a que si no lo mataban pudiese salir bien librado del ataque. Un tambor sonaría anunciando el comienzo del ataque simultáneo, y el sonido de un silbato sería una señal de que Kira estaba muerto o de que había sido localizado. Todos sabían que Kira era un experto consumado en el arte del manejo del sable, pero Oishi también, y se sentía con fuerzas para acabar con Kira y con cuantos se pusiesen por medio.

En ese mismo momento, en el castillo, Kira se sentía satisfecho y contento consigo mismo. Era un día placentero y provechoso para él, la ceremonia del té había sido un éxito. Estos actos le servían para afianzar sus buenas relaciones con personas influyentes que siempre podían ser útiles en un momento dado. Kira deslizó el panel de la pared de su dormitorio y miró con sus ojos glaciales hacia el jardín oscuro.

Era una obra de arte. Flores, árboles, rocas, estanques y refrescantes sombras para el calor del verano. Pero ahora estaban en el más crudo invierno, y aunque a Kira no le gustaban la nieve ni el frío, le agradaba sentirlo y saber que podía cerrar y protegerse de las adversidades climáticas. Muchos de los que estaban bajo su jurisdicción sufrían hambre y penalidades, especialmente en invierno, pero a él esto le tenía sin cuidado.

Había pasado más de un año desde que su actitud insultante había llevado al fogoso Asano a la muerte. Por fortuna para Kira, el sogún no había empleado el mismo rasero con él que con el daimio de Ako, y eso le producía una íntima satisfacción. Sus labios carnosos y crueles se curvaron en una sonrisa cuando pensó que su habilidad en las artes oscuras y su capacidad de manipulación en la corte le habían sido muy útiles para ascender y convertirse en rico y poderoso.

Horas antes había matado a otro perro para absorber la energía de su sufrimiento tras muchos días sin comer y con la comida justo delante, aunque fuera de su alcance. Pero creía que con eso no bastaba. Era como si cada vez necesitase un estímulo mayor, un sufrimiento mayor para sentir que el poder de los kami oscuros llegaba a manifestarse plenamente. La hija de Asano sería la culminación del poder de sus conjuros y los kami oscuros estarían satisfechos con su sacrificio y le concederían sus mayores deseos. Hasta ahora siempre había sacrificado a pobres campesinos, gente insignificante. Por fin, desde la muerte de Asano sus espías le habían dado noticias del paradero de la niña. La habían llevado con su madre. Seguramente habrían pensado que con el transcurso del tiempo estaría a salvo.

Se desató la oscura cabellera, que cayó sobre sus hombros, y cubrió su robusta figura con un kimono blanco. Pero una sombra le había acompañado durante ese tiempo: la venganza de los samuráis de Asano. Ahora, por fin comenzaba a sentirse a salvo, pero no por eso dejaba de pedir al sogún que siguiese protegiéndole. Esa protección le daba seguridad y le permitía gastar menos en tener más de sesenta experimentados soldados a su disposición, no solo para protegerse de una eventual venganza sino para mantener a los campesinos y otros muchos descontentos lejos de sus propiedades.

Kira ordenó a su sirviente que cerrase el panel y se tendió en su lecho. Ogyu Sorai, el sabio seguidor de la doctrina de Confucio y miembro del consejo de gobierno del sogún, le decía que el ansia de poder y el ego son muchas veces consecuencia del miedo. Kira hacía ver que le escuchaba y que tenía en cuenta sus reflexiones, pero se reía de él, aunque en realidad siempre había tenido miedo y ahora sus mayores temores se acercaban sigilosamente.

Oishi levantó su espada y dijo:

—Las tres virtudes: honestidad, benevolencia y pureza, se hallan grabadas en nuestras espadas. Hagamos honor a ellas.

Los cuarenta y siete ronin empuñaron sus armas y partieron.

Estaban en manos del destino.