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Las filtraciones te dan la vida y la muerte. Clay había participado algunas veces en aquel juego y había facilitado a los periodistas sabrosos chismes confidenciales, añadiendo a continuación la frase «Sin comentarios», publicados unas líneas más abajo de la verdadera basura. Entonces le hacía gracia; ahora le resultaba doloroso. No acertaba a imaginar que pudiera haber alguien interesado en humillarlo más de lo que ya lo estaba.

Por lo menos, él había recibido una pequeña advertencia. Un reportero del Post había llamado a su despacho, desde donde lo habían remitido al del ilustre Zack Battle. El reportero había hablado con éste y había recibido la respuesta habitual. Zack llamó a Clay para informarle acerca del contenido de la conversación.

Se publicaba en la tercera página de la sección del Área Metropolitana y constituyó una agradable sorpresa después de tantos meses de primeras planas de comentarios entusiastas y posteriormente de escándalos. Puesto que los datos eran muy escasos, el espacio debía llenarse con algo: una fotografía de Clay.

EL REY DE LOS PLEITOS BAJO INVESTIGACIÓN DE LA COMISIÓN DE BOLSA Y VALORES.

«Según fuentes no identificadas…» Zack tenía varias citas a cual más demoledora para Clay. Mientras leía el reportaje, éste recordó las veces en que había visto a Zack emplear la misma táctica: negar, desviar la atención y prometer una enérgica defensa, siempre protegiendo a alguno de los mayores estafadores de la ciudad. Cuanto más importante fuera el estafador, tanto más se apresuraba éste a acudir al despacho de Zack Battle; Clay se preguntó por primera vez si no se habría equivocado contratando los servicios de Zack.

Lo leyó en casa donde, por suerte, estaba solo, pues Ridley se había ido a pasar un par de días a su nuevo apartamento, que Clay había alquilado para ella. Le gustaba disfrutar de la libertad que suponía el que cada uno viviese en su casa, pero, puesto que su antiguo apartamento era bastante pequeño, Clay había accedido a instalarla en otro más bonito. En realidad, su libertad exigía una tercera vivienda, el chalé de St. Barth, al que ella siempre se refería llamándolo «nuestro chalé».

Y no es que Ridley leyera precisamente los periódicos. De hecho, apenas sabía nada de los problemas de Clay. Su mayor interés consistía en gastarse su dinero, sin prestar demasiada atención a la manera en que lo ganaba. En caso de que hubiera visto el reportaje de la tercera página, no hizo el menor comentario. Y él tampoco.

A medida que pasaban las horas de una más de las muchas aciagas jornadas que estaba viviendo últimamente, Clay empezó a percatarse de lo pocas que eran las personas que se preocupaban por su suerte. Un compañero de la facultad de Derecho le telefoneó y trató de levantarle el ánimo, y eso fue todo. Le agradeció la llamada, pero ésta le sirvió de muy poco. ¿Dónde estaban todos sus demás amigos?

A pesar de sus esfuerzos, no podía evitar pensar en Rebecca y en los Van Horn. Seguro que unas semanas atrás se habrían muerto de envidia y arrepentimiento al ver la coronación del nuevo Rey de los Pleitos. ¿Qué estarían pensando ahora? «Me da igual», se repetía Clay una y otra vez. Pero, si le daba igual, ¿por qué no podía quitárselos de la cabeza?

Paulette Tullos se dejó caer por allí poco antes del mediodía y su presencia lo animó. Estaba guapísima: se había quitado de encima unos cuantos kilos y lucía una ropa muy cara. Se había pasado varios meses recorriendo Europa, a la espera de que finalizaran los trámites de su divorcio. Los rumores sobre Clay circulaban por todas partes y estaba preocupada por él. Su parte del botín del Dyloft había superado ligeramente los diez millones de dólares y quería saber si ella tenía alguna responsabilidad. Clay le aseguró que no. No era socia del bufete en el momento del acuerdo, sino sólo una asociada. El nombre que figuraba en todos los alegatos y documentos era el de Clay.

