A pesar de que Ridley dormía a su lado en la cama, Clay se pasó la noche soñando con Rebecca. Dormía y se despertaba a cada momento, siempre con una beatífica sonrisa en los labios. Pero todas sus sonrisas se desvanecieron cuando sonó el teléfono poco después de las cinco de la mañana. Contestó en el dormitorio y pasó después a un teléfono del estudio.
Era Mel Snelling, un antiguo compañero suyo de habitación del colegio universitario, que ahora trabajaba como médico en Baltimore.
—Tenemos que hablar, tío —le dijo—. Es urgente.
—De acuerdo. —Clay sintió que se le aflojaban las rodillas.
—A las diez de la mañana delante del Lincoln Memorial.
—Allí estaré.
—Es muy probable que alguien esté siguiéndome —le advirtió Mel, y colgó el auricular.
El doctor Snelling había examinado, a petición de Clay y para hacerle un favor, los informes de investigación sobre el Dyloft. Y ahora los del FBI lo habían localizado.
Por primera vez, Clay experimentó el descabellado impulso de echar a correr. Transferir el dinero que quedara a alguna república bananera, largarse de la ciudad, dejarse crecer la barba y desaparecer. Llevándose a Rebecca, claro.
Su madre los localizaría antes que los federales.
Preparó café y permaneció un buen rato bajo la ducha. Se puso unos vaqueros y le hubiera dicho adiós a Ridley, pero ésta seguía sin moverse.
Era más que probable que los teléfonos de Mel estuviesen pinchados. Una vez que lo hubiesen localizado, los del FBI echarían mano de todas sus triquiñuelas habituales. Lo amenazarían con denunciarlo en caso de que no delatara a su amigo. Lo acosarían con visitas, llamadas telefónicas y vigilancias. Lo presionarían para que se colocara un dispositivo de escucha y le tendiera una trampa a Clay.
Zack Battle no estaba en la ciudad y, por consiguiente, Clay tenía el día libre. Llegó al Lincoln Memorial a las nueve y veinte y se mezcló con los pocos turistas que había por allí. A los pocos minutos, apareció Mel, lo cual despertó de inmediato las sospechas de Clay. ¿Por qué se había presentado con media hora de antelación? ¿Acaso se trataba de una emboscada? ¿Acaso los agentes Spooner y Lohse se encontraban allí cerca con micrófonos, cámaras y armas? Una mirada al rostro de Mel fue suficiente para que comprendiese que había malas noticias.
Se estrecharon la mano y procuraron mostrarse cordiales. Clay sospechó de inmediato que todas sus palabras estaban siendo grabadas. Se hallaban a principios de septiembre, el aire era fresco pero no hacía frío, y sin embargo Mel iba muy abrigado, como si las previsiones meteorológicas hubieran anunciado una nevada. Debajo de toda aquella ropa podía haber cámaras.
—Vamos a dar un paseo —propuso Clay señalando hacia el monumento a Washington.
—De acuerdo —dijo Mel, encogiéndose de hombros.
No le importaba. Aquello al menos significaba que no habían planeado tenderle una trampa cerca del señor Lincoln.
—¿Te han seguido? —preguntó Clay.
—No lo creo. He volado de Baltimore a Pittsburgh y de Pittsburgh al Aeropuerto Nacional Reagan y allí he tomado un taxi. No creo que nadie me esté pisando los talones.
—¿Son Spooner y Lohse?
—Sí. ¿Los conoces?
—Han estado en el despacho algunas veces. —En ese momento rodeaban el estanque del Reflecting Pool, por la acera del lado sur. Clay no pensaba decir nada que no quisiera que alguien le recordase en algún momento—. Mel, yo sé muy bien cómo actúan los del FBI. Acostumbran a presionar a los testigos. Les gusta pinchar los teléfonos de la gente y recoger pruebas mediante micrófonos ocultos y otros juguetes de alta tecnología. ¿Te pidieron que te colocaras un micrófono oculto?
—Sí.
—¿Y qué?
—Les dije que ni hablar.
—Gracias.
—Tengo a un abogado estupendo, Clay. He hablado un poco con él y se lo he contado todo. No hice nada malo porque no vendí acciones al descubierto. Tengo entendido que tú sí lo hiciste, lo cual ahora seguramente no harías si tuvieras ocasión. Es cierto que quizá tuviese información privilegiada, pero no hice nada con ella. Mi comportamiento fue impecable. Y así y todo, va y recibo una citación del jurado de acusación.
El caso aún no había sido presentado al jurado de acusación. Mel estaba siguiendo, en efecto, los consejos de un buen abogado. Por primera vez en cuatro horas, la respiración de Clay se normalizó un poco.
—Sigue —dijo con cautela.
