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A la mañana siguiente, Clay fue trasladado de nuevo a cirugía para ajustarle un poco los tornillos y los clavos, «sólo unas pequeñas vueltas de tuerca», le había dicho el médico. Cualquier cosa que fuera, exigió una dosis entera de anestesia que lo dejó fuera de combate durante casi todo el día. Volvieron a trasladarlo a su habitación poco después del mediodía, y se pasó tres horas durmiendo hasta que se desvanecieron los efectos de la anestesia. Cuando finalmente recuperó el conocimiento, quien estaba esperando no era Ridley ni Rebecca, sino Paulette.

—¿Se sabe algo de Oscar? —preguntó con voz pastosa.

—Ha llamado y dice que el juicio va bien. Eso es todo —respondió Paulette.

Le arregló la cama y la almohada y le ofreció agua y, cuando comprobó que ya estaba completamente despierto, se fue a hacer unos recados. Antes de salir, le entregó un sobre urgente sin abrir.

De Patton French. Se trataba de una nota manuscrita deseándole una pronta recuperación y algo más que Clay no logró descifrar. El memorándum adjunto estaba dirigido al Comité Directivo de los Demandantes (ahora los acusados) del Dyloft. La ilustre Helen Warshaw había presentado sus adiciones semanales a la acción conjunta. La lista seguía aumentando. En todo el país estaban apareciendo daños residuales del Dyloft y los acusados se hundían cada vez más en las arenas movedizas. Ahora la acción colectiva englobaba a trescientas ochenta y una personas, veinticuatro de ellas ex clientes de JCC que habían firmado contrato con Helen Warshaw, tres más que la semana anterior. Como de costumbre, Clay leyó muy despacio los nombres y se preguntó una vez más cómo se habrían cruzado en su camino.

¿Se alegrarían sus antiguos clientes de verlo postrado en una cama de hospital, lleno de cortes, fracturas y magulladuras? Tal vez unas puertas más abajo del pasillo hubiese alguien a quien acababan de extirpar tumores y órganos, rodeado de sus seres queridos sobre el trasfondo del siniestro tictac del reloj de la pared. Sabía que él no había sido el causante de sus enfermedades, pero en cierto modo se sentía responsable de sus sufrimientos.

Al final, Ridley se dejó caer por allí antes de regresar a casa procedente del gimnasio. Llevaba unos cuantos libros y revistas y aparentaba estar muy preocupada. Pasados unos minutos, dijo:

—Clay, ha llamado el decorador. Tengo que volver al chalé.

¿Sería un decorador o una decoradora? Clay se hizo la pregunta pero no la formuló.

¡Qué buena idea!

—¿Cuándo? —preguntó él.

—Quizá mañana. Si el avión está disponible.

¿Y por qué no iba a estar disponible? Él no pensaba ir a ningún sitio, desde luego.

—Pues claro. Llamaré a los pilotos.

El hecho de que ella no estuviera en la ciudad le facilitaría la vida. Su presencia en el hospital no servía de nada.

—Gracias —dijo Ridley, sentándose en una silla para hojear una revista. A los treinta minutos llegó la hora de irse. Lo besó en la frente y se marchó.

Después apareció el investigador. Tres hombres de Reedsburg habían sido detenidos a primera hora de la mañana del domingo a la entrada de un bar de Hagerstown, Maryland, donde se había producido una reyerta. Intentaron huir de allí en una minifurgoneta de color verde, pero el conductor cometió un error y acabaron en una zanja. El investigador le mostró tres fotografías en color de los sospechosos, todos con muy mala pinta. Clay no logró identificar a ninguno de los tres.

Según el jefe de la policía de Reedsburg, los tres trabajaban en Hanna Cement Portland. Dos de ellos acababan de ser despedidos, pero ésta había sido la única información que el investigador había conseguido arrancar a las autoridades de allí.

—No están muy dispuestos a colaborar —dijo.

Tras haber estado en Reedsburg, Clay comprendía el porqué.

—Si usted no puede identificar a estos hombres, no tendré más remedio que archivar el caso —dijo el investigador.

—Jamás los he visto —afirmó Clay.

El investigador volvió a guardar las fotografías en su maletín y se fue para siempre. A continuación, se inició un desfile de enfermeras y médicos que examinaron y manosearon a Clay por todas partes, hasta que, al cabo de una hora, se quedó dormido.

