Ridley llamó a primera hora de la noche del sábado, bastante alterada. ¡Llevaba cuatro días sin conseguir localizar a Clay! Nadie del despacho sabía dónde estaba, o, si lo sabía, no quería decírselo.
Y, por su parte, él tampoco se había tomado la menor molestia en localizarla. Ambos tenían varios teléfonos. ¿Qué manera era aquélla de favorecer una relación? Tras pasarse unos cuantos minutos escuchando los gimoteos, Clay oyó una especie de zumbido en la línea y preguntó:
—¿Dónde estás?
—En St. Barth. En nuestro chalé.
—¿Y cómo has llegado?
Como es natural, Clay había estado utilizando el Gulfstream.
—He fletado un jet más pequeño. La verdad es que era demasiado pequeño, pues hemos tenido que hacer escala en San Juan para repostar. No podía llegar hasta aquí en un vuelo sin escalas. Pobre chica. Clay no sabía muy bien cómo había averiguado el número de la compañía de vuelos chárter.
—¿Por qué estás aquí abajo? —preguntó estúpidamente.
—Tenía una tensión tremenda porque no conseguía localizarte.
No me lo vuelvas a hacer, Clay.
Clay trató de establecer un nexo entre su propia desaparición y la escapada de Ridley a St. Barth, pero lo dejó correr.
—Perdona —dijo—. Tuve que irme a toda prisa. Patton French me necesitaba en Biloxi. Estaba muy ocupado y no podía llamar. Una larga pausa mientras ella se debatía en la duda de si perdonarlo de inmediato o esperar uno o dos días.
—Prométeme que no volverás a hacérmelo —gimoteó.
Clay no estaba de humor para gimotear ni para prometer, pero se alegró de que ella hubiera abandonado el país.
—No volverá a ocurrir. Tranquilízate y procura pasarlo bien.
—¿No puedes bajar? —preguntó ella sin demasiado interés.
Era un simple intento de salvar las apariencias.
—No, porque el juicio de Flagstaff está a punto de terminar. Clay abrigaba serias dudas de que Ridley tuviera alguna idea acerca del juicio de Flagstaff.
—¿Me llamarás mañana? —preguntó ella.
—Pues claro.
Jonah había regresado a la ciudad con muchas aventuras que contar sobre su vida en el mar. Ambos habían acordado que se reunirían en una tasca de la avenida Wisconsin para disfrutar de una tardía y prolongada cena. A las ocho y media sonó el teléfono, pero quien hubiese llamado colgó sin decir nada. Después volvió a sonar y Clay se puso al aparato mientras se abrochaba la camisa.
—¿Es usted Clay Carter? —preguntó una voz masculina.
—Sí. ¿Con quién hablo?
Debido al elevado número de clientes descontentos que tenía por doquier —los del Dyloft y el Skinny Ben y ahora sobre todo los enfurecidos propietarios de viviendas del condado de Howard—, Clay había cambiado dos veces su número de teléfono en los últimos dos meses. Podía soportar los insultos en el despacho, pero fuera de él prefería vivir en paz.
—Soy de Reedsburg, Pensilvania, y dispongo de una información muy importante sobre la empresa Hanna.
Las palabras le provocaron un estremecimiento, y tuvo que sentarse en el borde de la cama. «Que siga hablando», se dijo mientras procuraba ordenar sus pensamientos.
—De acuerdo, le escucho.
Alguien de Reedsburg había conseguido averiguar su número, que no figuraba en la guía.
—No podemos hablar por teléfono —dijo la voz. Unos treinta años, varón blanco, educación superior.
—¿Por qué no?
—Es una larga historia. Hay algunos documentos.
—¿Dónde está usted?
—En la ciudad. Me reuniré con usted en el vestíbulo del hotel Four Seasons, de la calle M. Allí podremos hablar.
No era un mal plan. El vestíbulo estaría lleno de gente en caso de que alguien quisiera extraer una pistola y empezar a tirotear a unos abogados.
—¿Cuándo? —preguntó Clay.
—Cuanto antes. Yo estaré allí dentro de cinco minutos. ¿Cuánto tardará usted?
Clay no quería revelar que vivía a seis manzanas del lugar, a pesar de que su dirección no constituía ningún secreto.
—Estaré allí dentro de diez minutos.
—Muy bien. Visto vaqueros y una gorra negra de los Steelers.
—Lo encontraré —dijo Clay, y colgó el auricular. Terminó de vestirse y abandonó a toda prisa la casa.
