Manuscrito de Oishi

El samurái se retiró a hacer el ayuno protocolario, como un acto purificador de su mente.

Escribió con pluma y tinta negra un poema a su amada en papel de arroz. Era el momento del reencuentro.

La luna no quiere ver mi rostro

Y se viste de negro.

La memoria de tu voz y tu sonrisa

Aflora en mis labios enamorados.

El samurái, con sus ropas blancas como signo de purificación, se sentó sobre una esterilla recubierta de una tela de color blanco. La espalda y la cabeza en posición recta y las manos reposando sobre sus rodillas. Así, en esa postura entró en estado profundo de meditación para lograr el vacío en su espíritu.

La campana ya sonó tres veces.

El viento aquietó su ímpetu.

Mañana, ¿quién seré yo?

¿Antes de nacer?

¿Después de morir?

¿De quién hablamos?

Los samuráis de Ako han vuelto del más allá de la vida y de la muerte para salvar a esa persona que solo ellos podían salvar y para luchar contra la maldad. Ahora están preparados para seguir su camino.

Mientras el sol se ponía, una espesa y blanca bruma todo lo cubrió: las grullas, el lago, el camino, el puente, el templo, el monasterio, las montañas, el cielo y la tierra.

El destino se ha cumplido.

El círculo del destino se ha cerrado.

La tierra acoge a las flores del cerezo.

La flor más joven se ha desprendido del árbol.

El viento la eleva y la lleva a su destino.

Ah, el aliento de la muerte.

Ah, el aliento de la vida.