Manuscrito de Terasaka

Tras asistir a Kayano Sanpei, Terasaka llegó al lugar de la reunión. Entró en la sala donde estaban reunidos los samuráis de Ako, y oyó a Hara:

—Solo nos queda vengar a nuestro señor.

Todos gritaron:

—¡Venganza! ¡Venganza!

En ese momento de exaltación, se presentó Oishi acompañado de Kataoka, Chikara y Yato. Se produjo un silencio total. El fiel consejero de Asano miró a Hara y dijo:

—Los espías ya no nos vigilan y tu discípulo en el arte del arco con el que me visitaste el otro día ya te ha dejado.

—Era un espía a las órdenes de Chisaka —soltó Yato.

—Todo era un plan para engañar a Kira y a Chisaka —dijo Kataoka.

—Ha funcionado. La vigilancia de Chisaka y sus hombres se ha relajado. Kira es mucho más vulnerable ahora. Ahora es el momento de atacar y cumplir nuestra venganza —aseguró Oishi, cuya astucia le había permitido proyectar un plan que tenía en cuenta muchas y complejas variables que había mantenido en secreto hasta no ver cumplido uno de sus pasos más importantes.

—¿Entonces tu comportamiento era parte de un plan urdido para confundir a Kira y a Chisaka? —preguntó Hara.

—Sí, aunque también he aprovechado para despedirme del placer de la bebida —repuso Oishi con sorna.

—¡Lo único que podrá separarnos será la muerte! —exclamó Hara.

Los samuráis de Ako estallaron en un solo clamor:

—¡Así será!

Todos estaban excitados de contar con la presencia de Oishi al frente del plan cuando pensaban que el más destacado de todos ellos había traicionado sus propósitos.

Se prepararon para el viaje hacia Edo, en cuyas inmediaciones estaba el castillo de Kira.

Horibe se encargó de preparar las armas, que estaban escondidas en la escuela de esgrima. Espadas, lanzas y armaduras, listas para ser usadas.

Para que no los descubriesen durante el trayecto, se disfrazaron de mercaderes y sirvientes. Oishi ordenó a Mimura, uno de los tres samuráis que estaban fuera del palacio del sogún cuando Asano atacó a Kira, que recogiese a la pequeña hija de su señor y la llevase con su madre. Oishi supo que era él a quien correspondía ir con la niña.

Al llegar a la casa, la esposa de Asano salió a recibirles con lágrimas de alegría en sus ojos. Después de abrazar a su hija se repuso. En ese momento, Mimura se postró ante la mujer.

—Perdonadme. Si yo fuese un buen samurái debería haber muerto espada en mano en el palacio de Edo.

—¿De qué habría servido, buen Mimura? Ahora serás de mayor utilidad.

Aunque el samurái no hizo un solo comentario de sus intenciones, ella dijo con gran dignidad:

—Junto a la tumba de vuestro señor hallaréis un nuevo cerezo, que en primavera se cubrirá de las hermosas flores que tanto gustaban a mi esposo. Unas esteras blancas recubren el suelo y, al frente, una alfombra de color escarlata. Espero que todo ello sea de vuestro agrado cuando os postréis ante ella como hago yo cuando le visito.

Los samuráis de Ako tardaron diez días en llegar a Hakone, junto a unas estribaciones montañosas. Quiso la fortuna que cuando Oishi estaba inspeccionando la zona, acertara a pasar por allí el ronin Fujii. Oishi trató de cubrirse con el pliegue del ropaje que llevaba, pero Fujii le reconoció. El ronin tuvo claro de inmediato lo que estaba sucediendo. En primera instancia, siguió adelante con la idea de delatarlo y cobrar una recompensa, pero recordó que Chisaka y los demás samuráis de Uesugi lo habían humillado al no tomar en serio sus sospechas de que Oishi estaba fingiendo y que seguía con la idea de matar a Kira. Además, le habían prometido trabajo como samurái si cumplía bien con su cometido de espiar a Oishi, y finalmente no había sido así. «Con gente sin palabra, si le delato puede que todo se vuelva en mi contra», pensó el ronin. Fujii decidió seguir su camino y que el destino siguiera el suyo.

Oishi dispuso que lo más seguro sería acampar durante tres días más al norte, en Kamakura, por si Fujii los había reconocido. Puso centinelas en varios lugares para comprobar si había movimiento de tropas y aparecían los samuráis de Chisaka.

—Al amanecer nos veremos en el puente del río que cruza el pueblo de Sumida en dirección a Honjo —le dijo a Hara.

Oishi se marchó y se recogió en un pequeño templo de madera a orillas del río. Le daba igual que fuese un templo u otro lugar cualquiera, simplemente quería aislarse en un lugar tranquilo y prepararse para lo que se avecinaba y comprobar si era el momento oportuno o debían esperar a que la luna estuviese totalmente negra.

Era una noche despejada. Las estrellas brillaban en el cielo. Oishi se sentó en una piedra y encendió un pequeño fuego.

—Antepasados —dijo—, ayudadme como consideréis oportuno. Muchas vidas inocentes dependen de mí. No dejéis que ninguna desgracia les suceda.

En ese momento, un viento helado apagó la hoguera. La voz de los antepasados. Recordó a Juken, el kannushi: «Los kami dicen que el frío es el aliado del samurái».