Mientras bajaba rápidamente por Dumbarton, trató de imaginar qué clase de información podía él necesitar o tan siquiera querer acerca de la empresa Hanna. Acababa de pasarse dieciocho horas en Reedsburg y estaba tratando infructuosamente de olvidar aquel lugar. Giró al sur al llegar a la calle Treinta y uno, hablando para sus adentros, perdido en un mundo de conspiraciones, sobornos e historias de espías. Pasó una señora con un perrito en busca del lugar de la acera más apropiado para hacer sus necesidades. Se acercó un chico con chupa negra de motero y un cigarrillo colgando de la comisura de la boca, aunque Clay apenas reparó en él. Mientras ambos pasaban junto a él por delante de una casa muy mal iluminada y por debajo de las ramas de un viejo arce rojo, el hombre, con gran precisión y habilidad para elegir el momento más oportuno, soltó un corto derechazo que alcanzó a Clay directamente en la barbilla.
Clay ni siquiera lo vio. Sólo recordó un sonoro estallido en la cara y su cabeza golpeando contra una verja de hierro forjado. Notó una especie de hurgonazo y otro hombre empezó a propinarle puñetazos y golpes por todas partes. Clay rodó para tumbarse de lado y consiguió colocarse una rodilla debajo del cuerpo, después sintió un golpe en la parte posterior del cráneo, semejante a un disparo de pistola. Oyó una voz de mujer en la distancia y después se desmayó.
La señora estaba paseando a su perro cuando oyó un tumulto a su espalda. Se había armado una especie de pelea de dos contra uno y el que estaba en el suelo llevaba la peor parte. La mujer se acercó corriendo y vio horrorizada a dos hombres vestidos con chaqueta negra, soltando golpes con dos grandes palos de color negro. Lanzó un grito y se alejó corriendo. Sacó el móvil y marcó el 911.
Los dos hombres echaron a correr calle abajo y doblaron la esquina de una iglesia en la calle N. La mujer trató de auxiliar al joven que yacía en el suelo, que había perdido el conocimiento y sangraba profusamente.
Clay fue trasladado al Hospital Universitario George Washington, donde un equipo de urgencia consiguió estabilizarlo. El examen inicial permitió descubrir dos grandes heridas en la cabeza provocadas por un objeto romo, un corte en el pómulo derecho, otro en la oreja izquierda y numerosas contusiones. Tenía el peroné derecho limpiamente partido por la mitad. La rótula izquierda estaba destrozada y el tobillo izquierdo roto. Le rasuraron la cabeza y se necesitaron ochenta y un puntos para suturarle las dos grandes heridas. Su cráneo estaba cubierto de magulladuras, pero no había sufrido fractura alguna. Seis puntos en el pómulo, once en la oreja e inmediato traslado a cirugía para arreglarle las piernas.
Jonah empezó a llamar después de treinta minutos de impaciente espera. Salió del restaurante al cabo de una hora y se dirigió a pie a casa de Clay. Llamó con los nudillos a la puerta, tocó el timbre, soltó unas cuantas maldiciones por lo bajo y estaba a punto de empezar a arrojar piedras contra las ventanas cuando vio, aparcado un poco más abajo entre otros dos vehículos, el automóvil de Clay. O eso le pareció.
Se acercó muy despacio. Algo ocurría, pero no sabía exactamente el qué. Se trataba efectivamente de un Porsche Carrera de color negro, pero estaba cubierto de una especie de polvo blanco. Llamó a la policía.
Debajo del Porsche encontraron un saco vacío de cemento portland Hanna. Estaba claro que alguien había cubierto el automóvil de cemento y después le había echado agua encima. En algunos puntos, sobre todo en el techo y en la cubierta del motor, unos grumos se habían secado y habían quedado adheridos al automóvil.
Mientras la policía lo inspeccionaba, Jonah explicó a los agentes que su propietario estaba ilocalizable. Después de una larga investigación por ordenador, apareció el nombre de Clay y Jonah corrió al hospital. Llamó a Paulette y ésta llegó antes que él. Clay estaba en cirugía, pero sólo tenía unos huesos rotos y probablemente una conmoción cerebral. Sus lesiones no parecían revestir excesiva gravedad.
La señora del perro declaró ante la policía que los agresores habían sido dos varones de raza blanca. Tres universitarios que estaban a punto de entrar en un bar de la avenida Wisconsin declararon haber visto a dos chicos blancos con chaquetas negras doblar a toda prisa la esquina de la calle N. Habían subido a una furgoneta de color verde metalizado, donde un conductor los esperaba. No habían podido distinguir el número de la matrícula porque estaba demasiado oscuro.
La llamada que Clay había recibido a las 8:39 de la noche se había efectuado desde un teléfono público de la calle M, a unos cinco minutos de su casa.
