Con la llegada de la primavera los cerezos se cubrieron de pequeñas flores. La vista se inundó de la belleza etérea de los colores blancos y rosas de la vida renacida. La gente celebraba el hanami, la fiesta de «mirar la flor». Cada persona, sumida en su mundo interior, dedicaba cierto tiempo a apreciar la belleza de la hermosa flor del cerezo y a hablar consigo misma sobre lo efímera que es la vida.
Efímera, bella y leve, como el aleteo de una mariposa.
Era época de celebraciones y ceremonias de agradecimiento a los kami por los dones concedidos.
Bajo la influencia de una madre religiosa y supersticiosa y de hombres como Kira, toda la corte giraba alrededor de los deseos impostados del sogún.
Kira apareció en la corte ante el sogún y su madre vestido de seda roja. Ostentoso, solemne. Realizó una estudiada reverencia.
—Mi señor Tokugawa. El reinado de las leyes sagradas, que el primer sogún comenzó, ha llegado a su máximo esplendor contigo, mi señor. Debemos seguir protegiendo las conquistas obtenidas. Los espíritus de los antepasados hablan con voz clara.
El sogún llevaba una túnica brillante y oscura, estaba sentado con las piernas cruzadas, inmóvil, en el centro de la sala de las flores, en un asiento bajo sobre un tapiz granate que se extendía alrededor como una llama.
—¿Y qué dicen los antepasados? —quiso saber el sogún.
—Que aquel que ose ir en contra de las leyes ancestrales y sagradas, aquel que no acate la palabra del sogún, aquel que no respete los lugares puros, debe morir.
Un pebetero difundía un aroma dulzón. Kira había preparado expresamente una mezcla de inciensos para relajar los sentidos y hacerlos proclives a sus propios deseos. Durante muchos años la familia Tokugawa había gobernado Japón a pesar del cierto grado de retraso mental común a todos los miembros del clan. Los maestros de ceremonias y los onmyoji lo sabían y trataban de compensar sus carencias con el flujo del ki, la energía vital, para evitar la caída de su dinastía y así conservar ellos sus privilegios.
Kira usaba estos ancestrales conocimientos, y especialmente otros relacionados con los poderes oscuros. Aquella misma mañana, para hacerse grato al mundo tenebroso había llevado a cabo otro sacrificio, pero esta vez no había sido un perro sino un hombre.
Unos días antes había encargado a sus tres samuráis más leales, Kobayashi, Waku y Shimidzu, que cuidaban de sus dependencias y muy especialmente de la cámara oculta, una misión especial. Necesitaba más poder para asentar sus privilegios en la corte del sogún. La muerte de un perro no era suficiente para dar el siguiente paso. En esta ocasión necesitaba a un ser humano. Dos de los samuráis, Waku y Shimidzu, salieron en busca de una víctima propicia. Entre los infortunados campesinos había mucho donde elegir. Justo el día en que Kira debía acudir a la corte, unas horas antes, le cortó la cabeza al pobre hombre, que, con las cuerdas vocales seccionadas y sin poder articular palabra o sonido alguno, miró con ojos enloquecidos de espanto, hambre y sed al malvado Kira justo en el instante previo a morir.
—Que el que hoy en día la corte de mi señor ocupe un lugar reconocido como sagrado y que lo que aquí se disponga sea ley sagrada se debe sobre todo al esfuerzo de vuestra señoría y de su honorable madre, de vuestros antepasados y de la voluntad de los dioses y de los kami.
La madre del sogún hizo un movimiento de aquiescencia con la cabeza.
—Mis antecesores en el cargo de maestro de ceremonias dedicaron tiempo y esfuerzo sin límites a la tarea de conseguir que el poder del sogunato se consolidara año a año, década a década, siglo tras siglo. Gracias a ellos, este arte de protección ha alcanzado su actual estado de perfección. Mi papel ha consistido en seguir los pasos de mis maestros y antecesores, y el que los kami me permitieron, concediéndome el privilegio de estar en el momento y lugar oportunos para interceder por el bien de su señoría. Ruego al Cielo que mi señor y su familia sigan muchos años en lo más alto del imperio.