—Tú fuiste la más lista —le dijo Clay—. Tomaste el dinero y echaste a correr.

—Me siento fatal.

—No tienes por qué. Los errores los cometí yo, no tú.

A pesar de que el Dyloft iba a costarle muy caro —por lo menos veinte de sus antiguos clientes se habían incorporado a la acción conjunta de Warshaw—, seguía confiando con toda su alma en el Maxatil. Con veinticinco mil casos, la suma que obtendría sería sensacional.

—En estos momentos hay muchas piedras en el camino, pero las cosas van a mejorar. En cuestión de un año, volveré a ganar dinero a carretadas.

—¿Y los del FBI?

—No pueden hacerme nada.

Paulette soltó un suspiro de alivio. En caso de que en verdad se creyera todo lo que Clay estaba contándole, debía de ser la única persona en hacerlo.

La tercera reunión sería la última, pese a que ni Clay ni ninguno de los que se sentaban a su lado de la mesa lo sabía. Joel Hanna se presentó en compañía de su primo Marcus, el director general de la empresa, y sin Babcock, el abogado de la aseguradora. Como de costumbre, ambos se enfrentaron con el pequeño ejército del otro lado, presidido por el señor JCC. El Rey.

Después de las consabidas acciones de precalentamiento, Joel anunció:

—Hemos descubierto otras dieciocho viviendas que deberían añadirse a la lista. Eso hace un total de novecientas cuarenta. Estamos casi seguros de que no habrá más.

—Buena noticia —dijo Clay con cierta crueldad.

Una lista más larga equivalía a más clientes para él, a más daños que la empresa Hanna debería pagar. Clay representaba casi al noventa por ciento de los demandantes, el resto de los cuales estaba repartido entre unos pocos abogados más. Su Equipo Hanna, así lo llamaban, había conseguido convencer a los propietarios de las casas de que contrataran los servicios de su bufete, asegurándoles que de esa manera ganarían mucho más dinero, pues el señor Carter era un experto en demandas por daños y perjuicios. Todos los posibles clientes habían recibido información exhaustiva y muy profesionalizada en la que se detallaban las grandes hazañas del más reciente Rey de los Pleitos. Se trataba de una desvergonzada campaña publicitaria y de un descarado ofrecimiento de servicios, pero ésas eran las reglas del juego.

En el transcurso de la última reunión, Clay había reducido sus exigencias de veinticinco mil dólares por demandante a veintidós mil quinientos, lo que le permitiría percibir unos honorarios netos del orden de los 7,5 millones. La compañía Hanna contraatacó con un ofrecimiento de diecisiete mil dólares que llevaría su capacidad de endeudamiento al borde de la ruptura.

A razón de diecisiete mil dólares por vivienda, el señor JCC ganaría unos 4,8 millones en concepto de honorarios, siempre y cuando mantuviera un porcentaje de un treinta por ciento. Si reducía sus honorarios a un más razonable veinte por ciento, cada uno de sus clientes obtendría una compensación neta de trece mil seiscientos dólares. Semejante rebaja se traduciría en una reducción aproximada de sus honorarios de un millón y medio de dólares. Marcus Hanna había encontrado a un honrado contratista dispuesto a reparar los daños de cada casa por trece mil quinientos.

Durante la última reunión quedó muy claro que la cuestión de los honorarios de los abogados era casi tan importante como la de la indemnización a los propietarios de las casas. Sin embargo, desde la celebración de la última reunión, la prensa había estado publicando toda una serie de reportajes acerca del señor JCC, ninguno de ellos favorable. Por consiguiente, el bufete de éste no estaba dispuesto a negociar una reducción de los honorarios.

—¿Algún cambio por su parte? —preguntó Clay en tono un tanto desabrido.

