En Reedsburg, la noticia de que Hanna iba a despedir a mil doscientos trabajadores paralizó la ciudad. La notificación se hizo por medio de una carta de Marcus Hanna, dirigida a todos los empleados.
En cincuenta años de existencia la empresa sólo había llevado a cabo cuatro despidos. Había capeado malos ciclos y estancamientos y siempre se había esforzado por todos los medios en conservar su plantilla. Ahora que se había declarado en quiebra, las reglas eran distintas. La empresa estaba recibiendo presiones para que demostrara a los tribunales y a sus acreedores que tenía un futuro económico viable.
La culpa era de ciertos acontecimientos que escapaban al control de la dirección. El estancamiento de las ventas constituía uno de los factores, pero se trataba de algo que ya había ocurrido otras veces. El golpe definitivo había sido la imposibilidad de llegar a un acuerdo de indemnización por daños y perjuicios en la demanda colectiva que se había presentado contra la empresa, la cual había negociado de buena fe, pero un codicioso y agresivo bufete del Distrito de Columbia había planteado unas exigencias exorbitantes.
Estaba en juego la supervivencia y Marcus les aseguraba a los suyos que la empresa no se hundiría. Serían necesarios unos drásticos recortes de los costes. Una dolorosa reducción de los gastos a lo largo del año siguiente garantizaría un futuro rentable.
A los mil doscientos empleados despedidos, Marcus les prometía toda la ayuda que la empresa pudiera darles. El subsidio de paro duraría un año. Estaba claro que Hanna los readmitiría lo antes posible, pero la empresa no hacía ninguna promesa al respecto. Quizá los despidos fueran permanentes.
En los cafés y en las barberías, en los pasillos de las escuelas y en los bancos de las iglesias, en las gradas de los campos de fútbol, en las aceras que rodeaban la plaza de la ciudad, en las cervecerías y en los salones de billar, la ciudad no hablaba de otra cosa. Cada uno de sus once mil habitantes conocía a alguien que acababa de quedarse sin trabajo en Hanna. Los despidos eran el mayor desastre que jamás se hubiera producido en toda la pacífica historia de Reedsburg. A pesar de que la ciudad estaba escondida en los Alleghanys, en el centro de los montes Apalaches, la noticia se propagó.
El periodista del Baltimore Press que había escrito tres reportajes sobre la demanda colectiva del condado de Howard aún seguía vigilando y controlando atentamente el proceso de la quiebra y conversando con los propietarios de las casas cuyos ladrillos se estaban desprendiendo. La noticia de los despidos lo indujo a trasladarse a Reedsburg. Allí recorrió cafés, salones de billar y partidos de fútbol.
El primero de sus tres reportajes era tan largo como una novela corta. Un autor firmemente decidido a calumniar deliberadamente a alguien no habría podido ser más cruel. Toda la ruina de Reedsburg habría podido evitarse fácilmente si el abogado que había presentado la demanda colectiva de indemnización, J. Clay Carter II, del Distrito de Columbia, no se hubiera mostrado tan duro e inflexible en su exigencia de unos honorarios más elevados.
Puesto que Clay no leía el Baltimore Press y, de hecho, se abstenía de leer casi todos los periódicos y revistas, quizá no se habría enterado de la noticia de Reedsburg, al menos por el momento. Pero el todavía anónimo editor o los anónimos editores de la inoportuna y no autorizada hoja informativa la transmitió por fax a todas partes. El último número de «El Rey de los Calzoncillos», visiblemente redactado a toda prisa, reproducía el reportaje del Press.
Clay lo leyó y a punto estuvo de demandar al periódico.
Sin embargo, no tardó en olvidarse del Baltimore Press porque una pesadilla mucho mayor estaba a punto de caerle encima. Una semana atrás, un reportero del Newsweek lo había llamado y, como de costumbre, la señorita Glick le había retorcido el brazo. Todos los abogados sueñan con que se hable de ellos a nivel nacional, pero sólo cuando se trata de un caso sumamente importante o de un veredicto favorable por valor de mil millones de dólares. Clay sospechaba que allí no se trataba de ninguna de las dos cosas, y estaba en lo cierto. Al Newsweek no le importaba demasiado Clay Carter sino la pesadilla que lo perseguía sin descanso.
