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Después de once días de encierro, Clay se vio finalmente libre. Le colocaron una escayola más ligera en la pierna izquierda y, aunque todavía no estaba en condiciones de caminar, por lo menos podía hacer ciertos movimientos. Paulette lo sacó del hospital en una silla de ruedas y lo empujó hasta una furgoneta de alquiler conducida por Oscar. Quince minutos después, lo empujaron al interior de su casa y cerraron la puerta. Paulette y la señorita Glick habían convertido el estudio de la planta baja en un improvisado dormitorio. Sus teléfonos, su fax y su ordenador habían sido colocados sobre una mesa plegable al lado de la cama. Su ropa estaba cuidadosamente doblada en unas baldas de plástico junto a la chimenea.

Sus primeras dos horas en casa las dedicó a leer el correo, los informes económicos y los recortes de prensa, pero sólo lo que Paulette había seleccionado. Buena parte de lo que se había escrito acerca de él le fue ocultado.

Más tarde, tras hacer la siesta, se sentó a la mesa de la cocina con Paulette, y Oscar anunció que ya era hora de empezar.

Y se inició el desenredo.

La primera cuestión era su bufete jurídico. Crittle había conseguido reducir algunos gastos, pero los gastos generales seguían rondando todavía el millón de dólares mensuales. Puesto que en aquellos momentos no se registraban ingresos y no se esperaba ninguno, los despidos inmediatos serían inevitables. Repasaron la lista de empleados —abogados, auxiliares, secretarias, administrativos, ordenanzas— y empezaron a hacer dolorosos recortes. Aunque pensaran que los casos del Maxatil carecían de valor, cerrar los expedientes llevaría bastante trabajo. Clay decidió encomendar la tarea a cuatro abogados y otros tantos auxiliares. Estaba dispuesto a cumplir todos los contratos que había firmado con sus empleados, pero eso se llevaría una parte considerable del dinero que tanto necesitaba en aquellos momentos.

Clay leyó los nombres de los empleados que tendrían que irse y se puso enfermo.

—Quiero consultarlo con la almohada —dijo, incapaz de tomar una decisión.

—Casi todos lo esperan, Clay —le dijo Paulette.

Contempló los nombres y trató de imaginar los chismes que habrían corrido acerca de él en los pasillos de su propio bufete.

Dos días atrás, Oscar había accedido a regañadientes a trasladarse a Nueva York y reunirse con Helen Warshaw. Le había expuesto un amplio mosaico del activo y del posible pasivo de Clay Carter y prácticamente había suplicado compasión. Su jefe no quería declararse en quiebra, pero si ella lo acosaba demasiado, no tendría más remedio que hacerlo. Clay era miembro de un grupo de abogados, los acusados de Warshaw, cuyo valor neto conjunto ésta cifraba en mil quinientos millones de dólares. Ella no podía permitir que Clay llegara a un acuerdo de sólo un millón de dólares para cada uno de los casos, siendo así que aquellos mismos casos contra Patton French podían valer tres veces más. Además, a Warshaw no le apetecía concertar ningún acuerdo. El juicio sería muy importante, un audaz intento de abogar por unas reformas que impidieran los abusos del sistema, un espectáculo jaleado por los medios de difusión. Y ella estaba deseando disfrutarlo a tope. Oscar regresó al Distrito de Columbia con el rabo entre las piernas en la certeza de que Helen Warshaw, como abogada del grupo más numeroso de los acreedores de Clay, quería sangre. La temida palabra «quiebra» había sido pronunciada por vez primera por Rex Crittle en la habitación de hospital de Clay. Había permanecido en suspenso en el aire y había aterrizado con la fuerza de un mortero. Después se volvió a utilizar. Clay la empezó a pronunciar, pero sólo en su fuero interno. Paulette la dijo una vez. Oscar la había utilizado en Nueva York. No encajaba y no les gustaba, pero a lo largo de la semana anterior había empezado a formar parte de su vocabulario.

La quiebra permitiría rescindir el contrato de alquiler de la oficina.

La quiebra permitiría negociar los contratos de trabajo con los empleados.

La quiebra permitiría devolver el Gulfstream en condiciones más favorables.