—No —contestó Joel, describiendo brevemente los pasos que había dado su empresa para reevaluar su situación económica, la cobertura de su seguro y su capacidad de endeudamiento de hasta unos ocho millones de dólares que se añadirían a un fondo de compensación. Pero, por desgracia, no se había producido ningún cambio. El negocio estaba atravesando una mala época. Los pedidos estaban estancados. La construcción de obra nueva también era muy floja, por lo menos en el mercado en que ellos se movían.

Si la situación no era buena para la firma Hanna Portland Cement, la de quienes estaban al otro lado de la mesa tampoco era mejor. Clay había interrumpido de repente su campaña de anuncios para la captación de nuevos clientes del Maxatil, una medida que hizo que sus colaboradores lanzaran un suspiro de alivio. Rex Crittle trabajaba sin descanso en la contención de los gastos; a pesar de que la política de JCC aún no había conseguido adaptarse a unas ideas tan radicales. Crittle había llegado incluso a plantear el tema de los despidos, lo cual había dado lugar a una airada respuesta de su jefe. En aquellos momentos no se estaban generando honorarios significativos. El fracaso del Skinny Ben les había costado millones, en lugar de generarles otra fortuna, y ahora que los ex clientes del Dyloft estaban pasándose a Helen Warshaw, el bufete empezaba a tambalearse.

—O sea, que no hay ningún cambio, ¿verdad? —preguntó Clay cuando Joel terminó.

—No. Diecisiete mil dólares es todo lo que podemos permitirnos. ¿Algún cambio por su parte?

—Veintidós mil quinientos es un acuerdo razonable —dijo Clay sin arredrarse ni parpadear—. Si ustedes no cambian, nosotros tampoco.

Su voz era más dura que el acero. Su tenacidad impresionó a sus colaboradores, a pesar de que éstos eran partidarios dé llegar a un compromiso. Pero Clay estaba pensando en Patton French, allá en Nueva York, en una sala llena de peces gordos de los laboratorios Ackerman, ladrando, avasallando y dominando la situación. Estaba convencido de que si seguía insistiendo Hanna se doblegaría a sus exigencias.

El único que manifestaba ciertas dudas en el bando de Clay era un joven abogado llamado Ed Wyatt, el jefe del Equipo Hanna. Antes de la reunión, éste le había explicado a Clay que, en su opinión, la empresa Hanna se vería muy beneficiada con la protección y la reorganización previstas en el Capítulo Once de la legislación sobre quiebras. Cualquier acuerdo con los propietarios de las casas quedaría aplazado hasta que un síndico pudiera clasificar sus reclamaciones y establecer una compensación razonable. Wyatt opinaba que los demandantes tendrían suerte de cobrar diez mil dólares de acuerdo con los criterios fijados en dicho capítulo. La empresa no había amenazado con declararse en quiebra, una estratagema habitual en tales situaciones. Clay había examinado los libros de Hanna y pensaba que ésta tenía demasiados activos y demasiado orgullo para tomar en consideración una acción tan drástica. Lanzó el dado. El bufete necesitaba la mayor cantidad posible de honorarios que pudiera arrancar.

Marcus Hanna dijo en tono áspero:

—Bien, pues entonces ya es hora de irnos.

Él y su primo hermano arrojaron juntos sus papeles y abandonaron la sala de conferencias hechos una furia. Clay también intentó hacer un mutis espectacular para demostrar a sus tropas que no se arredraba ante nada.

Dos horas después, en el Tribunal de Quiebras de Estados Unidos del Distrito Oriental de Pensilvania, la compañía Hanna Portland Cement presentaba una petición al amparo del Capítulo Once para protegerse de sus acreedores, los más importantes de los cuales eran los que estaban incluidos en la acción legal conjunta ejercida por J. Clay Carter II, de Washington, Distrito de Columbia.