Era un bombo impresionante a mayor gloria de Helen Warshaw, dos páginas de alabanzas por las que cualquier abogado hubiera estado dispuesto a matar. En una fotografía impresionante, Helen Warshaw aparecía en una sala de justicia, delante de la desierta tribuna del jurado, con aire muy combativo y brillante, pero también muy creíble. Clay jamás la había visto, y se la imaginaba en cierto modo como una «bruja implacable», tal como Saulsberry la había llamado. Pero no era nada de eso. Por el contrario, resultaba muy atractiva: cabello corto y oscuro y unos ojos pardos de expresión triste capaces de llamar la atención de cualquier jurado. Clay la miró pensando que ojalá tuviera él su caso en lugar del que tenía en aquellos momentos entre manos. Confió en que jamás llegaran a conocerse, por lo menos en una sala de justicia.
Helen Warshaw era uno de los tres socios de un bufete de Nueva York especializado en la persecución de actuaciones jurídicas incompetentes o contrarias a la ética profesional, un campo todavía muy restringido pero cada vez más floreciente. En esos momentos se dedicaba a perseguir a algunos de los abogados más ricos e importantes del país y no pensaba llegar a ningún acuerdo extrajudicial. «Jamás he visto un caso tan interesante como éste para un jurado» había declarado, y Clay hubiera deseado cortarle las muñecas.
Contaba con cincuenta clientes del Dyloft, todos ellos moribundos y dispuestos a interponer una demanda. El reportaje describía la rápida y sucia historia de la demanda colectiva.
De entre todos los cincuenta y por razones que él sabría, el autor del reportaje se centraba en el señor Ted Worley de Upper Marlboro, Maryland, y reproducía una imagen del pobre hombre sentado en el jardín trasero de su casa con su mujer a su espalda, ambos con los brazos cruzados y el semblante triste y abatido. El señor Worley, debilitado, tembloroso y enfurecido, describía su primer contacto con Clay Carter, una inesperada llamada telefónica mientras él estaba tratando de disfrutar del partido de los Orioles, la aterradora noticia acerca del Dyloft, el análisis de orina, la visita del joven abogado y la presentación de la demanda. Todo. «Yo no quería aceptar el acuerdo», repetía una y otra vez.
El señor Worley había mostrado al representante del Newsweek todos los documentos, los informes médicos, la presentación de las demandas en el juzgado, el ambiguo contrato con el señor Carter que otorgaba al abogado autoridad para llegar a un acuerdo por cualquier cantidad superior a los cincuenta mil dólares. Todo, incluidas las copias de las dos cartas que el señor Worley le había escrito al señor Carter, protestando por aquella «liquidación» a precio de saldo. El abogado no había contestado a las cartas.
Según los médicos, al señor Worley sólo le quedaban menos de seis meses de vida. Mientras leía cuidadosamente cada una de las terribles palabras del relato, Clay tuvo la sensación de ser el responsable de aquel cáncer.
Helen explicaba que el jurado escucharía a muchos de sus clientes a través de un vídeo, pues éstos no durarían hasta el juicio. Una manera muy cruel de decirlo, pensó Clay, pero todo en aquel reportaje era malévolo y perverso.
El señor Carter había declinado hacer comentarios. Para redondear la información, la revista publicaba la fotografía de Clay y Ridley en la Casa Blanca y no podía resistir la tentación de añadir que éste había donado doscientos cincuenta mil dólares a la Revisión Presidencial.
«Va a necesitar amigos como el presidente», decía Helen Warshaw, y Clay pareció sentir el impacto de una bala entre los ojos. Arrojó la revista al otro extremo de su despacho. Deseó con toda su alma no haber estado en la Casa Blanca, no haber conocido al presidente, no haber extendido el maldito cheque, no haber conocido a Ted Worley ni a Max Pace y no haber tenido jamás la idea de estudiar en la facultad de Derecho.
Llamó a sus pilotos y les ordenó que se trasladaran cuanto antes al aeropuerto.
—¿Adónde vamos, señor?
—No lo sé. ¿Adónde quieren ir ustedes?