El maestro de ceremonias hizo una pausa teatral a la espera de la reacción favorable del sogún, que asintió con la cabeza. Entonces, Kira propuso construir un gran templo cerca de su castillo en un lugar especialmente elegido por él, que estaba atravesado por poderosas energías telúricas. Como colofón, aseguró que los aldeanos que tanto le amaban colaborarían gustosamente en la construcción.
El sogún gastaba inmensas cantidades de dinero en construir templos por todas partes para seguir los dictados de Kira y sus consejeros espirituales, y también se dejaba influenciar por el estilo de vida de los ricos comerciantes. Su situación financiera se deterioraba como consecuencia de unos gastos fastuosos, y los mismos samuráis se corrompían en un ambiente dispendioso.
Para costear este derroche, el sogún aumentó la fabricación de monedas de oro. La inflación se elevó alarmantemente debido a la creciente circulación de monedas, que cada vez eran de peor calidad. El malestar crecía por todas partes.
Kira deseaba ejercer su magia en un importante lugar sagrado controlado por él, y desde allí irradiar su poder. De esta forma creía ganarse el favor de los kami oscuros.
El sogún accedió a su petición.
Tras varios meses en los que cada uno de los ronin se dedicó a llevar una vida alejada de las armas, los sesenta y dos de Ako, los que habían jurado venganza, se reunieron en Reikoin, al norte de la ciudad de Kioto, para planificar la acción y los pasos que debían dar. Oishi logró eludir a los espías que le vigilaban y llegó al pequeño templo blanco de madera en un bosque poco frecuentado. Dejó a un par de hombres vigilando en los alrededores para dar la voz de alarma si alguien se acercaba.
—La opulencia y la corrupción invaden la corte del sogún en Edo. El país anda revuelto y al borde de un estallido de violencia. No tendremos mejor oportunidad —aseguró Hara.
—Si los que mandan no son capaces de hacer justicia, debemos ser nosotros, que tenemos armas y preparación, quienes lo hagamos —dijo Otake, deseoso de entrar en acción—. Esta no es una venganza personal, es un acto de integridad.
—En este ambiente, los hombres como Kira se desenvuelven como pez en el agua —apuntó Oishi—. Hay que esperar.
—Si no actuamos, los corruptos creerán que pueden hacer lo que quieran cuando quieran —exclamó Hara—. Pero si nuestra venganza alcanza a quien la merece, la gente y el propio sogún verán que el abuso y la injusticia tienen un alto precio.
—Pronto estaremos listos —dijo Oishi—. La vigilancia y las medidas de protección sobre Kira no han disminuido. Incluso, tras la desaparición de algunos de los hombres encargados de espiarnos, se ha incrementado.
Gracias a su matrimonio con la hija del constructor, Kinemon había conseguido los planos de la mansión de Kira. Colaboró con él en sus proyectos, y con la excusa de su trabajo incluso entró en la residencia de Kira y logró comprobar los puntos débiles y los mejores accesos para un ataque.
—No habrá mejor oportunidad de atacar —insistió Horibe—. Estamos preparados.
—Pronto.
—¿Cuándo? Hay que fijar una fecha concreta para el ataque.
Forzado por la insistencia de Horibe y otros de sus samuráis, Oishi indicó que el ataque sería en mayo.
Después de aquello, viendo que el momento se acercaba y que no podría dilatarlo más aunque no fuese lo más acertado, Oishi fue a ver a Juken, el abad del templo Kisshoji. Monje budista, enérgico, fornido, de algo menos de cuarenta años de edad, Juken era amigo de Asano, que con frecuencia solía detenerse en el templo a descansar cuando iba camino de Edo. Entre el daimio y el abad, que había nacido en Ako, existía una buena amistad.
