Manuscrito de Terasaka

Por el camino de regreso, Oishi advirtió que les seguían. Un hombre con un hábito de monje les espiaba. Kataoka no estaba seguro, pero confiaba en la percepción de Oishi.

—Vamos a comprobarlo —dijo el capitán—. En el próximo desvío sigue por el sendero de la izquierda y espera a que nuestro monje pase.

Los dos ronin acordaron separarse y desenmascararlo. El falso monje siguió a Oishi, y Kataoka al espía.

Cuando Oishi llegó a su casa, el hombre se marchó seguido de Kataoka. El samurái habría podido seguir su rastro sin necesidad de verlo, pues aquel hombre tenía un olor peculiar. Desde niño hasta que cumplió los quince años, Kataoka había participado en varios concursos de incienso. Siempre había vencido con facilidad a oponentes mucho más experimentados. Era capaz de identificar cualquier clase de olor, incluso a una distancia considerable.

Mientras el día acababa y las sombras conquistaban las calles, los dos, perseguido y perseguidor, llegaron a una posada. El hombre subió unos escalones de piedra y entró por la gruesa puerta de madera, alumbrada a los lados por sendos candiles.

El ronin rodeó el edificio y trepó ágilmente por la pared trasera. Se aplastó contra el muro, miró al cielo y dio las gracias a los kami por haber enviado unos negros nubarrones que ocultaron la luna.

Kataoka permaneció inmóvil esperando que sus ojos se habituaran a la oscuridad y aguzando el oído para captar cualquier ruido que le indicara un peligro o la presencia de aquel hombre en alguna de la salas de la posada. Como no le llegó ninguna información visual o sonora, olfateó el aire. Los olores de varias personas, entre ellos el del sudor del falso monje, llegaron hasta él.

Satisfecho con la información que le proporcionaban sus largamente adiestrados sentidos, se deslizó con sigilo a lo largo de la pared de piedra y madera. Con la ayuda de una daga con afilados ganchos en la empuñadura que siempre llevaba con él, accedió hasta el techo de tejas de barro y avanzó hasta la vertical desde donde se veía un pequeño balcón que daba a la sala en la que estaba el falso monje. Asegurando sus piernas alrededor de una fuerte viga de madera, se descolgó cabeza abajo. Cuando el hombre se quitó el hábito, Kataoka vio que se trataba de un samurái. Llevaba un haori, una chaqueta que cubría el kimono. Se lo quitó para estar más cómodo y lo colgó tan cerca de él que casi rozó su cara.

En el haori, Kataoka pudo ver la insignia de Uesugi de Yonezawa, el clan de los mejores arqueros. Con el hombre había otros tres, uno alto y seco como un pescado al sol. Era el ronin Fujii, que muchos días pasaba por delante de la nueva casa de Oishi y hablaba con alguno de los hombres allí apostados; otro, al que no pudo ver pero reconoció por su voz, era el cocinero de su capitán, y por fin estaba también el famoso samurái Chisaka. Con el cabello perfectamente recogido, la armadura, el gesto adusto, la postura erguida y su mirada ausente y a la vez firme resultaba inconfundible.

Después de escuchar un buen rato la conversación de los cuatro hombres, fue a contárselo a Oishi. Era evidente que Chisaka, el samurái de mayor rango del daimio Uesugi, los tenía bajo vigilancia por orden del sogún para proteger a Kira y anticiparse a un posible ataque.

Estaban vigilados de sol a sol, un espía les seguía, otro apostado frente a la casa y otro dentro.

Decidieron seguir como si no se hubiesen percatado de que los seguían para intentar sacar provecho de la situación, con cuidado de no hablar de nada que pudiera dar algún indicio de sus planes cuando el cocinero estuviese cerca.

Tras esto, la preocupación de Oishi por la seguridad de la hija de su señor aumentó. Encargó a Horibe la vigilancia de la casa de Kamei, donde estaba la niña. Horibe, a su vez, ordenó a su hijo adoptivo, Yasubei, que estuviese alerta día y noche.

Oishi recibía continuamente cartas informándole de la situación de Kira y sus soldados, y sus hombres más activos pasaban a avisarle de cualquier nuevo cambio.

En la escuela de Horibe, buena parte de los samuráis de Ako se entrenaban para no perder la forma y aprender nuevas técnicas para la ocasión.

Ichiyo era experta en artes marciales y en el uso del yari, la lanza de hoja recta, y la naginata, la lanza de hoja curva. Onodera pensaba que, dadas las características de la fortaleza de Kira, estas armas serían muy útiles en el asalto, y pidió a su mujer que les enseñara las técnicas más secretas, de las que ella era una experta.

Las mujeres samuráis seguían las mismas reglas de honor y lealtad que los hombres samuráis, y todos escucharon atentamente a Ichiyo al tiempo que admiraban su porte y su temple. Era, sin duda, una hermosa mujer, además de una extraordinaria guerrera capaz de abrir en dos a su contrincante con la espada o luchar con él hasta agotarle.