La quiebra permitiría apretar las tuercas a las airadas clientes del Maxatil.

Y, por encima de todo, la quiebra lograría poner freno a Helen Warshaw.

Oscar estaba casi tan deprimido como Clay, y al cabo de dos horas de angustia se fue al despacho. Paulette sacó a Clay en silla de ruedas al pequeño jardín, donde ambos se tomaron una taza de té verde con miel.

—Tengo que decirte un par de cosas —dijo ella, sentándose muy cerca de él y mirándolo fijamente a los ojos—. En primer lugar, que pienso darte una parte de mi dinero.

—No, no te lo consiento.

—Pues voy a hacerlo. Tú me hiciste rica cuando no tenías ninguna obligación. No puedo impedir que seas un estúpido chico blanco que la ha cagado, pero sigo queriéndote. Y voy a ayudarte, Clay.

—¿Te lo imaginas, Paulette?

—No. No puedo imaginarlo, pero es verdad. Ha ocurrido. Y las cosas irán a peor antes de empezar a mejorar. No leas los periódicos, Clay. Por favor. Prométemelo.

—No te preocupes.

—Voy a ayudarte. Si lo pierdes todo, allí estaré yo para protegerte.

—No sé qué decir.

—No digas nada.

Se tomaron las manos y Clay tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas.

—En segundo lugar —añadió Paulette—. He estado hablando con Rebecca. Teme verte porque podrían sorprenderla. Tiene un nuevo móvil, del que su marido no sabe nada. Me ha dado el número. Quiere que la llames.

—¿Consejos femeninos, por favor?

—De mí no vas a recibirlos. Ya sabes lo que pienso de tu amiguita rusa. Rebecca es una chica encantadora, pero tiene una vida complicada, por no decir algo peor. Estás solo.

—Gracias por nada.

—Faltaría más. Quería que la llamaras esta tarde. Su marido no está en la ciudad o algo por el estilo. Me iré dentro de unos minutos.

Rebecca aparcó a la vuelta de la esquina y apuró el paso por la calle Dumbarton hasta la puerta de Clay. No se le daba muy bien verse de tapadillo con alguien; y a él tampoco. Lo primero que decidieron fue no seguir por aquel camino.

Ella y Jason Myers habían acordado un divorcio amistoso. Al principio, él quería buscar un poco de asesoramiento y retrasar la separación, pero también prefería trabajar dieciocho horas al día, tanto en el Distrito de Columbia como en Nueva York, Palo Alto o Hong Kong. Su gigantesco bufete tenía despachos en treinta y dos ciudades y contaba con clientes por todo el mundo. Para él no había nada más importante que el trabajo. Se había limitado a abandonarla sin pedirle disculpas ni hacer el menor propósito de cambiar de vida. Los documentos se presentarían en cuestión de un par de días. Ella ya estaba haciendo las maletas. Jason se quedaría con la vivienda; Rebecca se había mostrado muy imprecisa acerca del lugar a donde se iría a vivir. En menos de un año de matrimonio, habían acumulado muy pocas cosas. Él era socio del bufete y ganaba ochocientos mil dólares al año, pero ella no quería ni un centavo de su dinero.

Según ella, sus padres no habían intervenido para nada. Tampoco habían tenido ocasión de hacerlo. A Myers no le caían bien y Clay sospechaba que uno de los motivos de que éste prefiriera trabajar en la filial del bufete en Hong Kong era que ésta se encontraba muy lejos de los Van Horn.

Ambos tenían un motivo para huir. En los años venideros, Clay no quería quedarse a vivir en el Distrito de Columbia bajo ningún concepto. Su humillación había sido demasiado grande y profunda y allí fuera había todo un mundo en el que la gente no lo conocía.

Ansiaba recuperar el anonimato. Por primera vez en su vida, Rebecca deseaba largarse sin más, largarse de un mal matrimonio, de su familia, del club de campo y de los insoportables personajes que acudían allí, alejarse de la presión del dinero y el afán de acumular cosas, de McLean y de los únicos amigos que tenía.

Clay tardó una hora en llevársela a la cama, pero, con las escayolas y demás, resultaba imposible hacer el amor. Quería, sencillamente, estrecharla en sus brazos, besarla y recuperar el tiempo perdido.

