Manuscrito de Terasaka

A partir de ese día, Oishi Yoshio siguió un plan para hacer creer al samurái Chisaka, encargado por el sogún de proteger a Kira, que ni él ni ninguno de los samuráis expulsados de Ako suponía peligro alguno.

El capitán de los samuráis de Asano se trasladó a Kioto. Se instaló en una casa en Yamashina, un barrio famoso por sus burdeles, casas de juego y tabernas. La ciudad tenía en aquel tiempo más de quinientas casas de té y más de mil mujeres se dedicaban a entretener a los hombres cantando, bailando o prostituyéndose en los llamados Distritos de las Flores, a pesar de las órdenes del sogún a sus censores y policías de prohibir la prostitución y la contratación de camareras en las casas de té.

Oishi abandonó la vida honorable que hasta entonces había llevado en familia para transformarse en un hombre despreciable, un borracho habitual de peleas y excesos en burdeles y tabernas. Todo para que al verle informasen a Chisaka y a Kira de su deplorable conducta y lastimoso estado, y levantasen la guardia.

El libertinaje y el regocijo inundaban los barrios de placer de Kioto y otras ciudades japonesas. El consejero principal de Asano se sumergió en la depravación más absoluta.

Oishi tomó una joven concubina y todas las noches participaba en juergas con geishas y bebía sake sin cesar en las tabernas y casas de té. Los espías, especialmente el ronin Fujii, mandaban regularmente a Chisaka y a Kira las noticias de las borracheras y fiestas del antiguo consejero de Asano.

Desde que Fujii se transformó en ronin vagó de un sitio a otro. Aterrorizaba a los campesinos en las aldeas, y luego lo contrataban para protegerlos. También robaba a los ricos mercaderes y después se ofrecía como salvaguardia. Pero estaba cansado de esa forma de vida y deseaba tener un señor a quien servir y volver a ser un samurái. Si hacía bien este servicio a la casa de Uesugi su aspiración se podría convertir en realidad.

Por las noches, Oishi se entregaba al desenfreno, y durante el día maduraba su proyecto de venganza.

Estudiando los planos de la mansión de Kira que Kinemon le había facilitado, Oishi fue comprobando la situación de las diferentes dependencias, la disposición de los muros, de las puertas y de los puntos más sensibles a un ataque. También fue recibiendo valiosa información sobre el temperamento y la lealtad de los soldados y sirvientes de Kira. La mayoría eran fieles y valientes hombres. Además, estaban los samuráis de Uesugi, que darían su vida por seguir las órdenes de Chisaka, de su daimio y del propio sogún de defender a Kira.

El tiempo pasaba y el día de la venganza no llegaba. Hara, preocupado por las noticias que le llegaban del comportamiento de su capitán, fue en su busca. Llegó a Kioto acompañado de un aprendiz de la escuela de arquería del que se valía para encubrir sus intenciones y que pareciese que había encauzado su vida con un trabajo digno.

Era de noche cuando Hara entró en el local. Una ráfaga de viento hizo tintinear los colgantes de finos cristales de colores que pendían del techo. Algunos hombres estaban bebiendo sake acompañados de muchachas desenvueltas y vestidas con cierta elegancia, con la cara teñida de blanco y tonos rojizos. Unas mujeres de más edad tocaban distintos instrumentos y una de ellas cantaba sin dejar de sonreír. La canción era triste.

Oishi estaba en un apartado, tumbado, con un kimono completamente abierto y los pies descalzos. Una mujer estaba tendida a su lado, otra reposaba la cabeza en su regazo. Los ojos vidriosos, la mirada perdida. Hara indignado, le censuró:

—¡¿Cómo has caído tan bajo?! ¡¿Es así como gastas los fondos de nuestro señor Asano?!

Oishi abrió con dificultad los ojos y le hizo gestos de que se callara, pero Hara siguió increpándole:

—¡Maldito borracho! ¡Lo que se dice de ti es cierto, eres una deshonra!

Cuando salía, iracundo, pasó junto a una estatua de Aizen-Myo, el dios del amor, que presidía la estancia. Sobre sus ojos y bajo una cabeza de león, un tercer ojo dispuesto verticalmente le daba una apariencia feroz y mística al mismo tiempo. Las prostitutas, los cantantes, los músicos y los artistas lo adoraban. Pero Hara no estaba allí para necedades y a punto estuvo de sacar su espada y cortarle la cabeza a aquel dios que perturbaba al más honesto de los hombres que conocía.

El capitán de los samuráis de Ako intentó levantarse, pero, embriagado, cayó al suelo y cuando logró salir tras él, Hara y su ayudante ya se habían marchado.

Completamente borracho, intentó llegar a su casa. Cayó al suelo, semiinconsciente. Todos los que lo vieron se rieron de él. Justo pasó por allí Saigo, un reputado samurái del dominio de Satsuma, del clan Shimazu, uno de los feudos más poderosos de todo Japón. Los samuráis del clan Shimazu eran considerados por el sogún una amenaza a su poder por no someterse fácilmente a sus dictados. Unos rebeldes, lo mismo que Kira había hecho creer al sogún con respecto a Asano. Eran samuráis que seguían fielmente las doctrinas de la vía del guerrero y tenían en gran consideración a Asano por haber tratado de matar a Kira tras la afrenta y por haber muerto con dignidad. Al maestro de ceremonias lo consideraban un hombre sin moral y con una nefasta influencia en la corte, que iba en contra de su clan y de cuantos pretendían que la vida en Japón fuese digna y honorable.