La pista se enfrió rápidamente. A fin de cuentas, sólo había sido una paliza. Y, por si fuera poco, un sábado por la noche. Aquella misma noche, se habían producido en la ciudad dos violaciones, un tiroteo desde un vehículo en marcha que había provocado cinco heridos, y dos asesinatos, ambos aparentemente fortuitos.
Puesto que Clay no tenía ningún familiar en la ciudad, Jonah y Paulette asumieron los papeles de portavoces y encargados de tomar decisiones. A la una y media de la mañana, una médica les comunicó que la intervención se había desarrollado sin ningún contratiempo, que las fracturas de todos los huesos se habían reducido y éstos ya estaban a punto de iniciar la recuperación, que le habían colocado algunos tornillos y clavos y que la situación no podía ser mejor. Controlarían detenidamente la actividad cerebral. Estaban seguros de que se había producido una conmoción, pero ignoraban su gravedad.
—Tiene una pinta fatal —les advirtió.
Pasaron dos horas, tras las cuales Clay fue trasladado muy despacio a una planta superior. Jonah había insistido en que lo instalaran en una habitación privada. Lo vieron poco después de las cuatro de la mañana. Una momia no hubiera llevado más vendajes.
Ambas piernas estaban cubiertas por unas escayolas suspendidas a unos cuantos centímetros de la cama mediante una complicada serie de cables y poleas. Una sábana le cubría el pecho y los brazos y una tupida gasa le envolvía el cráneo y la mitad del rostro. Tenía los ojos hinchados y cerrados; afortunadamente, aún no había recuperado el conocimiento. La mandíbula estaba tumefacta y los labios hinchados y azulados. La sangre se le había secado en el cuello.
Ambos permanecieron en consternado silencio, contemplando el alcance de sus heridas, oyendo los zumbidos de los monitores, observando el lento movimiento arriba y abajo de su pecho.
De pronto, Jonah se echó a reír.
—Fíjate en el muy hijo de puta —dijo.
—Calla, Jonah —le reconvino Paulette.
—Aquí está el Rey de los Pleitos —añadió Jonah, meneando la cabeza sin apenas poder reprimir la risa.
Entonces ella también comprendió la gracia de la situación y se rió sin abrir la boca.
Durante un buen rato, ambos permanecieron junto a la cama de Clay, procurando disimular su regocijo.
Cuando se les pasó el ataque de risa, Paulette dijo:
—Debería darte vergüenza.
—Y me da. Lo siento.
Un camillero entró empujando una cama sobre ruedas. Paulette se quedaría allí la primera noche y a Jonah le tocaría quedarse la segunda.
Por suerte, la agresión se había producido demasiado tarde como para que pudiera aparecer en el Post del domingo. La señorita Glick llamó a todos los empleados del bufete y les rogó que no visitaran el hospital ni enviaran flores. Era probable que se los necesitase durante la semana, pero por el momento bastaría con que rezasen.
Clay regresó del mundo de los muertos hacia el mediodía del domingo. Paulette estaba recogiendo la cama plegable cuando él preguntó:
—¿Quién anda ahí?
Paulette dio un respingo y corrió a su lado.
—Soy yo, Clay.
A través de los hinchados y empañados ojos, Clay distinguió un rostro negro. Estaba claro que no era Ridley. Alargó una mano y preguntó:
—¿Quién…?
—Soy Paulette, Clay. ¿No me ves?
—No. ¿Paulette? ¿Qué estás haciendo aquí?
Sus palabras eran espesas, lentas y dolorosas.
—Cuidando de ti, jefe.
—¿Dónde estoy?
—En el Hospital Universitario George Washington.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
—Te han dado lo que suele llamarse una paliza.
—¿Cómo?
—Te atacaron. Dos tíos con unos palos. ¿Necesitas un analgésico?
—Por favor.
Paulette salió corriendo de la habitación y vio a una enfermera. A los pocos minutos se presentó un médico y le explicó a Clay con todo lujo de detalles la tremenda agresión que había sufrido. Otra pastilla y Clay volvió a quedarse dormido. Se pasó buena parte del domingo envuelto en una agradable niebla, atendido por Paulette y Jonah, quienes entretanto aprovechaban para leer la prensa y ver las retransmisiones de los partidos de fútbol.
La noticia fue objeto de enorme interés el lunes, pero en todas partes se decía lo mismo. Paulette quitó el sonido del televisor y Jonah escondió los periódicos. La señorita Glick y los demás empleados del bufete esquivaron los equipos móviles y contestaban a todo el mundo con un «Sin comentarios». La señorita Glick recibió un e-mail del patrón de un velero que decía ser el padre de Clay. Se encontraba en la península del Yucatán, en el golfo de México, y rogaba que alguien tuviera la amabilidad de informarle acerca del estado de Clay. Ella así lo hizo: situación estable, fractura de huesos, conmoción cerebral. Él le dio las gracias y prometió volver a llamar al día siguiente.