El templo pertenecía a la secta budista Soto, creada por Dogen, un sacerdote zen que casi quinientos años atrás había establecido su escuela en Japón. Dogen había nacido en Kioto, muy cerca del lugar donde siglos después, hacía setenta años, se había levantado el templo Kisshoji.
Elegancia y bellas formas. Sensación de serenidad y paz. Eso transmitía el templo por el que habían pasado varios abades que habían mantenido viva la esencia de la doctrina zen de su fundador, de la que Asano era seguidor. De hecho, solía hacer generosas donaciones al templo para mejorar sus instalaciones y que los monjes pudiesen seguir con su labor espiritual.
Oishi fue a contarle lo que iban a hacer y a solicitar el favor de los kami. El capitán sabía que hay que vivir en armonía con estos a fin de disfrutar de su protección y aprobación, más aun cuando la sangre y la muerte se unían para satisfacer la cruenta venganza de unos guerreros.
El abad era un kannushi, un médium a través del cual hablaba el kami.
—Hace tiempo que te esperaba.
—El día se acerca —dijo Oishi por toda respuesta.
—Lo sé.
—Mataremos a Kira y luego llevaremos su cabeza ante la tumba de nuestro señor.
El abad reflexionó unos instantes y dijo ante la aprobación de Oishi:
—Me recogeré ante el altar y pediré consejo a los kami.
Frente al altar y el espejo ovalado, el abad hizo una llamada al kami del templo para que saliese del objeto sagrado donde moraba. Oishi le observaba en silencio y, tal como le había indicado, puso ante el altar las ofrendas representando los cinco elementos: agua del pozo, jazmín del jardín, aroma del incienso de sándalo, luz de la lamparilla y el sonido de las campanillas.
Juken recitaba las oraciones y los cantos mágicos para lograr la salida del kami del objeto sagrado, el espejo ovalado, su morada. El samurái hizo la ceremonia del incienso y una estela aromatizada impregnó la atmósfera de serenidad. El kami entró en comunión con el monje y le habló.
Tras varias horas, Juken salió al patio seguido de Oishi.
—Los kami dicen que el frío es el aliado del samurái.
—Estamos en primavera.
—Debes atacar con el frío como aliado y esperar a recibir una señal que te indicará el día y el momento favorables. Contra un enemigo como Kira, la paciencia es vital.
—No puedo esperar mucho más. La impaciencia de mi gente crece por momentos.
—Entonces deberás actuar de forma drástica.
—¿Qué quieres decir?
—Si esperabas que la protección sobre Kira se relajara, no ha sido así. Al menos todavía. Tendrás que forzar la situación.
El samurái reflexionó unos instantes y asintió. Pero intuyó que había algo más.
—Kira no es un simple maestro de protocolo. Tiene fuertes alianzas en la corte y más allá.
—¿Qué quieres decir?
—Es un hombre poderoso. Si no puedes usar la fuerza de la paciencia, debes actuar con astucia. Asano no lo hizo y fue derrotado.
—¿Qué más han dicho los kami?
—Lo sabrás en el momento oportuno, si vencéis.
—¿Dudas tú o dudan los kami?
—Hay kami que pueden ser aliados y otros enemigos. Los que os pueden ayudar solo lo harán si creen que vuestras intenciones son correctas.
—Lo son.
—Tal vez lo sean ahora, pero ¿lo serán luego, con la espada ensangrentada en la mano?
Oishi escuchó con atención, pues él mismo temía que muriesen personas inocentes.
—Cuando tengáis el castillo de Kira a la vista, lanzad al aire ocho flechas con cabeza de bulbo y plumas de ganso. De esta forma atraeréis la atención de los kami, que sabrán lo que vais a hacer y decidirán si sois dignos de su favor.
Oishi salió del templo con las palabras del abad rondando su pensamiento.