Ella pasó la noche allí y decidió quedarse. Mientras tomaban café a la mañana siguiente, Clay empezó con la historia de Tequila Watson, siguió con el Tarvan y acabó contándoselo todo.

Paulette y Oscar regresaron con nuevos asuntos desagradables relativos al despacho. Algunos activistas del condado de Howard estaban animando a los propietarios de las casas a presentar una demanda contra Clay por comportamiento contrario a la ética al haber sido el causante de la falta de acuerdo con Hanna. Varias docenas de ellos ya habían sido recibidos por el Colegio de Abogados del Distrito de Columbia. Se habían presentado seis demandas contra Clay, todas por parte del mismo abogado que en aquellos momentos estaba dedicándose a captar al mayor número de afectados posible. El bufete de Clay estaba ultimando un plan de acuerdo para presentarlo al juez que llevaba la quiebra de Hanna. Curiosamente, cabía la posibilidad de que al bufete le fueran asignados unos honorarios, aunque muy por debajo de los que Clay había rechazado.

Warshaw había cursado una petición urgente para que se pudiese tomar declaración a varios demandantes del Dyloft. La urgencia era necesaria porque los demandantes se estaban muriendo y sus declaraciones a través de vídeo revestirían una importancia trascendental para el juicio, cuya celebración estaba prevista para aproximadamente un año después. Utilizar las habituales tácticas de los pretextos, las dilaciones y los aplazamientos habría sido tremendamente injusto para aquellos demandantes. Clay aceptó el plan de declaraciones propuesto por la señora Warshaw, aunque no tenía intención de asistir.

Cediendo a las presiones de Oscar, Clay accedió finalmente a despedir a diez abogados y a casi todos los auxiliares jurídicos, las secretarias y los administrativos, y escribió una carta a cada uno de ellos, corta y llena de disculpas. Asumía la plena responsabilidad de la desaparición de su bufete.

La verdad era que no había nadie más a quien echarle la culpa.

También se redactó una elaborada carta a las clientes del Maxatil. En ella, Clay resumía el juicio de Mooneyham en Phoenix. Seguía creyendo que el fármaco era peligroso, pero ahora la demostración de la relación causa efecto sería «muy difícil cuando no imposible». La compañía no contemplaba la posibilidad de llegar a un acuerdo extrajudicial y, dados sus actuales problemas de salud, él no estaba en condiciones de prepararse para un largo juicio.

Era contrario a utilizar como excusa la agresión que había sufrido, pero Oscar logró imponer su criterio. En la carta, el pretexto parecía verosímil. En aquellas horas tan bajas de su carrera, tenía que agarrarse a cualquier ventaja que pudiera encontrar.

Por consiguiente, liberaba a sus clientes y lo hacía con tiempo suficiente para que contrataran a otro abogado y pudiesen demandar a Goffman. Incluso les deseaba suerte.

Las cartas darían lugar a una enorme polémica.

—Podremos capear el temporal —repetía Oscar—. Por lo menos nos libraremos de esa gente.

Clay no pudo por menos que pensar en Max Pace, que lo había enredado en el asunto del Maxatil. Pace, uno de sus por lo menos cinco alias, había sido acusado de fraude bursátil pero no había logrado localizarlo. La acusación señalaba que había utilizado información privilegiada para vender casi un millón de acciones de Goffman antes de que Clay presentara la demanda. Más tarde había cubierto la venta y había abandonado el país con unos quince millones de dólares. Corre, Max, corre. Si lo atrapaban y llevaban a juicio, quizá revelara todos los sucios secretos que ambos compartían.

Había otros cien detalles más en la lista de Oscar, pero Clay ya estaba cansado.

—¿Voy a hacer de enfermera esta noche? —preguntó Paulette en voz baja en la cocina.

—No, está aquí Rebecca.

—Te encanta meterte en líos, ¿verdad?

—Mañana pide el divorcio. Un divorcio amistoso.

—¿Y el bombón?

—Habrá pasado a la historia, si alguna vez regresa de St. Barth.