—¿Cómo dice, señor?
—Biloxi, Misisipí.
—¿Una o dos personas?
—Sólo yo.
Llevaba veinticuatro horas sin ver a Ridley y no le apetecía llevarla consigo. Necesitaba ausentarse por un tiempo de la ciudad y de cualquier cosa que se la hiciera recordar.
Sin embargo, los dos días transcurridos en el yate de French apenas le sirvieron de nada. Clay necesitaba la compañía de otro conspirador, pero Patton estaba demasiado ocupado con otras acciones colectivas. Por eso ambos comían y bebían en exceso.
French tenía a dos de sus asociados en la sala de justicia de Phoenix y éstos le enviaban e-mails cada hora. Seguía rechazando el Maxatil como posible objetivo, pero se mantenía al tanto de todos los acontecimientos. Constituía su obligación, decía, pues él era el abogado especializado en acciones conjuntas más importante del país. Cualquier abogado de acciones conjuntas de demanda por daños y perjuicios no tenía más remedio, más tarde o más temprano, que aterrizar en su escritorio. Clay leyó los e-mails y habló con Mulrooney. La selección del jurado les había ocupado todo un día. Ahora Dale Mooneyham estaba exponiendo lentamente la reclamación del demandante contra el medicamento. El estudio llevado a cabo por el Gobierno era una prueba muy poderosa. El jurado se mostraba sumamente interesado en él.
—Hasta ahora, todo muy bien —dijo Oscar—. Mooneyham es un gran actor, pero Roger tiene más experiencia.
Mientras French, que padecía una resaca descomunal, atendía tres llamadas a la vez, Clay se dedicó a tomar el sol en la cubierta, procurando olvidar sus problemas. A última hora de la tarde del segundo día, tras haberse tomado un par de vodkas en la cubierta, French preguntó:
—¿Cuánto dinero te queda?
—No lo sé. Temo hacer los cálculos.
—Dame una cantidad aproximada.
—Puede que veinte millones.
—¿Y cuánto cubre el seguro?
—Diez millones. Me han anulado la póliza, pero siguen respaldándome con el Dyloft.
—No estoy muy seguro de que tengas suficiente con treinta millones de dólares —dijo French, chupando un limón.
—Sí, no parece que sean suficiente, ¿verdad?
—Más bien no. Ahora tienes veintiuna reclamaciones y el número seguramente aumentará. Seremos afortunados si conseguimos resolver estas malditas reclamaciones con tres millones para cada una.
—¿Tú cuántas tienes?
—Hasta ayer, diecinueve.
—¿Y cuánto dinero te queda?
—Doscientos millones de dólares. Resistiré.
«Pues entonces ¿por qué no me haces un préstamo de, digamos cincuenta millones?», pensó Clay. Le hacía gracia la manera en que ambos estaban hablando de millones. Un mayordomo les sirvió más vodka, que buena falta les hacía.
—¿Y los otros tíos?
—Wes tiene cubiertas las espaldas. Carlos sobrevivirá si sus reclamaciones no superan las treinta. Las dos últimas mujeres de Didier lo dejaron pelado. Está muerto. Será el primero en declararse en quiebra, cosa que ya ha hecho otras veces.
¿El primero? ¿Y quién podría ser el segundo?
Después de una prolongada pausa, Clay preguntó:
—¿Qué ocurre si Goffman gana en Flagstaff? Tengo muchos casos.
—Serás un cachorrillo muy enfermo, eso te lo aseguro. Me ocurrió a mí hace diez años con un montón de casos muy poco claros relacionados con bebés. Me apresuré a captarlos, firmé contratos, me precipité en la presentación de la demanda y después todo se fue al carajo y no hubo manera de cobrar nada. Mis clientes esperaban cobrar varios millones porque les habían nacido unos hijos con malformaciones físicas, ¿comprendes?, la carga emocional era muy fuerte y no se podía discutir con ellos. Algunos me demandaron, pero jamás pagué nada. El abogado no puede prometer un resultado. De todos modos, me costó mucho dinero.
—Eso no es lo que quiero escuchar.
—¿Cuánto te has gastado en el Maxatil?