Por lo visto, uno de los Hanna también conocía la importancia de las filtraciones. El Baltimore Press publicaba un largo reportaje acerca de la quiebra y de la inmediata reacción de los propietarios de las viviendas. Los detalles eran muy precisos y se veía con toda claridad que alguien muy cercano a las negociaciones en torno al acuerdo se los había susurrado al oído al reportero. La empresa había ofrecido diecisiete mil dólares por cada demandante; un cálculo muy generoso había establecido una cantidad de unos quince mil para la reparación de cada una de las viviendas. La demanda se habría resuelto con un acuerdo muy razonable si no hubiese sido por la cuestión de los honorarios de los abogados. Hanna había reconocido su responsabilidad desde el principio y había estado dispuesta a endeudarse fuertemente para corregir sus errores. Etcétera.

Los demandantes estaban tremendamente disgustados. El periodista se había trasladado al extrarradio y había descubierto una improvisada reunión en un garaje. Había visitado unas cuantas viviendas y comprobado los daños. En el reportaje se reproducían distintos comentarios:

—Tendríamos que haber tratado directamente con Hanna.

—La empresa se presentó aquí antes de que apareciera este abogado.

—Un albañil me dijo que él hubiera podido retirar los ladrillos defectuosos y colocar los nuevos por once mil dólares. ¿Y hemos rechazado diecisiete mil? La verdad es que no lo entiendo.

—Yo no supe que me habían metido en una demanda conjunta hasta que la presentaron.

—Nosotros no queríamos que la empresa se declarara en quiebra.

—No, estuvieron muy amables con nosotros. Intentaron ayudarnos.

—¿Podemos demandar al abogado?

—Yo intenté llamarlo, pero las líneas estaban ocupadas.

A continuación, el reportero no había tenido más remedio que comentar ciertos antecedentes de Clay Carter y, como es natural, había empezado con los honorarios del Dyloft. A partir de allí, las cosas iban a peor. Tres fotografías contribuían a completar el reportaje; en la primera, la propietaria de una de las viviendas señalaba los ladrillos desprendidos; la segunda correspondía al grupo reunido en el garaje; y la tercera mostraba a Clay vestido de esmoquin y a Ridley enfundada en un precioso vestido, posando en la Casa Blanca antes de la cena de gala. Ella era una belleza sensacional y él también era muy guapo, si bien, vistos en aquel contexto, no se podía apreciar del todo la gran pareja que formaban. La instantánea era de muy mala calidad. El pie de foto rezaba: «No se ha podido localizar al señor Carter, arriba en una cena en la Casa Blanca, para recabar su comentario».

«Por supuesto que no me han podido localizar», pensó Clay.

Y así se inició una nueva jornada en el bufete de JCC. Teléfonos que sonaban sin cesar, pues los indignados clientes necesitaban a alguien a quien soltarle una bronca. Un guardia de seguridad en el vestíbulo, por si acaso. Asociados reunidos en pequeños corros, comentando en voz baja la supervivencia de su fuente de trabajo. Conjeturas y críticas de todo tipo por parte de los empleados. El jefe encerrado en su despacho. Ningún caso concreto en el que trabajar, pues lo único que tenía el bufete en aquellos momentos era una carretada de expedientes sobre el Maxatil con los cuales no se podía hacer nada, pues Goffman ni siquiera devolvía las llamadas.

Por todo el Distrito corrían bromas a costa de Clay, a pesar de que éste no se enteró hasta que el Press publicó el reportaje. Todo había empezado con los reportajes sobre el Dyloft en el Wall Street Journal y algunos faxes enviados aquí y allá a lo largo y ancho de la ciudad para que todos los que conocían a Clay se enteraran de la noticia. La cosa adquirió más fuerza cuando American Attorney lo colocó en el octavo puesto de la lista de abogados con mayores ingresos, lo que produjo más faxes, más correo electrónico y algún que otro chiste para añadir sabor a los comentarios. Pero la popularidad alcanzó sus cotas más altas cuando Helen Warshaw presentó su terrible demanda. Algún abogado de la ciudad, alguien que, al parecer, debía de tener mucho tiempo libre, lo tituló «El Rey de los Calzoncillos», le dio un tosco y rápido formato y empezó a enviar faxes. Alguien dotado de ciertas inclinaciones artísticas añadió una vulgar caricatura en la que Clay aparecía desnudo y con los calzoncillos bajados hasta los tobillos, con expresión de perplejidad. Cualquier nueva noticia acerca de él daba lugar a una nueva edición. El editor, o, los editores, recogían los comentarios que aparecían en Internet, los imprimían en forma de hojas informativas y los repartían por doquier. La sensacional noticia acerca de la investigación criminal se completaba con la fotografía en la Casa Blanca, algunos jugosos comentarios acerca de su avión y una nota sobre su padre.