Solo faltaba la señal que indicase el momento favorable.

En cuanto el sol iluminó el paisaje nevado, los dos samuráis se encontraron en la población de Sumida a orillas del caudaloso río del mismo nombre. Disfrazados de mercaderes fueron hasta Matsuzaka, donde se encontraba el castillo de Kira. Justo enfrente de donde se ubicaron, entre los puestos de venta de toda clase de productos se veía, al fondo, el castillo de Kira.

—Demasiados perros —dijo con preocupación Hara cuando se acercaron.

—Muchos perros, muchos ladridos.

Aunque ante las protestas de los vecinos el sogún había decidido sacar de las calles de Edo más de cincuenta mil perros y llevarlos a las perreras construidas para ellos en las afueras, aún seguía habiendo muchos sueltos, especialmente en los alrededores de la ciudad. Se habían llevado los animales de las calles de Edo y los alimentaban con arroz y pescado a costa de los impuestos de los ciudadanos, que no estaban satisfechos con la presencia de los perros en sus calles ni con que ellos tuviesen que pagar por mantenerlos.

—Si nos ven llegar a todos, sus ladridos alertarán a los guardias y los arqueros nos dispararán sin dificultad desde lo alto —apuntó Hara mirando hacia la muralla.

—Será muy complicado derribar la entrada principal. Seremos blancos fáciles.

Llegar hasta la mansión donde se alojaba Kira no iba a ser sencillo. Entrar a la fuerza por la puerta principal era un riesgo demasiado grande, y aun logrando atravesarla, salvar el estrecho puente, que era fácil de defender, si se daba la voz de alarma antes de llegar a él, sería un obstáculo demasiado grande.

Oishi había memorizado el plano que había conseguido Kinemon, pero necesitaba observar por sí mismo los movimientos de los habitantes del castillo y planear al detalle el ataque. No podía fallar, solo habría una oportunidad, y quizá ni siquiera eso.

Examinaron la parte de atrás del castillo y vieron que había una posibilidad de penetrar en el interior para alguien resuelto y ágil. Tras la inspección de todos los posibles accesos, se sentaron delante del mercado para observar los movimientos de entrada y salida del castillo.

En la plaza se representaba una función de títeres con marionetas de tamaño real. Las marionetas luchaban en una batalla de las guerras Gempei.

«Matar y morir cada día sin derramar sangre y volver al día siguiente a matar y a morir», pensó Oishi. «Nosotros mataremos y moriremos con sangre y nunca regresaremos».

Estaban a punto de marcharse por temor a ser descubiertos, cuando un lujoso palanquín salió del castillo rodeado por varios samuráis que lo custodiaban. Oishi sintió que le daba un vuelco el corazón. A buen seguro que Kira, el odiado Kira, iba en su interior. Hara hizo el gesto de llevar la mano a su espada, oculta bajo sus ropajes, pero Oishi lo detuvo con un ademán. No era el momento ni la forma.

De regreso en el campamento, Oishi comprobó que nadie había ido por allí a averiguar si realmente estaban tramando algo. Ordenó a sus samuráis que se acercasen en pequeños grupos al castillo de Kira para irse familiarizando con el terreno. Dio a cada uno de ellos una copia del plano del castillo y la mansión de Kira, que Kinemon había conseguido. En él figuraba el plan que iban a seguir y las razones del ataque. Los samuráis debían memorizarlo para que no hubiese margen para el error. Uno por uno, Oishi firmó todos los planos y la estrategia del ataque.

En ese momento, se presentó Kataoka. El samurái llevaba mucho tiempo asistiendo a clases de té con un amigo íntimo de Kira. Su fino olfato para identificar las diferentes clases de té y las mejores hojas le había granjeado un gran aprecio, hasta el punto de que trabó amistad con él. El hombre le contó todos los detalles de su relación con Kira y alardeó de que el catorce de diciembre habría una importante ceremonia del té en la casa de este.

Todos se burlaban del samurái y sus clases de té, pero finalmente Kataoka había logrado su propósito: por una parte, hacer creer a los espías de Chisaka que no deseaba venganza y que su interés se dirigía a otras cosas, a pesar de las mofas a las que sabía se sometía; por otra, lograr una valiosa información para sus propósitos.

Kataoka informó de que el día ideal era ese 14 de diciembre.

Oishi supo que aquella era la señal que esperaba.

—Ese día Kira hará una ceremonia del té en su mansión y asistirán varios invitados. Debido a esto los guardias estarán distraídos durante la jornada y seguro que más relajados por la noche —dijo Kataoka.

Todos se mostraron de acuerdo en que ese era el día perfecto.

De todas formas, no había vuelta atrás. Oishi había previsto atacar cuatro días después, cuando la luna negra estuviese en su apogeo, pero no quiso demorar más el momento. Ese día estarían relajados en el castillo, la luna se hallaría casi negra y Oishi esperaba que las nubes tapasen el pequeño resplandor, además de que de los sesenta y dos samuráis que habían firmado con sangre la venganza sobre Kira solo quedaban cuarenta y siete.

Los cuarenta y siete ronin sellaron su pacto de venganza.

La suerte estaba echada.