Ridley llegó el lunes por la tarde. Paulette y Jonah se marcharon, felices de poder abandonar por un rato el hospital. Estaba claro que los georgianos no comprendían los rituales de atención hospitalaria. Mientras que los norteamericanos se instalan junto a sus seres queridos enfermos o lesionados, los de otras culturas consideran más práctico quedarse allí una hora y dejar después que el hospital se encargue del cuidado de sus pacientes. Ridley se mostró muy cariñosa durante unos minutos y procuró despertar el interés de Clay por las últimas reformas del chalé. Clay pidió un analgésico porque la cabeza le dolía cada vez más. Ella se tumbó en la cama plegable y procuró echar una siesta, agotada, explicó, por el vuelo de regreso. Sin escalas. En el Gulfstream. Al final, también se quedó dormida. Para cuando Clay despertó, ya se había marchado.
Un investigador se presentó en la habitación para comunicar nuevos datos. Todas las sospechas señalaban a unos matones de Reedsburg, pero las pruebas eran muy pocas. Clay no consiguió describir al hombre que le había propinado el primer puñetazo.
—No pude verlo —dijo, frotándose la barbilla.
Para que se sintiera mejor, el policía le mostró cuatro grandes fotografías en color del Porsche negro enteramente cubierto de cemento blanco. Clay tuvo que tomarse otro analgésico.
Empezaron a llegar ramos de flores. Adelfa Pumphrey, Glenda de la ODO, Rex Crittle y su mujer, Rodney, Patton French, Wes Saulsberry, un juez del Tribunal Supremo a quien Clay conocía. Jonah le llevó un ordenador portátil y Clay pudo mantener una larga conversación con su padre.
El lunes la hoja informativa «El Rey de los Calzoncillos» publicó tres ediciones, cada una con nuevas noticias de los periódicos y chismes acerca de la agresión sufrida por Clay. Pero él no se enteró de nada. Oculto en su habitación de hospital, sus amigos lo protegían.
El martes por la mañana, a primera hora, Zack Battle pasó un momento por el hospital antes de dirigirse a su despacho y le dio a Clay una buena noticia. La SEC había suspendido las investigaciones sobre él. Por su parte, Zack había hablado con el abogado de Mel Snelling en Baltimore. Mel se mantenía firme y no cedía a las presiones del FBI, y sin su colaboración no tendrían modo de reunir las pruebas necesarias.
—Creo que los federales debieron de verte en los periódicos y pensaron que ya habías recibido suficiente castigo —dijo Zack.
—¿He salido en los periódicos? —preguntó Clay.
—Un par de reportajes.
—¿Me interesa leerlos?
—Mejor no.
El tedio del hospital estaba dejando sentir su efecto: los estiramientos, las cuñas, las implacables visitas de las enfermeras a todas horas, las pequeñas y circunspectas charlas con los médicos, las cuatro paredes, la comida infame, el interminable cambio de los vendajes, las extracciones de sangre para nuevos análisis, el aburrimiento que significaba tener que permanecer tumbado allí sin poder moverse. Tendría que pasarse varias semanas escayolado y no acertaba a imaginarse viviendo en la ciudad en silla de ruedas y muletas. Estaban previstas dos intervenciones más, muy pequeñas, le prometieron.
Acabó sintiendo las secuelas de la agresión, y comenzó a recordar el ruido y las sensaciones físicas de la paliza. Vio el rostro del hombre que le había propinado el primer puñetazo, pero no supo muy bien si era real o sólo un sueño. Por eso se abstuvo de decírselo al investigador. Oyó unos gritos en la oscuridad, pero pensó que quizá también formaran parte de la pesadilla. Recordaba haber visto un palo negro del tamaño de un bate de béisbol elevándose en el aire. Por suerte, había perdido el conocimiento y no lograba recordar buena parte de los golpes.
La hinchazón empezó a remitir y la cabeza se le estaba despejando. Dejó de tomar analgésicos a fin de poder pensar e intentar dirigir el bufete por teléfono y correo electrónico. Allí todos estaban muy ocupados, según las personas con quienes hablaba, pero Clay no acababa de creérselo.
Ridley pasaba a su lado una hora por la mañana y otra por la tarde. Permanecía de pie junto a su cama y se mostraba muy cariñosa con él, sobre todo en presencia de las enfermeras. Paulette la detestaba y se apresuraba a marcharse cuando ella entraba en la habitación.
—Va detrás de tu dinero —le dijo a Clay.
—Y yo voy detrás de su cuerpo —repuso él.
—Bueno, pues en estos momentos ella está consiguiendo sus propósitos mejor que tú.