Oscar llamó sobre las nueve y media de la noche. El juicio había quedado aplazado hasta el día siguiente. Todo el mundo estaba hecho polvo, sobre todo a causa de la impresionante carnicería que había provocado Dale Mooneyham en la sala. Goffman había sacado a regañadientes a su tercer experto, una rata de laboratorio de la casa con gafas de montura de concha que había sido el encargado de llevar a cabo los ensayos clínicos del Maxatil y, después de un espléndido interrogatorio directo por parte de Roger el Regateador, Mooneyham había procedido a crucificar al pobre chico sin la menor compasión.

—Ha sido una auténtica carnicería —dijo Oscar entre risas—. Los de Goffman no deben de tener muchas ganas de llamar a más testigos.

—¿Un acuerdo? —preguntó Clay, atontado por los medicamentos y medio muerto de sueño, pero esforzándose en captar todos los detalles.

—No, pero la noche será muy larga. Corren rumores de que Goffman podría intentar presentar mañana a otro experto, tras lo cual se darán por vencidos y se agacharán a la espera del veredicto. Mooneyham se niega a hablar con ellos. Da la impresión de que espera un veredicto récord y actúa en consecuencia.

Clay se quedó dormido con el teléfono encajado en la parte lateral de su cabeza. Una enfermera lo retiró una hora después.

El director general de Goffman llegó a Flagstaff a última hora de la noche del miércoles y fue conducido a toda prisa a un alto edificio del centro de la ciudad donde los abogados estaban conspirando. Roger Redding y el resto del equipo de la defensa le informaron de la situación y le mostraron los últimos datos de los expertos en finanzas. Todas las conversaciones giraban en torno a unos resultados previsiblemente catastróficos.

Debido al impresionante vapuleo que había sufrido, Redding insistía en que la defensa se atuviera a su plan de juego y llamara a declarar a los restantes testigos. Estaba seguro de que se volverían las tornas. Estaba seguro de que lograría recuperarse y apuntarse unos cuantos tantos con el jurado. Pero Bob Mitchell, el principal abogado interno de la compañía y vicepresidente de la misma, y Sterling Gibb, el abogado de toda la vida de la empresa y compañero de golf del director general, ya habían visto suficiente. Como Mooneyham asesinara a un nuevo testigo, cabía la posibilidad de que los miembros del jurado se levantaran de un salto de sus asientos y se cargaran al ejecutivo de Goffman que tuvieran más a mano. El orgullo de Redding había sufrido un duro golpe. Éste quería seguir adelante en la esperanza de que se produjera un milagro. Pero seguir sus consejos les saldría muy caro.

Mitchell y Gibb se reunieron a solas con el director general sobre las tres de la tarde para tomarse unas rosquillas. Ellos tres solos. Por mal que le estuvieran yendo las cosas a la compañía, aún quedaban algunos secretos sobre el Maxatil que jamás podrían revelarse. En caso de que Mooneyham dispusiera de dicha información o de que consiguiera arrancársela a algún testigo, los cielos se abatirían irremediablemente sobre Goffman. En aquella fase del juicio, ya sabían que Mooneyham era capaz de cualquier cosa. Al final, el director general decidió poner fin al derramamiento de sangre. Cuando el tribunal volvió a reunirse a las nueve de la mañana, Roger Redding anunció que la defensa había terminado.

—¿Ya no hay más testigos? —preguntó el juez.

Un juicio de quince días de duración había quedado reducido a la mitad. ¡Tendría toda una semana libre para jugar al golf!

—Exactamente, señoría —contestó Redding, mirando con una sonrisa a los miembros del jurado, como si todo marchara sobre ruedas.

—¿Alguna refutación, señor Mooneyham?

El abogado de la demandante se puso lentamente de pie. Se rascó la cabeza, miró enfurecido a Redding y dijo:

—Si ellos han terminado, nosotros también.

El juez explicó a los miembros del jurado que dispondrían de un descanso de una hora mientras él examinaba ciertas cuestiones con los abogados. Cuando regresaran, escucharían los alegatos finales y, a la hora del almuerzo, el caso sería suyo.

Oscar salió con todo el mundo al pasillo sosteniendo en la mano su móvil. No contestaba nadie en la habitación de hospital de Clay.