—Para escalar muros podéis usar esta lanza con gancho. Además, tiene otra utilidad en el combate cuerpo a cuerpo: trabar con ella la armadura de vuestro adversario y dejarle al alcance de vuestra espada. En caso de apremio, también podéis arrojarla como una jabalina.

Tras las enseñanzas, los hombres se quedaron en la escuela. Ichiyo regresó a su casa acompañada de un largo cayado del que nunca se separaba cuando iba por los caminos.

Mientras abandonaba la escuela, gracias a su agudizada vista, descubrió en la distancia a unos hombres emboscados. Se alejó como si no se hubiese percatado de ello pero prestando atención en todo momento. Eran tres samuráis. Uno al menos pertenecía al clan Uesugi. Sin duda sabían lo que estaba sucediendo y en cuanto se marchasen seguramente irían a notificarlo a Chisaka.

Ichiyo usaba su atención mental y la energía concentrada para superar a hombres mucho más fuertes que ella. Pero eran tres avezados samuráis y decidió regresar a la casa en busca de ayuda. En ese momento, un cuarto hombre la sorprendió.

«No debo de ser tan buena samurái cuando me dejo sorprender tan fácilmente», pensó Ichiyo.

—Vaya —dijo el hombre, cortándole el paso—. A quién tenemos aquí.

Otro de los hombres se acercó también y dijo:

—Vas a venir con nosotros al castillo de Uesugi como prueba de lo que traman los ronin de Asano.

Ichiyo practicaba la respiración consciente para encontrar la calma y la quietud interior en cualquier circunstancia. Ni siquiera se alteró. Entendió que podía acabar con uno de sus oponentes con facilidad, y que cuando la atacasen los otros tres por diferentes ángulos podría abatir a un segundo, y quizás a un tercero, pero el cuarto acabaría con ella. No es que le importase morir luchando, al contrario, para un samurái constituía un honor morir combatiendo en inferioridad de condiciones y ante un número superior de enemigos, pero ello supondría que su amado y sus compañeros serían descubiertos.

—No es necesario que nadie muera —dijo Ichiyo, y sonrió dulcemente.

—Ríndete. Deja tu espada en el suelo —ordenó el que tenía enfrente a una distancia suficiente como para estar a salvo de la espada.

Ella sacó lentamente su espada, que llevaba oculta bajo el amplio kimono, y se agachó para dejarla donde le había indicado el samurái. Mientras se erguía, se puso en guardia sin ponerse en guardia. Su bastón se transformó en una lanza. El hombre cayó al suelo abatido por la afilada punta del arma y por el terrible grito que lanzó la mujer.

Ichiyo era capaz de usar la respiración para entrar en acción de forma inesperada y explosiva con un intenso «grito del espíritu».

En ese instante, los otros tres samuráis desenvainaron su espada. En vez de retroceder buscando el refugio de un árbol, Ichiyo atacó. Con la segunda embestida una mancha roja tiñó su blanco kimono. Su cabello quedó suelto al viento mientras otro de los hombres caía muerto con una larga horquilla para el pelo clavada en su garganta.

Cuando los dos samuráis de Uesugi atacaban para rematar a la mujer, que había resultado herida, Onodera y su hijo Koemon saltaron sobre ellos interponiéndose. Uno fue derribado mortalmente por la espada de Koemon, aguerrido, impulsivo e impredecible; y el otro, antes de que Onodera pudiese vencer su feroz defensa, resultó abatido por una certera flecha lanzada por Kataoka, que apareció entre la fronda.

Onodera se postró tras meditar en agradecimiento frente a la hornacina que presidía la habitación principal de su casa. Una bella pintura invitaba a la familia y a los invitados a la meditación, y era el lugar perfecto para celebrar la ceremonia del té.

El samurái desplazó el ligero panel de papel de arroz por las guías de madera del suelo y entró en la dependencia que servía de dormitorio a su mujer. Gracias a este sistema la casa se podía reorganizar fácilmente según las necesidades, cambiando las formas y dimensiones de las estancias. Ahora Ichiyo podía estar separada de la sala principal, mientras se reponía de su herida. Tumbada en el suelo de madera sobre una suave estera de paja, veía el cuidado jardín. Las paredes exteriores estaban hechas de bambú y recubiertas de yeso, pero una amplia galería se abría desde la habitación hasta el jardín.

—Ichiyo, deberías haber llamado antes de atacarles. Si te hubieses defendido, habríamos llegado y…

—Si me hubiese defendido estaría muerta —dijo la mujer con voz suave—, y tú lo sabes. Es mejor atacar a los que hayan quedado vivos tras el primer ataque, que defenderse de todos a la vez.

El samurái se arrodilló junto a ella y besó la blanca tez de su frente.