Ya desde el principio, los anónimos editores habían estado enviando copias por fax al bufete de Clay, pero la señorita Glick las arrojaba a la papelera. Varios chicos de Yale también recibieron los faxes, pero protegieron a su jefe. Oscar se presentó con la última edición y la arrojó sobre el escritorio de Clay.

—Sólo para que lo sepas —dijo.

La última edición era una reproducción del reportaje del Press.

—¿Tienes alguna idea de quién está detrás de todo eso? —preguntó Clay.

—No. Lo envían por fax a toda la ciudad en una especie de cadena de la buena suerte.

—¿Acaso esta gente no tiene nada mejor que hacer?

—Supongo que no. Pero no te preocupes, Clay. Los de arriba siempre están un poco solos.

—O sea que ahora hasta dispongo de mi propia hoja informativa. Tiene gracia, hace dieciocho meses nadie me conocía.

Se oyó un alboroto en el exterior. Voces ásperas, airadas. Clay y Oscar salieron corriendo al pasillo donde el guardia de seguridad estaba forcejeando con un caballero muy alterado. Varios asociados y secretarias se estaban incorporando a la escena.

—¿Dónde está Clay Carter? —preguntó a gritos el hombre.

—¡Aquí! —contestó Clay, acercándose a él—. ¿Qué desea? De repente, el hombre se quedó quieto, aunque el guardia no lo soltó. Ed Wyatt y otro asociado se acercaron un poco más.

—Soy uno de sus clientes —dijo el hombre, respirando afanosamente—. Suélteme —añadió en tono perentorio, zafándose de la presa del guardia.

—Déjelo —dijo Clay.

—Quiero mantener una entrevista con mi abogado —explicó el hombre.

—Ésta no es la manera de concertarla —replicó fríamente Clay bajo la atenta mirada de sus empleados.

—Bueno, lo intenté de la otra manera, pero las líneas estaban siempre ocupadas. Usted nos ha impedido llegar a un acuerdo favorable con la cementera. Queremos saber por qué. ¿No tenía suficiente con el dinero que se llevaba?

—Ya veo que se cree usted todo lo que dicen los periódicos —repuso Clay.

—Creo que nuestro propio abogado nos ha jodido. Y no vamos a quedarnos con los brazos cruzados.

—Lo que ustedes tienen que hacer es tranquilizarse y dejar de leer los periódicos. Seguimos trabajando con el acuerdo.

Era una mentira, pero con buena intención. Había que aplastar la rebelión, por lo menos allí, en el despacho.

—Rebaje sus honorarios y consíganos un poco de dinero —dijo el hombre en tono airado—. Se lo dicen sus clientes.

—Les conseguiré un acuerdo —dijo Clay con una hipócrita sonrisa en los labios—. Pero tranquilícese.

—De lo contrario, recurriremos al Colegio de Abogados.

—Cálmese.

El hombre retrocedió, se volvió y abandonó el despacho.

—A trabajar todo el mundo —ordenó Clay, dando unas palmadas como si todos tuvieran montones de trabajo que hacer. Rebecca se presentó una hora después, inesperadamente. Le entregó una nota a la recepcionista y dijo:

—Por favor, entréguele esto al señor Carter. Es muy importante.