—Ocho millones de dólares sólo en anuncios.
—Yo en tu lugar esperaría un poco, a ver por dónde respira Goffman. Dudo que ofrezcan algo. Son unos tipos muy duros.
Con el tiempo, tus clientes se rebelarán y podrás mandarlos a la mierda. —Bebió un buen trago de vodka y agregó—: Pero piensa en positivo. Mooneyham lleva siglos sin perder un juicio. Si el veredicto fuera sensacional, todo cambiaría. Volverías a estar sentado sobre una mina de oro.
—Los de Goffman me dijeron que, a continuación, irían directamente al Distrito de Columbia.
—A lo mejor se echaron un farol. Todo depende de lo que ocurra en Flagstaff. Si pierden mucho dinero, tendrán que empezar a pensar en llegar a un acuerdo. Una decisión dividida (reconocimiento de la responsabilidad pero indemnización por daños muy pequeña), podría inducirlos a intentar ir nuevamente a juicio. Si eligen tus casos, podrías recurrir a un as de los tribunales y darles una soberana paliza.
—¿No me aconsejarías que actuase personalmente?
—No. Careces de experiencia. Hace falta haberse pasado muchos años en las salas de justicia para poder jugar en primera división, Clay.
A pesar de su interés por los grandes pleitos, Clay comprendió con toda claridad que Patton no era muy partidario de la situación que acababa de exponerle. No se había ofrecido a ser el as de los tribunales en el caso del Distrito de Columbia. Hablaba sin la menor convicción en un simple intento de consolar a su joven compañero.
Clay se fue a última hora de la mañana siguiente rumbo a Pittsburgh. Cualquier sitio menos el Distrito de Columbia. Durante el vuelo habló con Oscar y leyó los e-mails y los nuevos informes acerca del juicio de Flagstaff. La demandante, una mujer de sesenta y seis años enferma de cáncer de mama, había declarado y expuesto muy bien su caso. Era muy dúctil y Mooneyham estaba sacando buen partido de sus cualidades. Dales caña, tío, repetía Clay para sus adentros.
Alquiló un automóvil y se pasó dos horas en la carretera, circulando en dirección nordeste, hacia el mismo centro de los montes Alleghany. Localizar Reedsburg en un mapa era casi tan difícil como encontrarla en una autopista. Al llegar a la cumbre de una colina que se levantaba en las mismas afueras de la ciudad, vio una gigantesca fábrica a lo lejos.
BIENVENIDOS A REEDSBURG, PENSILVANIA, rezaba un letrero de gran tamaño.
PATRIA DE LA COMPAÑíA HANNA CEMENT PORTLAND. FUNDADA EN 1946.
Dos enormes chimeneas emitían un espeso polvo cretáceo que el viento dispersaba lentamente. «Por lo menos, aún funciona», pensó Clay.
Siguió una indicación para dirigirse al centro y encontró sitio donde aparcar en Main Street. Con sus vaqueros, su gorra de béisbol y su barba de tres días, no temía que lo reconocieran. Entró en Ethels Coffee Shop y se sentó en un desvencijado taburete junto a la barra. La propia Ethel lo saludó y atendió. Café y un bocadillo caliente de queso. En la mesa situada a su espalda dos clientes hablaban de fútbol. El Reedsburg High Cougars había perdido tres partidos seguidos y ellos dos hubieran dirigido las jugadas mucho mejor que el entrenador. Aquella noche el equipo jugaba en casa, según el programa fijado en, la pared al lado de la caja.
En el momento de servirle el café, Ethel le preguntó:
—¿Está aquí sólo de paso?
—Sí —contestó Clay, y de inmediato comprendió que la mujer debía de conocer a cada uno de los once mil habitantes de Reedsburg.
—¿De dónde es?
—De Pittsburgh.
Clay ignoraba si había hecho lo correcto al responder aquello, pero ella se retiró sin hacerle más preguntas. En otra mesa, dos hombres más jóvenes hablaban de trabajo. Muy pronto resultó evidente que ambos estaban en el paro. Uno de ellos llevaba un gorro vaquero con el logotipo de Hanna Cement en la parte anterior. Mientras Clay daba cuenta de su bocadillo de queso caliente, los oyó hablar con inquietud de los subsidios de desempleo, las hipotecas, las facturas de las tarjetas de crédito y el trabajo a tiempo parcial. Uno de ellos quería entregar su camioneta Ford al concesionario local, que le había prometido vendérsela de segunda mano.