Clay se pasó toda la semana siguiente sin salir de su casa. Rebecca introdujo todas las pertenencias de Ridley en bolsas de la basura gigantes y lo guardó todo en el sótano. Llevó algunas de sus cosas, pese a la advertencia de Clay de que estaba a punto de perder la casa. Ella le preparaba comidas deliciosas y lo atendía en todas sus necesidades. Se distraían viendo películas hasta las doce de la noche y cada mañana se levantaban muy tarde. Rebecca lo llevaba al médico en su automóvil.

Ridley llamaba en días alternos desde la isla. Clay no le dijo que había perdido el sitio; prefería hacerlo personalmente cuando ella regresara, en caso de que efectivamente lo hiciese. Las obras de reforma marchaban viento en popa, a pesar de los drásticos recortes presupuestarios que Clay había introducido. Ridley parecía no atribuir la menor importancia a sus problemas económicos.

El último abogado que entró en la vida de Clay fue Mark Munson, un experto en quiebras, especializado en complicadas y voluminosas quiebras individuales. Lo había descubierto Crittle. En cuanto Clay firmó contrato con él, Crittle le mostró los libros, los alquileres, los contratos, las demandas, el activo y el pasivo. Todo. Cuando Munson y Crittle se presentaron en su casa, Clay le pidió a Rebecca que se fuera. Quería evitarle los detalles dolorosos.

En los diecisiete meses transcurridos desde que abandonara la ODO, Clay había ganado ciento veintiún millones de dólares en concepto de honorarios, treinta de los cuales habían ido a parar a Paulette, Rodney y Jonah a modo de bonificación; veinte millones se habían invertido en gastos de oficina y en el Gulfstream; dieciséis millones se habían gastado en los anuncios y las pruebas médicas del Dyloft, el Maxatil y las Skinny Ben; treinta y cuatro millones se habían ido en impuestos pagados o acumulados; cuatro millones en el chalé; tres millones en el velero, un millón… por aquí y otro por allá: la casa, el «préstamo» a Max Pace y las consabidas y comprensibles extravagancias propias de los nuevos ricos.

El caso del nuevo y precioso catamarán de Jarrett era muy interesante. Clay lo había pagado, pero la compañía bahameña que tenía la titularidad pertenecía enteramente a su padre. A juicio de Munson, el tribunal de la quiebra podía seguir dos criterios distintos: o bien la embarcación era un regalo, en cuyo caso Clay debería pagar el impuesto de donaciones, o simplemente era propiedad de otra persona y, por consiguiente, no formaba parte del patrimonio de Clay. En cualquiera de los dos casos, la embarcación seguiría perteneciendo a Jarrett Carter.

Clay también había ganado 7,1 millones especulando con acciones de Ackerman, y aunque parte de ellos estaban escondidos en paraísos fiscales, no tendría más remedio que sacarlos de allí.

—Si oculta algún activo, irá a parar a la cárcel —le advirtió Munson, dándole a entender con toda claridad que no toleraría semejante comportamiento.

El balance reflejaba un activo neto de aproximadamente diecinueve millones de dólares, con muy pocos acreedores. Veintiséis antiguos clientes estaban demandándolo en aquellos momentos por el fracaso del Dyloft. Se esperaba que su número aumentara y, aunque no se podía adivinar el valor de cada caso, la responsabilidad de Clay sería considerablemente superior a su activo neto. Los indignados demandantes de la acción conjunta contra Hanna estaban organizándose. La reacción al Maxatil sería muy dura y prolongada. Tampoco podían hacerse predicciones sobre la cuantía de estos dos últimos gastos.

—Que se encargue de ello el síndico de la quiebra —dijo Munson—. Se quedará usted con lo puesto, pero por lo menos no tendrá ninguna deuda.

—Vaya, pues se lo agradezco —dijo Clay, pensando todavía en el velero.

Si conseguían mantenerlo al margen de la quiebra, Jarrett podría venderlo y comprarse otra embarcación más pequeña para que a Clay le quedara un poco de dinero para vivir.

