Para leer se veía obligado a levantar la mitad superior de la cama y, puesto que ya tenía las piernas apuntando hacia arriba, no tenía más remedio que doblarse formando una especie de uve. Muy dolorosa, por cierto. No podía permanecer en aquella posición más de diez minutos y enseguida tenía que bajar la cama para aliviar la presión. Con el portátil de Jonah descansando sobre las dos escayolas, estaba echando un vistazo a los artículos de los periódicos de Arizona cuando Paulette contestó al teléfono.
—Es Oscar —anunció.
Habían hablado muy brevemente el domingo por la noche, pero Clay se encontraba bajo los efectos de los medicamentos y no coordinaba demasiado. Ahora, en cambio, estaba completamente despierto y preparado para los detalles.
—Cuéntame —dijo, bajando la cama y procurando estirarse.
—Mooneyham concluyó sus alegatos el sábado por la mañana. Su exposición no pudo ser más perfecta. El tío es brillante y tiene al jurado domesticado. Los chicos de Goffman presumían mucho al principio, pero ahora creo que ya están preparando la retirada a sus búnkeres. Roger Redding presentó a su experto estrella ayer por la tarde. Es un investigador que declaró que no hay ninguna relación directa entre el medicamento y el cáncer de mama que padece la demandante. Me pareció un tío digno de crédito. Tiene nada menos que tres doctorados, qué caray. El jurado lo escuchó con gran atención. Pero después Mooneyham lo hizo picadillo. Presentó unas investigaciones muy malas que el tío había llevado a cabo hace veinte años. Puso en duda sus conocimientos. Cuando terminó con él, el testigo estaba totalmente hundido. «Alguien va a tener que llamar al nueve uno uno para que se lleven a este pobre hombre de aquí», pensé. Jamás he visto a un testigo tan profundamente humillado. Roger estaba más pálido que la cera. Los tipos de Goffman se quedaron allí sentados como si fueran unos delincuentes en una rueda de identificación policial.
—Qué bonito, qué bonito —repetía Clay con el teléfono pegado a la gasa del lado izquierdo de la cara, junto a la oreja lesionada.
—Y ahora viene lo bueno —prosiguió Oscar—. Averigüé dónde se alojan los de Goffman y cambié de hotel. Los veo a la hora del desayuno. Los veo en el bar a última hora de la noche. Saben quién soy y, por consiguiente, semejamos dos perros rabiosos moviéndose el uno alrededor del otro. Les acompaña un abogado interno de la casa, un tal Fleet, que ayer se tropezó conmigo en el vestíbulo del hotel tras la suspensión del juicio, aproximadamente una hora después de que vapulearan a su experto. Dijo que quería tomar un trago conmigo. Él se tomó uno y yo tres. El motivo de que sólo se bebiera una copa fue que tenía que regresar a la suite de Goffman en el último piso, donde se pasaron toda la noche paseando arriba y abajo por los salones, tratando de analizar las posibilidades de un acuerdo.
—Repítelo —dijo Clay en voz baja.
—Ya me has oído. En este preciso instante, Goffman está pensando en concertar un acuerdo con Mooneyham. Están muertos de miedo, convencidos, al igual que todos los presentes en la sala, de que este jurado está a punto de cargarse su empresa. Cualquier acuerdo que hagan les costará una fortuna, porque el viejo guerrero no quiere aceptarlo. ¡Se los está comiendo vivos, Clay, te lo aseguro! Roger es muy bueno, pero no le llega a la suela del zapato a Mooneyham.
—Otra vez a los acuerdos.
—Otra vez a los acuerdos. Fleet me preguntó cuántos de nuestros casos estaban justificados. Respondí que los veintiséis mil. Él se anduvo un buen rato por las ramas y después me preguntó si tú estarías dispuesto a considerar la posibilidad de un acuerdo de aproximadamente cien mil dólares para cada uno. Eso son dos mil seiscientos millones, Clay. ¿Estás haciendo los cálculos?
—Ya están hechos.
—¿Y los honorarios?
—Hechos también.
De pronto, el dolor desapareció como por arte de magia, así como las pulsaciones del cráneo. Las pesadas escayolas se le antojaron tan ligeras como plumas. Las molestas magulladuras dejaron de existir. Clay sintió deseos de echarse a llorar.