Se pasó tres horas esperando en Rayos X, tres largas horas en una camilla de un concurrido pasillo donde las enfermeras y los camilleros iban de un lado para otro conversando entre sí acerca de nada en particular. Se había dejado el móvil en la habitación y, por consiguiente, se pasó tres horas aislado del mundo mientras esperaba en las profundidades del Hospital Universitario George Washington.

La sesión de rayos X duró casi una hora, pero habría podido durar menos si el paciente no se hubiera mostrado tan poco dispuesto a colaborar, tan agresivo y, a veces, tan grosero. El camillero lo trasladó de nuevo a su habitación y se alegró de perderlo de vista.

Clay estaba medio dormido cuando llamó Oscar. Allí eran las cinco y veinte, las tres y veinte en Phoenix.

—¿Dónde estabas?

—No me lo preguntes.

—Goffman ha tirado la toalla a primera hora de esta mañana. Ha intentado llegar a un acuerdo, pero Mooneyham no ha querido hablar. Después todo ha sido muy rápido. La presentación de los alegatos finales ha empezado sobre las diez, creo. El jurado recibió el caso a las doce del mediodía en punto.

—¿Que el jurado ya tiene el caso? —preguntó casi a gritos Clay.

—Lo tenía.

—¿Cómo?

—Digo que tenía el caso. Todo ha terminado. Se han pasado tres horas deliberando y han votado a favor de Goffman. Lo siento en el alma, Clay. Aquí todo el mundo está consternado.

—Oh, no.

—Me temo que sí.

—Dime que mientes, Oscar.

—Ojalá. No sé qué ha ocurrido. Nadie lo sabe. Redding hizo un alegato final espectacular, pero yo observé a los miembros del jurado. Pensé que Mooneyham los tenía en el bolsillo.

—¿Que Dale Mooneyham ha perdido el caso?

—Y no un caso cualquiera, Clay. Ha perdido nuestro caso.

—Pero ¿cómo?

—No lo sé. Yo hubiera apostado cualquier cosa a que perdería Goffman.

—Pues acabamos de perder nosotros.

—Lo siento de veras.

—Mira, Oscar, yo estoy solo aquí en la cama. Voy a cerrar los ojos y quiero que tú me hables, ¿de acuerdo? No me dejes. Aquí no hay nadie más. Háblame. Dime algo.

—Después del veredicto, Fleet y los otros dos tipos, Bob Mitchell y Sterling Gibb, me acorralaron. Son encantadores. Estaban tan contentos que parecían a punto de estallar. Para empezar, me preguntaron si aún estabas vivo, ¿qué te parece? Después me dieron recuerdos para ti, me parecieron muy sinceros. Me dijeron que Roger el Regateador y la empresa van a llevar su espectáculo a la carretera y que el próximo juicio se va a celebrar en el Distrito de Columbia contra el señor Clay Carter, el Rey de los Pleitos, quien, como todos sabemos, jamás ha actuado en un juicio por daños y perjuicios. ¿Qué podía yo decirles? Acababan de derrotar a un gran abogado en su propio terreno.

—Nuestros casos no valen nada, Oscar.

—Eso creen ellos, por supuesto. Mitchell me ha dicho que no piensan soltar ni un centavo por ningún caso de Maxatil en todo el país. Quieren juicios. Quieren justificarse. Recuperar su buen nombre. Todas estas idioteces que suelen decirse.

Clay tuvo a Oscar una hora al teléfono mientras su habitación se iba quedando a oscuras. Oscar le repitió los argumentos finales y la tensión de la espera del veredicto. Describió la expresión de sobresalto del rostro de la demandante, una mujer moribunda cuyo abogado no había querido aceptar lo que Goffman ofrecía, al parecer, diez millones de dólares. Y Mooneyham, que llevaba tanto tiempo sin perder que ya ni siquiera se acordaba de lo que se sentía, exigiendo que se pidiera al jurado que rellenase unos cuestionarios y diera explicaciones. Cuando finalmente recuperó el resuello y consiguió levantarse, con la ayuda del bastón, claro, Mooneyham hizo el mayor de los ridículos. Los representantes de Goffman, los de los trajes oscuros que mantenían la cabeza gacha como si estuvieran rezando juntos, se llevaron una sorpresa cuando el presidente del jurado pronunció sus majestuosas palabras. Todo el mundo abandonó la sala corriendo mientras los analistas de Wall Street se apresuraban a efectuar sus llamadas. Oscar terminó su relato diciendo:

—Ahora me voy al bar.

Clay llamó a una enfermera y pidió un somnífero.