Llevaba las manos profundamente metidas en los bolsillos de los vaqueros. Detrás de las gafas ahumadas, sus ojos vigilaban a todas las personas que los rodeaban. Si Mel se lo hubiera contado todo a los federales, ¿por qué habrían tenido éstos que utilizar micrófonos ocultos?
—La pregunta más importante es cómo me localizaron. Yo no le comenté a nadie que estaba revisando el informe de las investigaciones. ¿A quién se lo dijiste tú?
—A nadie en absoluto, Mel.
—Me cuesta creerlo.
—Te lo juro. ¿Por qué iba a decirlo?
Ambos se detuvieron un momento para que pasaran los automóviles en la calle Diecisiete. Cuando reanudaron la marcha, se desviaron hacia la derecha para apartarse de un grupo de personas.
—Si yo miento al jurado de acusación a propósito del informe de la investigación, van a tener muchas dificultades para acusarte. Pero si descubren que he mentido, yo también iré a parar a la cárcel. ¿Quién más sabe que examiné el informe sobre las investigaciones? —volvió a preguntar Mel.
Fue entonces cuando Clay comprendió, sin sombra de duda, que no había micrófonos ocultos de ningún tipo, que nadie estaba escuchando. Mel no buscaba ninguna prueba; quería, sencillamente, que él lo tranquilizara.
—Tu nombre no figura en ningún sitio, Mel —dijo Clay—. Me limité a enviarte el material. Y tú no copiaste nada, ¿verdad?
—Exacto.
—Me lo devolviste y yo lo revisé de nuevo. No había ninguna indicación sobre ti en ningún sitio. Nos hablamos por teléfono una media docena de veces. Todos tus comentarios y todas tus opiniones acerca de la investigación fueron de carácter verbal.
—¿Y qué me dices de los demás abogados del caso?
—Algunos vieron el informe. Sabían que yo lo tenía en mi poder antes de presentar la demanda. Saben que un médico le echó un vistazo porque yo se lo pedí, pero no tienen la menor idea de quién eres.
—¿Podría el FBI presionarlos para que declararan que tú tenías el informe de la investigación antes de presentar la demanda?
—De ninguna manera. Podrían intentarlo, pero estos tipos son abogados, y de los importantes, Mel. No se asustan fácilmente. No han hecho nada malo (no negociaron con las acciones) y no les facilitarán ningún dato a los federales. Por ese lado estoy bien protegido.
—¿Estás absolutamente seguro? —preguntó Mel sin estarlo él en absoluto.
—Sí.
—Entonces, ¿qué hago?
—Sigue el consejo de tu abogado. Hay muchas posibilidades de que eso no vaya a parar a un jurado dé acusación —repuso Clay, más a modo de plegaria que de certeza—. Si te mantienes firme, lo más seguro es que todo quede en nada.
Recorrieron unos cien metros en silencio. El monumento a Washington estaba cada vez más cerca.
—Si me envían una citación —dijo Mel muy despacio—, será mejor que volvamos a hablar.
—Por supuesto que sí.
—Yo no pienso ir a la cárcel por eso, Clay.
—Ni yo.
Se detuvieron en medio de un grupo de gente que ocupaba la acera cerca del monumento.
—Voy a desaparecer —dijo Mel—. Adiós. Si no recibes noticias mías, será una buena noticia.
Acto seguido se introdujo en un grupo de estudiantes de instituto y se esfumó.
El juzgado del condado de Coconino, en Flagstaff, estaba relativamente tranquilo la víspera del juicio. Su actividad era la misma de siempre; nada permitía adivinar el histórico y trascendental conflicto que no tardaría en estallar en aquel lugar. Estaban en la segunda semana de septiembre y el termómetro marcaba casi cuarenta grados. Clay y Oscar recorrieron a pie la zona del centro y entraron rápidamente en el juzgado, en busca del alivio del aire acondicionado.
En cambio, en el interior de la sala ya estaban discutiéndose las propuestas previas al juicio y los ánimos estaban muy encrespados. No había ningún jurado en la tribuna; el proceso de selección se iniciaría a las nueve en punto de la mañana del día siguiente. Dale Mooneyham y su equipo ocupaban una mitad de la zona reservada a los letrados. El ejército de Goffman, encabezado por un abogado de muchas campanillas de Los Ángeles llamado Roger Redding ocupaba la otra mitad. También lo llamaban Roger el Cohete, por la rapidez y la fuerza con que solía atacar, y Roger el Regateador, porque recorría todo el país luchando contra los abogados más importantes y regateando los veredictos de los jurados.
Clay y Oscar se sentaron entre los espectadores, muy numerosos a pesar de que aquel día ambas partes se limitarían a exponer sus argumentos. Wall Street vigilaría muy de cerca el juicio. La prensa económica informaría constantemente del desarrollo de los acontecimientos. Y, como era de prever, los buitres como Clay sentían una gran curiosidad. Las dos primeras filas estaban ocupadas por una docena de clones empresariales, sin duda los nerviosos representantes de Goffman.