La recepcionista miró al guardia de seguridad, quien se encontraba en situación de alerta máxima, y ambos tardaron unos segundos en llegar a la conclusión de que lo más probable era que aquella atractiva joven no constituyera una amenaza.

—Soy una vieja amiga —explicó Rebecca.

Lo fuese o no, logró que el señor Carter saliera de su escondrijo más rápido de lo que nadie hubiera logrado jamás en la breve historia del bufete. Ambos se sentaron en el rincón de su despacho, Rebecca en el sofá y Clay en un sillón lo más cerca posible de ella. Permanecieron un buen rato sin pronunciar palabra. Clay estaba tan emocionado que no habría conseguido articular una frase coherente. Su presencia podía significar cien cosas distintas, ninguna de ellas mala.

Deseó arrojarse sobre ella, sentir de nuevo su cuerpo, aspirar el perfume de su cuello, acariciarle las piernas. Nada había cambiado: el mismo corte de cabello, el mismo maquillaje, la misma barra de labios y la misma pulsera.

—Me estás mirando las piernas —dijo ella al final.

—Sí, es verdad.

—¿Cómo estás, Clay? Tienes muy mala prensa en estos momentos.

—¿Y por eso has venido?

—Sí. Estoy preocupada.

—Si estás preocupada, significa que todavía sientes algo por mí.

—Sí.

—¿O sea que no me has olvidado?

—Pues no. En estos momentos estoy un poco aturdida con lo de mi matrimonio y demás, pero sigo pensando en ti.

—¿Constantemente?

—Sí, y cada vez más.

Clay cerró los ojos y apoyó una mano en la rodilla de Rebecca, que se apresuró a apartarla.

—Estoy casada, Clay.

—Pues vamos a cometer adulterio.

—No.

—¿Aturdida? Eso suena a situación provisional. ¿Qué ocurre, Rebecca?

—No he venido aquí para hablar de mi matrimonio. Estaba por la zona, he pensado en ti y he decidido pasar un momento a saludarte.

—¿Cómo un perro extraviado? No me lo creo.

—Mejor que no. ¿Cómo está tu bombón?

—Aquí y allá. Es sólo un apaño.

Por su expresión, Rebecca parecía lamentar la existencia de aquel apaño. Estaba muy bien que ella se casara con otro, pero no le gustaba la idea de que Clay se liara con otra.

—¿Cómo está el gusano? —preguntó Clay.

—Está bien.

—Qué calificativo tan entusiasta por parte de una recién casada. ¿Simplemente bien?

—Vamos tirando.

—¿Lleváis menos de un año casados y eso es lo mejor que podéis hacer? ¿Ir tirando?

—Sí.

—No le das sexo, ¿verdad?

—Estamos casados.

—Pero es que es un tipejo insoportable. Os vi bailar en la fiesta y me daban ganas de vomitar. Dime que es muy malo en la cama.

—Es muy malo en la cama. ¿Y tu bombón?

—Le gustan las chicas.

Ambos se rieron de buena gana. Y después guardaron silencio, pues tenían demasiadas cosas que decirse. Rebecca volvió a cruzar las piernas mientras Clay las miraba sin el menor disimulo. Estaba tan cerca que casi podía tocarlas.

—¿Vas a sobrevivir? —preguntó Rebecca.

—No hablemos de mí. Hablemos de nosotros.

—No tengo intención de lanzarme a una aventura —dijo ella.

—Pero piensas en ello, ¿verdad?

—No, pero sé que tú sí.

—Sería divertido, ¿no te parece?

—Sí y no. No quiero vivir de esta manera.

—Yo tampoco, Rebecca. No quiero compartir nada. Antes te tenía toda para mí y dejé que te fueras. Esperaré a que vuelvas a estar soltera, pero ¿quieres hacer el favor de darte prisa, joder?

—Eso puede que no ocurra, Clay.

—Vaya si ocurrirá.