—En cualquier caso, eso no fue en modo alguno una oferta de acuerdo, sino, sencillamente, un primer sondeo —continuó Oscar—. Muy tenso, por cierto. En la sala circulan rumores de todo tipo, especialmente por parte de los abogados y los analistas de mercado. Según esos rumores, Goffman podía permitirse un fondo de compensación de hasta siete mil millones de dólares. Si la compañía llegara a un acuerdo en estos momentos, el precio de sus acciones podría mantenerse porque se acabaría de golpe la pesadilla del Maxatil. Eso es sólo una teoría, pero, después del derramamiento de sangre que hubo ayer, tiene mucho sentido. Fleet quiso hablar conmigo porque nosotros somos los que tenemos más casos. Los chismes que circulan por la sala sitúan el número de posibles reclamaciones —en torno a sesenta mil, lo cual significa que nosotros tenemos aproximadamente el cuarenta por ciento del mercado. Si estamos dispuestos a llegar a un acuerdo de unos cien de los grandes por cada caso, ellos podrán calcular sus costes.
—¿Cuándo volverás a verlo?
—Aquí ya son casi las ocho, el juicio se reanuda dentro de una hora. Hemos acordado reunirnos fuera de la sala.
—Llámame en cuanto puedas.
—Tranquilo, jefe. ¿Qué tal van los huesos rotos?
—Ahora, mucho mejor.
Paulette cogió el teléfono para colgar el auricular. A los pocos segundos, volvió a sonar. Contestó y le devolvió el aparato a Clay, diciendo:
—Es para ti, y me largo.
Era Rebecca; llamaba desde el vestíbulo del hospital a través de su móvil para preguntar si la autorizaban a hacer una rápida visita. Minutos después, entró en la habitación y se quedó consternada al ver a Clay. Lo besó en las mejillas, entre las magulladuras.
—Iban armados con palos —explicó él—. Para igualar un poco las cosas. De lo contrario, yo hubiera tenido una injusta ventaja sobre ellos.
Pulsó los mandos de la cama y ésta empezó a elevarse en forma de uve.
—Estás fatal —dijo ella con los ojos empañados.
—Gracias. En cambio, tú estás guapísima.
Rebecca volvió a besarlo en el mismo lugar y empezó a frotarle el brazo izquierdo. Se hizo un momentáneo silencio entre ambos.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Clay.
—Claro.
—¿Dónde está tu marido en estos momentos?
—O bien en Sao Paulo o bien en Hong Kong. No puedo seguirle la pista.
—¿Sabe que estás aquí?
—Por supuesto que no.
—¿Qué haría si se enterara?
—Se enfadaría. Estoy segura de que discutiríamos.
—¿Y eso sería un acontecimiento insólito?
—Me temo que es algo que ocurre constantemente. No funciona, Clay. Quiero dejarlo.
A pesar de las heridas, Clay estaba teniendo un día tremendo. Estaba a punto de cobrar una fortuna y de recuperar a Rebecca. De pronto la puerta de la habitación se abrió silenciosamente y entró Ridley. Ésta se situó a los pies de la cama sin que ellos se dieran cuenta y dijo:
—Perdón por la interrupción.
—Hola, Ridley —dijo Clay con un hilillo de voz.
Ambas mujeres se miraron con odio. Ridley se desplazó al otro lado de la cama, directamente delante de Rebecca, quien seguía sin apartar la mano del magullado brazo de Clay.
—Ridley, te presento a Rebecca. Rebecca, ésta es Ridley —dijo Clay, estudiando muy en serio la posibilidad de cubrirse la cabeza con las sábanas y fingir estar muerto.
Ninguna de las dos sonrió. Ridley se inclinó un poco hacia delante y empezó a acariciar suavemente el brazo derecho de Clay. A pesar de que estaba siendo mimado por dos bellas mujeres, Clay se sentía un animal muerto en la carretera segundos antes de la llegada de los lobos.
Puesto que ninguno de los tres tenía absolutamente nada que decir, Clay señaló con la cabeza hacia la izquierda y explicó:
—Una vieja amiga. —Después señaló hacia la derecha y añadió—: Una nueva amiga.
Ambas mujeres, por lo menos en aquel instante, se sentían mucho más cerca de Clay de lo que habría podido sentirse una simple amiga. Las dos estaban furiosas, pero ninguna retrocedió ni se movió. Ya habían establecido sus posiciones.
—Creo que estuvimos en la fiesta de tu boda —dijo finalmente Ridley. Era un recordatorio, nada sutil, por cierto, de que casualmente Rebecca estaba casada.