Adosada a la pared junto a la entrada había una mesa plegable y encima de ella una garrafa de plástico de agua. Un letrero escrito a mano invitaba a todo el mundo a colaborar con el «Fondo Ianna». Las monedas y los billetes llenaban la garrafa hasta la mitad.
—¿Eso para qué es? —le preguntó Clay a Ethel cuando ésta volvió a llenarle la taza.
—Ah, es una colecta para las familias de los despedidos de la fábrica.
—¿Qué fábrica? —preguntó Clay, aparentando no saber nada.
—La Hanna Cement, la que empleaba a más gente en toda la ciudad. La semana pasada despidieron a mil doscientas personas. Aquí estamos todos muy unidos. En toda la ciudad se hacen colectas, en tiendas, cafés, iglesias e incluso escuelas. Hasta ahora llevamos recogidos seis mil dólares. El dinero será para pagar los recibos de la luz y la comida si las cosas se ponen feas. En caso contrario, se entregará al hospital.
—¿Han ido mal los negocios? —preguntó Clay, masticando.
Introducirse el bocadillo en la boca era muy fácil; tragárselo le estaba costando cada vez más.
—No, la fábrica siempre ha estado bien dirigida. Los Hanna saben lo que hacen. Les pusieron una estúpida denuncia en no sé qué sitio de Baltimore. Los abogados eran voraces, querían demasiado dinero y obligaron a Hanna a declararse en quiebra.
—Una lástima —dijo uno de los clientes habituales. Todos los presentes participaban en las conversaciones—. No tenía por qué ocurrir. Los Hanna intentaron arreglarlo, hicieron un esfuerzo y obraron de buena fe, pero aquellos miserables del Distrito de Columbia los amenazaron a punta de pistola. Y entonces los Hanna los mandaron a la mierda y se largaron.
«No es un mal resumen de los acontecimientos», pensó Clay con la rapidez de un relámpago.
—Yo llevaba cuarenta años trabajando allí y nunca me faltó el cheque de la paga. Una verdadera lástima.
Comprendiendo que los demás esperaban algún comentario por su parte, Clay dijo:
—Los despidos no eran frecuentes, ¿verdad?
—Los Hanna no creen en los despidos.
—¿Volverán a readmitir a la gente?
—Lo intentarán. Pero ahora el que manda es el tribunal de la quiebra.
Clay asintió con la cabeza y regresó rápidamente a su bocadillo. Los dos más jóvenes se levantaron y se acercaron a la caja. Ethel los despidió con un gesto de la mano.
—Aquí no se cobra nada, chicos. Invita la casa.
Los jóvenes inclinaron la cabeza en gesto de agradecimiento y, al salir, ambos echaron unas monedas al Fondo Hanna. A los pocos minutos, Clay se despidió, pagó la cuenta, le dio las gracias a Ethel y echó un billete de cien dólares a la garrafa de agua.
Cuando ya había oscurecido, se sentó en la zona del equipo visitante y observó a los Reedsburg Cougars batallar contra los Enid Elk. Las gradas del equipo local estaban casi llenas. La banda era muy ruidosa y el público, en su afán de que los suyos ganasen el partido, armaba un alboroto tremendo. Pero el fútbol no consiguió despertar su atención. Contempló la lista de jugadores del equipo y se preguntó cuántos de ellos pertenecerían a familias azotadas por los despidos. Contempló al otro lado del campo las hileras de hinchas de los Reedsburg Cougars y se preguntó quién tendría trabajo y quién no.
Antes del lanzamiento inicial y después del himno nacional, un clérigo local había rezado por la seguridad de los jugadores y por la recuperación de la fuerza económica de la comunidad. Y había terminado su oración, diciendo: «Ayúdanos, Señor, a superar estos tiempos tan difíciles. Amén».
Clay Carter no recordaba haberse sentido peor en toda su vida.