Al ver a Oishi tirado en plena calle, totalmente embriagado y sobre su propio vómito, no pudo contener su indignación y, ofendido por su deshonroso comportamiento, Saigo gritó:

—¿No es esto Oishi Yoshio, quien fue consejero de Asano Naganori? Al no tener el valor para vengar a su señor, se entrega a las mujeres y el vino. ¡Escoria indigna de llevar el título de samurái!

Al tiempo que decía esto, lo pateó y escupió en la cara.

Tocar siquiera la cara a un samurái era considerado una grave afrenta que solo podía ser lavada con la muerte, pero Oishi no hizo ni siquiera ademán de defenderse. Aunque por dentro su sangre bullía, y a punto estuvo de intentar levantarse con las pocas fuerzas y lucidez que le quedaban y atacar a Saigo, aquello era perfecto para sus planes.

Saigo, el samurái del dominio de Satsuma, del clan Shimazu, se volvió y se alejó dejándole allí tirado en el suelo.

Entre vahos de sake, Oishi sonrió.

Tras aquellos incidentes, los espías informaron de que Oishi y sus samuráis eran hombres inofensivos y sin valor. Kira sintió un gran alivio. A partir de ese momento, Chisaka quitó la vigilancia sobre Oishi y otros samuráis de Asano, y relajó la protección sobre Kira, retirando a la mitad de sus hombres del castillo.

A los pocos días, Oishi advirtió que los espías que vigilaban la casa y quienes le seguían, incluido su propio cocinero, ya no estaban.

Chisaka había ordenado al ronin Fujii que vigilase a Oishi y a los demás samuráis de Asano con la promesa de que si cumplía bien con su cometido sería recompensado entrando como samurái al servicio de la casa de Uesugi. Durante todos aquellos meses las noticias habían sido las mismas, que Oishi era un vividor y un borracho y que los demás llevaban vidas normales y ajenas a cualquier plan de venganza.

A pesar de ello, Fujii no las tenía todas consigo y lo hizo saber en sus informes. Sin embargo, Chisaka resolvió que no era necesario seguir empleando más hombres en la vigilancia y que solo protegería el castillo en Edo, donde estaba Kira.

A través de Hara y Horibe, las noticias de la conducta impropia de Oishi llegaron a todo el grupo de samuráis de Asano, que esperaba el momento de vengar a su señor.

—Oishi fue un hombre íntegro y valiente —dijo Hara—, pero desde la muerte de nuestro señor se ha vuelto negligente y su única distracción es la bebida y las mujeres.

Decepcionados, se reunieron y valoraron la situación. Daigaku Asano, el hermano de su señor y heredero del nombre y la casa Asano, había sido castigado con el exilio a la casa principal de los Asano en Hiroshima. El nombre de la familia fue retirado del libro oficial del heraldo y nunca recuperaría el castillo de Ako. Así pues, nada cabía esperar.

Antes de que los samuráis de Ako se juntaran para consumar la venganza, Yato, uno de los más jóvenes, de apenas diecisiete años, fue a avisar a Oishi de que el clan se iba a reunir sin contar con él. Yato tenía el aspecto de un niño risueño, siempre con el rostro iluminado por una sonrisa, pero ese día se lo veía serio y preocupado.

—Maestro, los hombres creen que no eres digno de ser samurái y que no vas a cumplir con el juramento de matar a Kira.

—Vaya, al parecer todos saben cómo soy y lo que voy a hacer, menos yo. Les dije que esperaran. Aún no era el momento. Ahora lo es. Avisa a Kataoka y a Chikara y vayamos enseguida a Edo, antes de que hagan alguna estupidez.

Kayano Sanpei, uno de los bravos samuráis de Ako, preparó sus armas para dirigirse al lugar de encuentro. Le dijo a su padre sus intenciones esperando sus bendiciones, pero este se opuso a que fuese.

—Si vas, la desgracia caerá sobre nuestra familia. Tus hermanas y tu madre padecerán las consecuencias. Todos sufriremos la venganza del sogún y yo me veré obligado a dar la vida a cambio. Cuando esto suceda, ¿quién cuidará de ellas?

Llegó Terasaka a recogerle para ir juntos al lugar de encuentro, tal como habían acordado. Sanpei, que era un joven de pocas palabras y resoluciones categóricas, le comunicó su decisión.

—No iré a vengar el honor de nuestro señor, mi familia está amenazada por el sogún. Mi honor de samurái me impide seguir viviendo.

—Tu honor está a salvo. No tienes por qué morir.

—Estaba predestinado a morir, pero no pensaba que sería así. Haré seppuku para evitar el deshonor y la venganza de la ley del sogún hacia mi familia. ¿Querrás ser mi asistente?

—No tengo experiencia.

—Eres capaz de cortar con tu espada una fina loncha de carne de un solo y certero tajo. Solo tienes que hacer lo mismo con mi cabeza, cuidando que al cortarla repose sobre mi regazo.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—Lo haré —dijo Terasaka, asintiendo con la cabeza.

Se conocían desde que eran niños. Aunque Sanpei era algo mayor, se habían educado juntos, habían practicado la lucha con y sin armas desde muy jóvenes. Sanpei no era muy robusto y no daba la impresión de fortaleza, pero era fuerte y resistente. Esa apariencia de debilidad siempre le había dado ventaja al enfrentarse a sus rivales, que se creían superiores y relajaban la guardia justo antes de que Sanpei les derrotara.

Cuando Terasaka estuvo listo, Sanpei, en vez de escribir un poema, sacó una flauta que siempre llevaba consigo, una flauta que él mismo había tallado en un trozo de bambú. Terasaka había escuchado muchas otras veces tocar a su amigo, pero aquel día el sonido fue mucho más hermoso y conmovedor, y pensó que jamás lo olvidaría.

Cuando cesó la música, Sanpei le entregó su flauta y dijo:

—Pronto nos reuniremos.