Mooneyham cruzó la sala como un matón de bar, soltándole un rugido primero al juez y después a Roger. Tenía una voz recia y profunda y su tono era casi siempre pendenciero. Era un viejo guerrero con una cojera intermitente. A veces utilizaba un bastón para desplazarse de un lugar a otro y otras parecía olvidarse de él.
Roger era un típico representante de la elegancia hollywoodense: traje meticulosamente cortado a la medida, cabellera espesa y entrecana, barbilla fuerte y perfil impecable. Puede que en determinado momento de su vida hubiera aspirado a convertirse en actor. Hablaba con elocuencia utilizando una bella prosa cuyas frases fluían con toda suavidad y sin la menor vacilación. Nada de «Mmmm» o de «Bueno». Nada de comienzos en falso. Cuando discutía algún punto, usaba un espléndido vocabulario que cualquiera podía entender, y era capaz de desarrollar tres o cuatro líneas a la vez antes de unirlas en una sola y convertirlas en un único argumento de lógica aplastante. No temía ni a Dale Mooneyham ni al juez ni ninguno de los pormenores del caso.
Cuando Redding discutía acerca de alguna cuestión, por insignificante que ésta fuera, Clay lo escuchaba embobado. De pronto, a éste se le ocurrió una inquietante posibilidad: en caso de que se viera obligado a ir a juicio en el Distrito de Columbia, Goffman no dudaría en enviar allí a Roger el Regateador.
Mientras disfrutaba del espectáculo de los dos grandes abogados que estaban actuando ante él, Clay fue reconocido. Uno de los abogados de la mesa de Redding miró alrededor y creyó reconocer un rostro. Le dio un codazo a otro y ambos lo identificaron sin el menor género de duda. Entonces garabatearon unas notas y se las pasaron a los tipos de las dos primeras filas.
El juez decretó un descanso de quince minutos para poder ir al lavabo. Clay abandonó la sala y se fue a tomar una gaseosa. Lo siguieron dos hombres que, al final, lo acorralaron al fondo del pasillo.
—Señor Carter —dijo amablemente el primero de ellos—, soy Bob Mitchell, vicepresidente y abogado interno de Goffman. —Tendió la mano y estrechó cordialmente la de Clay.
—Encantado —dijo Clay.
—Le presento a Sterling Gibb, uno de nuestros abogados de Nueva York.
Clay se sintió obligado a estrechar también la mano de Gibb.
—Sólo quería saludarlo —añadió Mitchell—. No me sorprende verle aquí.
—Tengo cierto interés por este juicio —dijo Clay.
—Eso es un ligero eufemismo. ¿Cuántos casos tiene ahora?
—Pues la verdad es que no lo sé. Bastantes.
Gibb se limitó a esbozar una afectada sonrisa y a mirarlo en silencio.
—Examinamos a diario su página web —dijo Mitchell—. Veintiséis mil según los últimos cálculos.
Gibb dejó de sonreír; estaba claro que aborrecía el juego de las demandas conjuntas.
—Algo así —repuso Clay.
—Parece ser que ha retirado los anuncios. Supongo que ya tiene suficientes casos.
—Bueno, uno nunca tiene suficiente, señor Mitchell.
—¿Qué va usted a hacer con todos esos casos si nosotros ganamos este juicio? —preguntó Gibb, tomando finalmente la palabra.
—Y ustedes, ¿qué van a hacer si pierden este juicio? —contraatacó Clay.
Mitchell se acercó un poco más a él.
—Si nosotros ganamos aquí, señor Carter, le costará Dios y ayuda encontrar a algún pobre abogado que quiera hacerse cargo de sus veintiséis mil casos. No valdrán gran cosa.
—¿Y si pierden? —preguntó Clay.
Gibb se acercó otro poco.
—Si perdemos aquí, iremos directamente al Distrito Federal para enfrentarnos con su artificial demanda conjunta. Eso si para entonces no está usted en la cárcel.
—Estaré preparado —dijo Clay, reaccionando con cierta dificultad ante el ataque.
—¿Sabe dónde está el juzgado? —preguntó Gibb.
—Ya he jugado al golf con el juez —contestó Clay—, y salgo con la estenógrafa.
Era mentira, por supuesto, pero sirvió para desconcertarlos momentáneamente.
Mitchell se recuperó de la sorpresa, volvió a tenderle la mano y le dijo:
—En fin, sólo quería saludarlo.
Clay se la estrechó.
—Me alegro de saber algo de Goffman —repuso—. Ustedes casi no han contestado a mi demanda.
Gibb dio media vuelta y se retiró.
—Primero vamos a terminar con ésta —dijo Mitchell—. Entonces hablaremos.