Tras pasarse dos horas con Munson y Crittle, Clay contempló la mesa de su cocina cubierta de hojas de cálculo, listados y notas, un testamento sepultado bajo los escombros de los últimos diecisiete meses de su vida. Se avergonzaba de su codicia y de su estupidez. Se mareaba sólo de pensar en todo el daño que le había hecho el dinero.

La idea de marcharse lo ayudaba a sobrevivir cada día.

Ridley lo llamó desde St. Barth para comunicarle la alarmante noticia de la aparición de un letrero de EN VENTA en la fachada de «su» chalé.

—Es porque está a la venta —le explicó Clay.

—No lo entiendo.

—Vuelve a casa y te lo explicaré.

—¿Hay algún problema?

—Me parece que sí.

Tras una prolongada pausa, Ridley dijo:

—Prefiero quedarme aquí.

—No puedo obligarte a regresar, Ridley.

—No, es cierto.

—Muy bien. Quédate en el chalet hasta que se venda.

—¿Y eso cuánto tardará?

Clay se la imaginó haciendo toda suerte de sabotajes a la venta.

Pero, en aquel momento, le daba igual.

—Puede que un mes, puede que un año. No lo sé.

—Me quedo —dijo ella.

—Muy bien.

Rodney encontró a su antiguo amigo sentado en los escalones de la entrada de su preciosa casa, con las muletas al lado y un chal sobre los hombros para protegerse del frío otoñal. El viento empujaba las hojas y éstas bajaban describiendo círculos por Dumbarton.

—Necesito un poco de aire fresco —dijo Clay—. Llevo tres semanas encerrado aquí dentro.

—¿Qué tal van los huesos? —preguntó Rodney, sentándose junto a él.

—Se recuperan muy bien.

Rodney había abandonado la ciudad y se había convertido en un auténtico habitante de un barrio residencial de las afueras. Pantalones caqui, zapatillas deportivas y un impresionante todoterreno para llevar a los niños por ahí.

—¿Qué tal la cabeza?

—No he sufrido nuevos daños cerebrales.

—¿Y el alma?

—Torturada, es lo menos que puedo decir. Pero sobreviviré.

—Paulette dice que te vas.

—Durante una buena temporada, en cualquier caso. La semana que viene presentaré la declaración de quiebra, pero casualmente yo no estaré aquí. Paulette tiene un apartamento en Londres y podré utilizarlo durante unos cuantos meses. Nos esconderemos allí.

—¿No existe modo de evitar la quiebra?

—Imposible. Hay demasiadas demandas, y muy buenas. ¿Recuerdas a Ted Worley, nuestro primer demandante del Dyloft?

—Pues claro.

—Murió ayer. Yo no apreté el gatillo, pero está claro que tampoco lo protegí. Su caso en presencia de un jurado vale cinco millones de dólares. Y hay veintiséis como él. Me voy a Londres.

—Clay, quiero echar una mano.

—No acepto tu dinero. Por eso has venido, y lo sé. He mantenido esta misma conversación dos veces con Paulette y una con Jonah. Ganasteis el dinero y tuvisteis la inteligencia de guardarlo. Yo no supe hacerlo.

—Pero no vamos a dejar que mueras. No tenías por qué regalarnos diez millones de dólares, y sin embargo lo hiciste. Vamos a devolverte una parte.

—No.

—Sí. Los tres hemos estado hablando de ello. Esperaremos a que termine el procedimiento de la quiebra y entonces cada uno de nosotros hará una transferencia. Una donación.

—Os ganasteis el dinero trabajando, Rodney. Guardadlo.

—Nadie gana diez millones de dólares en seis meses de trabajo, Clay. Se puede ganar en una lotería, se puede robar o te puede llover del cielo, pero nadie se gana con el sudor de su frente una cantidad como ésa. Es ridículo y obsceno. Voy a devolverte una parte. Paulette también lo hará. De Jonah no estoy muy seguro, pero lo convenceremos.

—¿Cómo están los niños?

—Estás cambiando de tema.

—Sí, estoy cambiando de tema.

Así pues, hablaron de los niños, de los viejos amigos de la ODO y de los viejos clientes y los casos de allí. Ambos permanecieron sentados en los peldaños de la entrada hasta después de anochecido cuando apareció Rebecca y ya era la hora de cenar.