—Sin haber sido invitados, si mal no recuerdo —replicó Rebecca.
—Maldita sea, es la hora de la lavativa —terció Clay, pero sólo él se rió.
Como estallara una riña sobre su cama, quedaría más magullado que antes. Cinco minutos antes estaba hablando por teléfono con Oscar, soñando con unos honorarios récord. Ahora dos mujeres habían desenvainado las espadas.
Dos mujeres muy guapas. Peor le habrían podido ir las cosas. Pero ¿dónde estaban las enfermeras? Entraban sin llamar a cualquier hora del día, sin respetar su intimidad ni sus hábitos de sueño. A veces entraban en pareja. Y, cuando había casualmente una visita en la habitación, seguro que entraba una enfermera sin ninguna necesidad. «¿Necesita algo, señor Carter?» «¿Quiere que le arregle la cama?» «¿Le enciendo el televisor?» «¿Quiere que se lo apague?»
Los pasillos estaban desiertos y en silencio. Ambas mujeres seguían sobándolo.
Rebecca parpadeó primero. No tenía más remedio que hacerlo. A fin de cuentas, estaba casada.
—Creo que me voy.
Abandonó muy despacio la habitación, como si no quisiera marcharse, ceder terreno. Clay se sintió enormemente emocionado.
En cuanto la puerta se hubo cerrado, Ridley se acercó a la ventana y permaneció allí un buen rato sin mirar nada. Clay echó un vistazo a un periódico sin preocuparse en absoluto por ella o por cuál pudiera ser su estado de ánimo. La frialdad y el desdén que ella trataba con toda el alma de transmitirle estaban siendo muy bien recibidos.
—La quieres, ¿verdad? —dijo Ridley, sin apartar los ojos de la ventana, como si se sintiera profundamente herida.
—¿A quién?
—A Rebecca.
—Ah, ésa. Bueno, es sólo una vieja amiga. Ella giró en redondo y se acercó a la cama.
—¡No soy tonta, Clay! —exclamó.
—Yo no he dicho tal cosa —repuso Clay sin dejar de leer el periódico, insensible a aquel teatral intento de obligarlo a reaccionar.
Ridley cogió el bolso y abandonó la habitación hecha una furia, procurando que su taconeo armara el mayor alboroto posible. Poco después entró una enfermera para echar un vistazo a los posibles daños.
A los pocos minutos llamó Oscar a través de su móvil desde el exterior de la sala. El juez había decretado un breve descanso.
—Corren rumores de que esta mañana Mooneyham ha rechazado diez millones —dijo.
—¿Te lo ha dicho Fleet?
—No, no nos hemos visto. Él estaba ocupado con no sé qué propuestas. Trataré de atraparlo durante el almuerzo.
—¿Quién está declarando?
—Otro experto de Goffman, una profesora de la Universidad de Duke que está desacreditando el estudio sobre el Maxatil llevado a cabo por el Gobierno. Mooneyham está afilando los cuchillos. La cosa podría ponerse muy fea.
—¿Y tú te crees estos rumores?
—Ya no sé qué creer. Los chicos de Wall Street parecen muy interesados. Quieren un acuerdo porque creen que es la mejor manera de predecir los costes. Te llamaré a la hora del almuerzo.
En Flagstaff cabían tres posibles resultados; dos de ellos serían estupendos. Un veredicto contra Goffman induciría a la compañía a concertar un acuerdo para evitar años de litigios y un aluvión de veredictos terribles. Un acuerdo a medio juicio significaría probablemente un plan de compensación nacional para todos los demandantes.
Un veredicto favorable a Goffman obligaría a Clay a correr a prepararse para su propio juicio en el Distrito de Columbia. Semejante perspectiva dio lugar a la reaparición de unos fuertes pinchazos de dolor en el cráneo y las piernas.
El hecho de permanecer horas y horas tumbado inmóvil en una cama de hospital ya era de por sí una tortura. Ahora el silencio del teléfono agravaba enormemente la situación. En cualquier momento, Goffman podía ofrecerle a Mooneyham dinero suficiente como para inducirle a aceptar un acuerdo. Su orgullo lo impulsaría a llegar hasta el veredicto, pero ¿podía ignorar los intereses de su cliente?
Una enfermera cerró las persianas, apagó las luces y el televisor. Cuando se hubo marchado, Clay dejó el teléfono sobre su vientre, se cubrió la cabeza con las sábanas y esperó.