Clay estaba a punto de entrar de nuevo en la sala cuando un entrometido reportero se le plantó delante. Era Derek no sé qué del Financial Weekly y quería formularle un par de preguntas. Su periódico era un portavoz y mamporrero ultraderechista del sector empresarial que aborrecía a los abogados que presentaban querellas y demandas conjuntas, por cuyo motivo Clay se guardó mucho de contestarle con un simple «Sin comentarios» o «Largo de aquí». El nombre de Derek le resultaba vagamente familiar. ¿Sería el reportero que tantas cosas desagradables había escrito acerca de él?
—¿Puedo preguntarle qué está usted haciendo aquí? —dijo Derek.
—Supongo que sí.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Lo mismo que usted.
—¿Y eso qué es?
—Disfrutar del calor.
—¿Es cierto que tiene veinticinco mil casos de Maxatil?
—No.
—¿Cuántos?
—Veintiséis mil.
—¿Cuánto valen?
—Una suma intermedia entre cero y dos mil millones de dólares.
Sin que Clay lo supiera, el juez había prohibido a los abogados de ambas partes hacer comentarios a la prensa a partir de aquel momento y hasta el final del juicio. Y, puesto que parecía que él estaba dispuesto a hablar, enseguida atrajo a una muchedumbre y, de pronto, se vio rodeado por un numeroso grupo de periodistas. Contestó algunas preguntas más, pero sin apenas decir nada.
El Arizona Ledger reproducía sus palabras, señalando que sus casos podían valer dos mil millones de dólares, y publicaba una fotografía suya delante del edificio de los juzgados rodeado de micrófonos y con el pie «El Rey de los Pleitos está en la ciudad». Añadía un breve resumen de la visita de Clay junto con unos cuantos comentarios acerca del juicio propiamente dicho. El reportero no lo calificaba directamente de abogado codicioso y oportunista, pero daba a entender su condición de buitre hambriento que sobrevolaba el caso, a la espera de abalanzarse sobre el cadáver de Goffman.
La sala estaba abarrotada de espectadores y de miembros del jurado en potencia.
A las nueve de la mañana aún no habían aparecido ni los abogados ni el juez. Todos estaban reunidos en el despacho del juez, discutiendo sin duda algunas cuestiones previas al juicio. Los alguaciles y los secretarios iban y venían alrededor del estrado del juez. Un joven vestido con traje y corbata salió de la parte de atrás del estrado, cruzó la barandilla de separación entre los jueces y el público y bajó por el pasillo central. Se detuvo en seco, miró directamente a Clay, se inclinó hacia él y le preguntó en voz baja:
—¿Es usted el señor Carter?
Sorprendido, Clay asintió con la cabeza.
—El juez desearía verlo.
El periódico estaba en el centro del escritorio del juez. Dale Mooneyham se encontraba en un rincón del espacioso despacho. Roger Redding permanecía apoyado a una mesa junto a la ventana. El juez se balanceaba en su sillón giratorio. Ninguno de los tres parecía demasiado contento. Se hicieron unas embarazosas presentaciones. Mooneyham se negó a acercarse para estrechar la mano de Clay, prefiriendo, en su lugar, saludarlo con una leve inclinación de la cabeza y una mirada asesina.
—¿Tenía usted conocimiento de la orden de guardar silencio que yo había dictado, señor Carter? —preguntó el juez.
—No, señor.
—Pues la había cursado.
—Yo no soy un abogado de este caso —dijo Clay.
—Aquí en Arizona nos esforzamos en celebrar juicios justos, señor Carter. Ambas partes quieren que un jurado tenga la menor información y sea lo más imparcial posible. Ahora, gracias a usted, los miembros en potencia del jurado saben que hay por lo menos veintiséis mil casos similares ahí fuera.
Clay no quería mostrarse débil ni apocado en presencia de Roger Redding, quien estudiaba cada uno de sus movimientos.
—Puede que fuera inevitable —dijo.
Jamás participaría en un juicio en presencia de aquel juez. No tenía por qué sentirse intimidado.
—¿Por qué no se limita a abandonar el estado de Arizona? —rugió Mooneyham desde el rincón.
—La verdad es que no tengo motivos para hacerlo —replicó Clay.
—¿Acaso quiere que pierda?
Clay llegó a la conclusión de que ya había oído suficiente. No sabía hasta qué extremo su presencia podía perjudicar la actuación de Mooneyham, pero ¿por qué correr el riesgo?
—Bien, señoría, supongo que ya nos veremos.
—Una idea excelente —dijo el juez.
Clay miró a Roger Redding diciendo:
—Le veré en Washington.
Roger esbozó una cortés sonrisa, pero meneó lentamente la cabeza.
Oscar accedió a quedarse en Flagstaff para seguir el desarrollo del juicio. Clay subió a bordo del Gulfstream para regresar tristemente a casa. Desterrado de Arizona.